Desde distintas tribunas opositoras se escucha con frecuencia acusar al gobierno de nacionalista. Habiendo acrecido últimamente la cantidad de esas voces acusadoras,con ocasión de los fervores oficiales suscitados por un campeonato futbolístico mundial y por el conflicto con los llamados fondos-buitres. Para quienes así razonan, todo tremolar de banderas patrias es una amenaza, y toda expresión de defensa soberana una asechanza al destino globalista. Aunque el pabellón tome la forma de una camiseta sudorosa y la soberanía protegida se reduzca al grito procaz de una delincuente enajenada.
Lo peor late en el fondo de este criterio. Quienes lo pregonan y practican —confundiendo gavilla gubernamental de turno con la nación eterna que definiera Maurras— encuentran un insolente regocijo en los sucesivos atropellos y vapuleos a los que se ve sometida la Argentina. Y siguen con alborozo cada rendición que nos es infligida desde las centrales extranjeras de la usura, sin distinguir entre las bofetadas que bien merece el hato de depravados kirchneristas, y la patria golpeada en el fondo de su honor. No diferencian el trigo de la cizaña, y con tal de ver segada a la última —que bien merece el exterminio— están dispuestos a aplaudir festivos el marchitar de los trigales. Si pasó con la guerra justísima de Malvinas —prefiriendo y gozando tantos el democrático 14 de junio antes que el castrense y épico 2 de abril— porqué no habría de pasar ahora.
Da espanto pensar que gobiernan quienes aplaudieron la humillación argentina en el Atlántico Sur por odio al gobierno militar de entonces. El mismo y atroz espanto que causan ahora los que tributan palmas a cada morisqueta de Griesa o a cada compadreada de Paul Singer. Tan cipayos son los unos como los otros. Tanto como lo fueron los unitarios decimonónicos, cuando se plegaban a los invasores, creyendo que entonces se sacaban de encima a la pesadilla. Y la pesadilla, primero,los tenía a ellos por protagonistas.
Las cosas claras, por favor. El kirchnerismo —uno de los tantos y multiformes detritus del peronismo— no tiene en sus entrañas componente nacionalista alguno. En sus representantes y en sus actos son liberales y son marxistas, amorfamente mezclados.
Son clasistas, indigenistas y populistas incurables, preñados de odio enfermizo e indocto hacia nuestras raíces hispanocatólicas.
Son revolucionarios resentidos y rencorosos; y son modernos, en lo que el término denota rendir culto a la contranaturaleza, tanto en lo físico como en lo espiritual. La contranatura de sus actos ha alcanzado incluso una repugnancia que no conoció jamás otra gestión política en nuestro suelo.
Sí; son los kirchneristas tanto sirvientes compulsivos del Imperialismo Internacional del Dinero como agentes activos de la contracultura progresista que, por lo mismo, no abreva siquiera en el llamado pensamiento nacional, aún con sus yerros, sino en los sumideros de las ideologías intrusas.
Si un demonio hubiera querido fabricar, por malas artes alquímicas, una sustancia contraria a la cristiana criollidad que define al Nacionalismo, hubiera fabricado a quienes gobiernan. Y también, seamos justos, a quienes dicen oponérseles.
En una homilía pronunciada en Calabria el pasado 21 de junio, el Papa —que nos tiene dolorosamente acostumbrados a las confusiones— dijo con acierto: “La adoración del mal y el desprecio del bien común: este mal debe ser combatido, alejado, hay que decirle siempre que no. Aquellos que en su vida han emprendido este camino del mal, los mafiosos, no están en comunión con Dios, están excomulgados”.
Es una pena que el Obispo de Roma sólo hable claro de vez en vez; y que respecto de los mafiosos de su patria no obre en consecuencia, excomulgándolos ejemplarmente, sino recibiéndolos entre zalamerías y congratulaciones. Quien puede homenajear a Teodoro Hertzl en su tumba, bien puede pedir solícito que la cuiden a Cristina. Oprobio grande asimismo que los mitrados nativos estén para perseguir a los católicos fieles y ufanarse de su afinidad con los disolutos.
Ya nada de esto importa demasiado. Los tiempos se aceleran y urgen las definiciones de los sencillos hombres de bien, como antídoto a tanta logomaquia. Nosostros, que conservamos cual única definición válida de nuestro Nacionalismo, la voluntad de querer aplicar en la patria el instaurare omnia in Christo, testimoniamos, austera pero firmemente, que seguimos encolumnados tras la Cruz. Por eso tienen nuestras filas fragancia a mirra o a incienso y colores blanquecinos y celestes que ondulan y arbolean. Olores y colores de sobrenatural victoria.
Antonio Caponnetto |