Como consecuencia de su turbulenta historia durante el siglo XIX,
España entra en el siglo XX en una situación muy deficiente. Su
estructura económica no está a la altura de las necesidades. Su
estructura social es particularmente propicia al choque revolucionario:
grupos proletarios grandes y con pocas posibilidades de mejora,
campesinos sin tierra, clase dirigente egoísta e ineficiente,
intelectuales resentidos… todo ello es en buena medida consecuencia de
las deficiencias políticas.
En poco más de un siglo hubo muchas
situaciones políticas, cada una con su Constitución que era un programa;
pero ninguno de estos regímenes se consolidó ni puso en marcha
instituciones aceptadas, respetadas y cumplidas. Ríos Rosas, Presidente
de la Cámara del Congreso de los Diputados durante varias Legislaturas
durante el siglo XIX, lo confesó en el Parlamento: “Es preciso decir la
verdad al país; es preciso decirle que todos, vosotros y nosotros, hemos
sido dictadores; que todo ha sido mentira y farsa”.
Fracasado el
intento del general Primo de Rivera de poner orden administrativo y
económico sin nuevas ideas políticas, la oligarquía desplazada se pone
de acuerdo para deshacer lo existente sin mucho que ofrecer a cambio. En
medio de la crisis económica de los años 1930 y 1931, no se puede ni
volver al turno pacífico de los partidos, ni encontrar figuras para un
Gobierno Nacional, ni volver a ensayar un Dictador. La Monarquía, casi
sin defensores, fue desechada primero y eliminada después por una
coalición de viejos políticos, intelectuales, masas socializantes,
separatistas y sectarios.
Caída de la Monarquia e implantación de la República
La
República se estableció como resultado de la actuación de una minoría
audaz que se adueñó del Estado con el pretexto de unas elecciones
municipales que no ganó y que, por sí mismas, no permitían ese fin.
Decisiva
resultó la presión del Comité revolucionario que venía actuando desde
meses atrás y que el 13 de abril dirigía un manifiesto al país
acompañado de manifestaciones y alborotos en la calle.
En la
entrevista del Conde de Romanones con el presidente de dicho Comité,
Alcalá Zamora, éste se negó a aceptar ningún acuerdo y solo se avino a
conceder un plazo para que el rey saliera de Madrid, transcurrido el
cual no respondía de lo que ocurriera. Alfonso XIII se dio por enterado
de la amenaza, renunció a defender el Estado de que era cabeza y
abandonó España. La monarquía liberal implantada en España por la
fuerzas de las armas un siglo atrás caía ahora víctima de sus propias
contradicciones.
Más tarde, José Antonio Primo de Rivera describe,
en sus discursos y escritos, que muchos creyeron ver en la fecha
inaugural de la República una ocasión jubilosa para la devolución de un
espíritu nacional colectivo y la implantación de una base material
humana de convivencia entre los españoles. A mi juicio, estuvo más
avisado Ramiro Ledesma al detectar que toda la propaganda del movimiento
antimonárquico se hizo sobre la oferta de un régimen
burgués-parlamentario, sin apelación ninguna a un sentido nacional
ambicioso y patriótico, y sin perspectiva alguna tampoco de trasmutación
económica, de modificaciones esenciales que respondieran al deseo de
una economía española más eficaz y más justa. En realidad, la parte
mayoritaria y más sana del pueblo español se alejó paulatinamente del
nuevo Régimen al comprobar cómo la Constitución y la práctica política
de los años siguientes daban paso a una política sectaria, arbitraria y
ajena a sus más profundas convicciones.
La Constitución de 1931
Decir
que la Segunda República fue un fracaso es casi una tautología pero,
desde luego, dicho fracaso no se debió a ninguna negra conspiración de
presuntas fuerzas reaccionarias opuestas al progreso que el nuevo
régimen habría propiciado sino al planteamiento que éste siguió desde el
principio.
En efecto, la República de 1931 no se concibió
simplemente como una forma de Gobierno en la que el Presidente era
designado por sufragio universal porque quienes la implantaron la
dotaron de un contenido político que nació lastrado por la hipoteca que
suponía el pacto previo con el Partido Socialista y los separatistas.
Como
eran conocedores del verdadero estado de la opinión pública,
sorprendida por el audaz éxito de los golpistas, ninguno de los que
trajeron la República estaba dispuesto a admitir unas elecciones
democráticas. Desde luego, no se puede dar la consideración de
democrático al plebiscito que sirvió para formar las Cortes
Constituyentes pues el proceso estuvo controlado en todos sus pasos por
el auto-proclamado Gobierno Provisional. No existía oposición porque la
coalición republicano-socialista era la única de las fuerzas en
presencia que tenía una organización interna ya previamente establecida
mientras que las derechas venían siendo aterrorizadas con episodios como
los incendios y saqueos de conventos, iglesias, bibliotecas… llevados a
cabo en numerosos lugares de España poco antes de las elecciones y
carecieron de tiempo y de unas circunstancias que permitieran articular
los nuevos partidos. Además, las izquierdas —según el más viejo estilo
caciquil— contaron con todo el apoyo del Ministerio de la Gobernación.
Años
más tarde el propio el propio Alcalá Zamora reconocerá que aquellas
Cortes “adolecían de un grave defecto, el mayor sin duda para una
Asamblea representativa: que no lo eran, como cabal ni aproximada
coincidencia de la estable, verdadera y permanente opinión española”. En
consecuencia: “La Constitución se dictó, efectivamente, o se planeó,
sin mirar a esa realidad nacional [...] Se procuró legislar obedeciendo a
teorías, sentimientos e intereses de partido, sin pensar en esa
realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba
para España”. Y con toda la trascendencia que da a sus palabras su
condición de Presidente del Gobierno Provisional formula esta acusación
sobre el nuevo estatuto jurídico: “se hizo una Constitución que invitaba
a la guerra civil”.
El balance del primer bienio, llamado
republicano-socialista por el color político del Gobierno presidido por
Azaña no puede ser más deplorable: numerosos incendios de iglesias
además de los ya citados; la permanente situación de anormalidad
constitucional por el mantenimiento en vigor de leyes como la citada o
la llamada de Vagos y Maleantes que preveía la creación de campos de
trabajo; eliminación de la educación de iniciativa religiosa con grave
perjuicio directo para cientos de miles de estudiantes; concesión del
derecho de autonomía a Cataluña que empezó a ser utilizado
inmediatamente para socavar la legalidad y, más tarde, sublevarse contra
ella; frustración de las expectativas de una reforma agraria, deterioro
de las condiciones de vida reflejada en el aumento de las muertes por
hambre, que volvieron a cifras de principios de siglo; brutalidad
policial de la que los sucesos de Casas Viejas son únicamente un
ejemplo; aumento espectacular de la delincuencia y deterioro del orden
público con huelgas, incendios, saqueos, atentados, explosiones,
intentonas revolucionarias… en dos años la República provocó un número
mucho mayor de muertes de obreros que las que habían tenido lugar
durante todo el período histórico anterior.
La sublevación de 1934
Pero
fue el Partido Socialista quien finalmente destruyó aquella República
de la que estaba llamado a gestionar su agonía sometido a los dictados
de Moscú.
El predominio del Partido fundado por Pablo Iglesias se
debió a la falta de una base social en la que sustentar el régimen
naciente. A la vista del resultado electoral, Azaña descartó a los
republicanos radicales de Lerroux y dio entrada en su Gobierno a un
partido marxista cada vez mas escorado hacia la ruptura revolucionaria
con las instituciones democráticas. Ya en 1931, el socialista Largo
Caballero, Ministro de Trabajo, advirtió con toda claridad del papel que
aguardaba a los republicanos al amenazar con la guerra civil si las
Cortes Constituyentes eran disueltas cuando terminaron de cumplir su
misión:
“ese intento sólo sería la señal para que el
Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores lo considerase
como una nueva provocación y se lanzasen incluso a un nuevo movimiento
revolucionario. No puedo aceptar tal posibilidad que sería un reto al
partido y nos obligaría a ir a una guerra civil” (Informaciones, Madrid,
23-noviembre-1931).
Y en 1933 se decía:
“Vamos
legalmente hacia la evolución de la sociedad. Pero si no queréis,
haremos la revolución violentamente. Esto, dirán los enemigos, es
excitar a la guerra civil. Pongámonos en la realidad. Hay una guerra
civil. ¿Qué es si no la lucha que se desarrolla todos los días entre
patronos y obreros? Estamos en plena guerra civil. No nos ceguemos,
camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los
caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente
que tomar” (El Socialista, Madrid, 9-noviembre-1933).
Las
amenazas se convirtieron en realidad en Octubre de 1934 y a partir de
la ocupación del poder por el Frente Popular en febrero de 1936.
La
reacción del país determinó el acceso al Parlamento, en noviembre de
1933, de una mayoría de derechas y centro. Pero la respuesta a esta
decisión democrática la dio el Partido Socialista, de definido carácter
marxista y subversivo, preparando y llevando a cabo una sublevación
armada.
La revolución se desencadena en octubre del mismo año 1934
con el pretexto de que un partido político la CEDA, triunfante en las
recientes elecciones, obtuviera en el Gobierno una participación no
desproporcionada ni abusiva, sino modesta e incluso inferior a su
importancia numérica en el Parlamento.
La llamada Revolución de
Octubre fue, en realidad, un fracasado golpe de estado protagonizado por
una amplia coalición de izquierdas y separatistas. Sólo en Asturias,
las bajas causadas por la revolución fueron 4.336, de las cuales 1.375
muertos y 2.945 heridos; fueron incendiados o deteriorados 63 edificios
particulares, 58 Iglesias, 26 fábricas, 58 puentes y 730 edificios
públicos.
Salvador de Madariaga ha reconocido que “con la
revolución de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de
autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”. Y es que estos
sucesos son la prueba de que, para Azaña y los socialistas, no se
admitía que la República fuese una forma de Estado en la que cupiesen
tendencias políticas diferentes sino que en la práctica se la
consideraba un régimen que negaba el derecho a la existencia a quienes
no comulgasen con sus postulados.
Sofocada la revuelta con las
armas quedó de manifiesto la incapacidad de los más altos poderes para
responder al atentado sufrido y, mientras la propaganda izquierdista
convertía a los delincuentes en mártires y al Gobierno en verdugo, los
mismos organizadores de la Revolución se preparaban para un segundo y
definitivo asalto al poder que tendría lugar después de las elecciones
del 16 de febrero de 1936.
En un artículo vetado por la censura,
José Antonio habló de “victoria sin alas” para referirse a la del 19 de
noviembre de 1933, cuando las elecciones dieron paso a una sucesión de
gobiernos en los que la CEDA apoyaría en el parlamento al Partido
Radical. Más tarde, con una timorata presencia en el banco azul, Gil
Robles eligió un camino que significaba el suicidio y la definitiva
bancarrota de su partido: estrechar vínculos con los desprestigiados
radicales de Lerroux arrastrando en su fracaso las banderas que no había
sabido defender. El “bienio estúpido” —como lo calificó el propio José
Antonio en varias ocasiones— se liquidaba como fruto de una maniobra
calculada por Alcalá Zamora sin que la CEDA hubiera cumplido su programa
electoral y sin haber aprovechado la ocasión que se abría después de
haber neutralizado la ofensiva socialista y separatista de Octubre de
1934:
“Ni reforma agraria, ni transformación
económica, ni remedio al paro obrero, ni aliento nacional en la
política. Chapuzas para remediar algún estrago del bienio anterior y
pereza. Pereza mortal para dejar que los problemas se corrompan a fuerza
de días, hasta que llegue otro problema y los quite de delante”
(“España estancada”, Arriba, 21-marzo-1935).
De las elecciones de 1936 al Frente Popular
La
inmensa mayoría de políticos izquierdistas que integraron el Frente
Popular con vistas a dichas elecciones preconizaba la acción directa y
enarbolaban la misma bandera de la revolución de Asturias; por ello,
nada tiene de extraño el hecho de que, con ocasión de la convocatoria,
se concertaran para utilizar los cauces democráticos del sufragio
universal y al propio tiempo actuar con métodos radicales que habían de
provocar un ambiente de violencia que retrajera de las urnas a numerosas
personas.
En definitiva, lo que se trataba era de asaltar el
Poder utilizando todos los medios para lograr con el fraude, la
violencia y el amaño, la mayoría que, como era previsible, el cuerpo
electoral había de negarles.
El proceso que llevó al Frente
Popular desde un ajustado resultado electoral a redondear una mayoría en
las Cámaras tuvo su culminación con la ilegal destitución del
Presidente de la República y su sustitución por Manuel Azaña. Durante
los meses que transcurren entre febrero y julio de 1936 se asiste al
desmantelamiento del Estado de Derecho con manifestaciones como la
amnistía otorgada por decreto-ley, la obligación de readmitir a los
despedidos por su participación en actos de violencia político-social,
el restablecimiento al frente de la Generalidad de Cataluña de los que
habían protagonizado el golpe de 1934, las expropiaciones
anticonstitucionales, el retorno a las arbitrariedades de los jurados
mixtos, las coacciones al poder judicial... Al tiempo, actuaban con toda
impunidad los activistas del Frente Popular protagonizando hechos que,
una y otra vez, fueron denunciados en el Parlamento sin recibir otra
respuesta que amenazas como las proferidas contra Calvo Sotelo, sacado
de su domicilio asesinado poco después por un piquete compuesto por
miembros de las fuerzas de orden público y elementos civiles vinculados
al Partido Socialista.
Ángel Ossorio y Gallardo, un colaborador
ilustre del Frente Popular definía en el estado de cosas vigente en los
siguientes términos:
“A estas horas ―hablemos claro,
aunque nos duela―, ni el Gobierno, ni el Parlamento, ni el Frente
Popular significan en España nada. No mandan ellos. Mandan los
inspiradores de las huelgas inconcebibles; los asesinos a sueldo y los
que pagan el sueldo a los asesinos; los mozallones que saquean los
automóviles en las carreteras; los que tienen la pistola como
razonamiento… ¿hay alguien contento, o siquiera conforme, con tal estado
de cosas? Nadie. Ninguno sabe lo que va a pasar aquí, ni presume quién
sacará el fruto de la anárquica siembra” (La Vanguardia, Barcelona,
19-junio-1936).
Y los socialistas pedían desde
Claridad:
“Si
el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga, cuanto
antes, la dictadura del Frente Popular. Es la consecuencia lógica e
histórica del discurso de Gil Robles. Dictadura por dictadura, la de las
izquierdas ¿No quiere el Gobierno? Pues sustitúyale un Gobierno
dictatorial de izquierdas [...] ¿No quiere la paz civil? Pues sea la
guerra civil a fondo [...] Todo menos el retorno de las derechas.
Octubre fue su última carta y no la volveremos a jugar más”.
La
dictadura del Frente Popular y la Guerra Civil. Faltaban apenas unos
meses para que los españoles pudieran comprobar que las amenazas del
Partido Socialista Obrero Español no eran en vano.
En conclusión,
lejos de entender lo ocurrido desde el 16 de febrero de 1936 como la
consecuencia de una victoria electoral de las izquierdas, hay que hablar
de un proceso de ocupación del poder por parte del Frente Popular. A
partir del Alzamiento Nacional de julio de 1936, la “completa implosión
política de un sistema” significó la liquidación de los restos de
legalidad que sobrevivían a la ofensiva revolucionaria iniciada en
febrero.
En realidad, lo ocurrido en la retaguardia
frentepopulista a partir del comienzo de la guerra se había incoado en
los meses anteriores, la diferencia radica en que, desde el 18 de julio,
se entra en un momento distinto del proceso al sacudirse las
organizaciones revolucionarias la relativa tutela que el Gobierno
republicano venía ejerciendo.
La táctica utilizada hasta entonces pretendía desembocar en la nueva
situación a partir de un deterioro progresivo de las condiciones
socio-políticas que se estaba logrando mediante la actividad violenta;
ahora los revolucionarios pueden actuar sin traba alguna, es decir sin
las escasas limitaciones que les imponía su colaboración con un Gobierno
que dependía de ellos para sostenerse en el poder.