Evangelio Dominical
I. Escuchamos en este Domingo (XXVI del Tiempo Ordinario; Ciclo A: Mt 21, 28-32) la primera de las tres parábolas pronunciadas por Jesús el Lunes Santo, ante un auditorio en el que se mezclan los que deseaban escuchar su palabra y una comisión del Sanedrín que había acudido a pedirle cuentas por su actuación («¿Con qué autoridad haces esto y quién te ha dado ese poder?» v. 23).
Jesús les reduce al silencio apelando al origen divino del bautismo de Juan y continúa: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos…» (v. 28). Y así empieza la serie de parábolas que contienen el trágico misterio de la reprobación del pueblo de Dios y el llamamiento de otros pueblos que habíamos de venir a ocupar su puesto.
Un padre tiene dos hijos y los envía a trabajar en su viña. Uno responde: voy enseguida; y luego no va. Otro contesta: no quiero, más se arrepiente y va. Éste es el que hace la voluntad del padre y será premiado. El segundo hijo representa al pueblo gentil y aquel otro a los judíos.
Aplicándola a nuestra vida cristiana, la parábola de hoy nos enseña que no bastan las buenas intenciones, Han de ir acompañadas de las obras. El primero de los dos hijos es el tipo de los que honran a Dios con los labios, pero cuyo corazón está lejos de Él; el segundo es el hombre que se arrepiente y se salva. No basta decir: voy Señor, si luego no se va. El seguimiento de Jesucristo comprende el cumplir los mandamientos.
"Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?" Al joven que le hace esta pregunta, Jesús responde primero invocando la necesidad de reconocer a Dios como "el único Bueno", como el Bien por excelencia y como la fuente de todo bien. Luego Jesús le declara: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos". Y cita a su interlocutor los preceptos que se refieren al amor del prójimo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre". Finalmente, Jesús resume estos mandamientos de una manera positiva: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo"» (CATIC, 2052).
II. Los mandamientos de la Ley de Dios tienen este nombre porque el mismo Dios los ha impreso en el alma de todo hombre, los promulgó en la antigua Ley sobre el monte Sinaí, grabados en dos tablas de piedra, y Jesucristo los ha confirmado en la Ley nueva. Los tres primeros mandamientos miran directamente a Dios y a los deberes que con El tenemos. Los restantes miran al prójimo y a los deberes que tenemos con él.
Estamos obligados a guardar los mandamientos, porque todos hemos de vivir según la voluntad de Dios, que nos ha creado, y basta quebrantar gravemente uno solo para merecer el infierno. Está en nuestro poder guardar estos mandamientos con la gracia de Dios, quien siempre está pronto a darla a quien debidamente se la pide (Cfr. Catecismo Mayor).
III. Además de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, el cristiano debe poner en práctica los deberes del propio estado y los consejos evangélicos.
a) Por deberes del propio estado se entienden aquellas obligaciones particulares que tiene cada uno por razón de su estado, condición y oficio. Dios mismos es quien ha impuesto a los varios estados sus particulares deberes, porque éstos se derivan de los divinos mandamientos. Así por ejemplo los deberes de fidelidad, justicia, sinceridad y equidad que hay que ejercer un muchas ocupaciones profesionales, se derivan del séptimo, octavo y décimo mandamientos, que prohíbe todo fraude, injusticia, negligencia y doblez.
b) Los consejos evangélicos son algunos medios propuestos por Jesucristo en el Santo Evangelio para llegar a la perfección cristiana. Son pobreza voluntaria, castidad perpetua y obediencia en todo lo que no fuere pecado.
Los consejos evangélicos sirven para facilitar la guarda de los mandamientos y asegurar mejor la eterna salvación porque nos ayudan a desasir el corazón del amor a la riqueza, de los placeres y de las honras, y de esta manera nos desvían del pecado (Cfr. Catecismo Mayor).
Decir y no hacer es lo que Jesús denuncia en la parábola. Decir y hacer es adherirse a Jesucristo y seguir el camino de los mandamientos sintetizados en el doble precepto del amor. El amor a Dios, y el verdadero amor al prójimo, se alimentan en la oración y en los sacramentos, en la lucha constante por superar nuestros pecados. Al recibir al Señor en la Eucaristía, le pedimos que –como la Virgen María- hagamos de nuestra vida un continuo sí, en obediencia a su voluntad y a su divina Ley.
Ángel David Martín Rubio |