«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

miércoles, 27 de mayo de 2009

MIRANDO AL PASADO Y AL FUTURO



Tras diez meses de trámite, el Congreso de los Diputados aprobaba el 6 de octubre de 1983 la ley despenalizadora del aborto en los términos planteados por el Partido Socialista. Aunque algunos siguen sosteniendo que la Constitución española defiende el derecho a la vida y que dicha despenalización no pone en entredicho la consideración del aborto como un mal que evitar, lo cierto es que el entonces ministro de Justicia Fernando Ledesma presentó ante la Cámara una serie de fundamentos compendiados en diez razones que fueron llamados el Decálogo del Gobierno. Entre ellos figura «el derecho inviolable, inherente a la libertad de la persona de disponer libremente de su cuerpo». El propio enunciado indica que estamos ante un derecho que se pretende absoluto en coherencia con el cual el ministro anunció también «una política criminal y social para asegurar la despenalización y disponibilidad de anticonceptivos» seguida de «una política de educación sexual y de información en materia de planificación familiar y distribución de medios anticonceptivos que permita el derecho a la disposición del cuerpo» (cfr. Ya, Madrid, 26-febrero-1983).
De acuerdo con estos principios se consideraba que el niño no nacido forma parte del cuerpo de la madre y ésta dispone de un derecho ilimitado a disponer de él. A este razonamiento responde la ley refrendada por el Congreso, aprobada por el Senado el 30 de noviembre del mismo año y ligeramente modificada tras pasar por el Tribunal Constitucional. El 5 de julio de 1985 el texto recibía la sanción real y sigue todavía en vigor bajo gobiernos en mayoría y en coalición tanto del Partido Socialista como del Partido Popular. Resulta curioso y lamentable como, ante el anuncio de una inminente ampliación de los términos de la ley indicada, el centro-derecha se ha posicionado en la más estricta defensa de los supuestos planteados en la década de los ochenta, suponemos que hasta que el paso del tiempo les vuelva paladines en la conservación de lo que hoy postulan los más radicales defensores de la cultura de la muerte.
Mucho se discutió en esos días sobre la irresponsabilidad jurídica del Rey y esperamos que no sea éste un debate cerrado. Pensamos que no es posible obviarlo porque el tema trasciende la esfera del Derecho Constitucional para situarse también en los límites del Derecho Natural y del Canónico; éste último porque precisa penas concretas para el delito de aborto y todos aquellos que cooperan a él y la propia racionalidad de las cosas porque la sanción real es un acto humano y no mecánico y por su propia naturaleza el hombre es responsable de sus actos.
Observaremos también con atención la posición de la Iglesia ante esta querella confiando en que no se repita la triste actuación de aquellos años en que se recordó la doctrina pero evitando la polémica y paralizando la movilización clara e inequívoca de los católicos. El entonces presidente de la Conferencia Episcopal, Díaz Merchán, pidió «que la discrepancia en esta materia no se extrapole a otras áreas de la convivencia» (ABC, Madrid, 27-enero-1983) y El País informaba, sin ser desmentido: «El Gabinete ha obtenido garantías de que la fuerte oposición católica al aborto no significará la descalificación global de la Administración socialista» (31-enero-1983). Poco después el mismo periódico recogía unas declaraciones del presidente de la Conferencia Episcopal en las que afirmaba que muchos cristianos han votado al PSOE pero ello no significa una aceptación íntegra de su programa ni del aborto, y agregaba: «No creo que el católico tenga forzosamente que recluirse en partidos de derechas, porque los partidos de derechas presentan también inconvenientes a la conciencia cristiana» (El País, Madrid, 20-febrero-1983), afirmación esta última que no se entiende como una crítica a los postulados liberales y laicistas asumidos por la derecha democrática sino como un respaldo al apoyo recibido por los socialistas desde sectores oficialmente católicos. Para el Obispo auxiliar de Madrid José Manuel Estepa: «La Iglesia debe proclamar su punto de vista y llamar a la conciencia de los católicos. Nada más; no se trata de levantar ninguna lucha contra el Gobierno» (Ya, Madrid, 28-enero-1983) y, de dar crédito a las declaraciones recogidas por El País, el también Obispo Alberto Iniesta habría afirmado: «Estaríamos deseando encontrar argumentos científicos y objetivos que nos pudieran demostrar que allí [en el óvulo recién fecundado] no hay vida humana en grado alguno» (18-enero-1983).
Únicamente el Obispo de Cuenca, Monseñor Guerra Campos, se destacó por la precisión de los argumentos teológicos, morales y canónicos, especialmente en sus dos cartas pastorales sobre el tema en las que señalaba la responsabilidad de las autoridades concentrada en los autores de la ley («a saber: a) El presidente del Gobierno y su Consejo de Ministros; b) los parlamentarios que la voten; c) el jefe del Estado que la sancione») y las raíces de la legalización del crimen en una Constitución gravemente cuestionable desde el punto de vista moral: «El gran problema es que, si la Constitución, en su concreta aplicación jurídica, permite dar muerte a algunos, resulta evidente que, no sólo los gobernantes, sino la misma ley fundamental deja sin protección a los más débiles e inocentes. (Y a propósito: ¿tienen algo que decirnos los gobernantes, más o menos respaldados por clérigos, que en su día engañaron al pueblo, solicitando su voto con la seguridad de que la Constitución no permitía el aborto? Y digan lo que digan, ¿va a impedir eso la matanza que se ha legalizado?)» (Pastoral del 13-julio-1985). Terminaba recordando don José Guerra que ninguna autoridad de la Iglesia puede modificar la culpabilidad moral ni la malicia del escándalo:

«A veces, se pretende eludir las responsabilidades más altas como si la
intervención de los Poderes públicos se redujese a hacer de testigos,
registradores o notarios de la «voluntad popular». Ellos verán. A Dios no se le engaña. Lo cierto es que, por ejemplo, el Jefe del Estado, al promulgar la ley a los españoles, no dice: «doy fe». Dice expresamente: «MANDO a todos los españoles que la guarden».
Los que han implantado la ley del aborto son
autores conscientes y contumaces de lo que el Papa califica de «gravísima
violación del orden moral», con toda su carga de nocividad y de escándalo
social. Vean los católicos implicados si les alcanza el canon 915, que excluye
de la Comunión a los que persisten en «manifiesto pecado grave». ¿De veras pueden alegar alguna eximente que los libre de culpa en su decisiva cooperación al mal? ¿La hay? Si la hubiere, sería excepcionalísima y, en todo caso, transitoria. Y piensen que los representantes de la Iglesia no pueden degradar su ministerio elevando a comunicación in sacris la mera relación social o diplomática.
La regla general es clara. Los católicos que en cargo público,
con leyes o actos de gobierno, promueven o facilitan —y, en todo caso, protegen jurídicamente— la comisión del crimen del aborto, no podrán escapar a la calificación moral de pecadores públicos. Como tales habrán de ser tratados —particularmente en el uso de los Sacramentos—, mientras no reparen según su potestad el gravísimo daño y escándalo producidos».

Mirando al pasado, confiemos en que sean éstas las enseñanzas sostenidas y recordadas en la nueva ofensiva que estamos sufriendo. Y que los postulados en ellas explicitados sean acogidos hasta las últimas consecuencias.

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martes, 26 de mayo de 2009

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: La persecución religiosa en la España contemporánea II. Relaciones Iglesia-Estado en la España liberal-revolucionaria



NUMERO 7. HISTORIA DE LA DEMOCRACIA
Año II, Abril-Junio de 2009.
INDICE

7.1. Magíster vitae: Miss California y una breve historia de la Democracia (pp. 2-3)
7.2. La Democracia popular vista por el comunismo,
por Esteban de Castilla (pp. 4-5).
7.3. La sociedad sin Estado. Ecos de la democracia industrial británica,
por Sergio Fernández Riquelme (pp. 6-16)
7.4. “Los falsos dogmas”.
Por Víctor Pradera (pp. 17-24).
7.5. ¿Es eterna la democracia liberal?. Algunas opiniones al respecto,
por Pedro C. González Cuevas (pp. 25-43).
7.6. De la separación de poderes,
por Miguel Angel Dato (pp. 44-46).
7.7. Democracia y matrimonio en Chesterton: el valor supremo de la Familia,
por Sebastían Dueñas (pp. 47-48).
7.8. Cultura y pasado. El concepto de Historia en Johan Huizinga,
por Sergio Fernández Riquelme (pp. 49-52).
7.9. La persecución religiosa en la España contemporánea II. Relaciones Iglesia-Estado en la España liberal-revolucionaria,
por A.D. Martín Rubio (pp. 53-63).
7.10. Un libro ejemplar. La democracia en treinta lecciones,
de Giovanni Sartori (p. 64).

Pulse sobre este enlace para leer artículo en La Razón Histórica

martes, 19 de mayo de 2009

DIÁLOGO ENTRE RELIGIONES: ¿DIÁLOGO DE SORDOS?



Para saber de qué se está hablando cuando se fomenta el diálogo interreligioso desde personas o instituciones materialmente vinculadas a la Iglesia Católica conviene precisar que algunas instancias se plantean como objetivo la búsqueda de un terreno común que podría situarse en la aceptación de las libertades y los derechos humanos.
El liberalismo se concibe, de esta manera, como el lugar de una posible convergencia para católicos, miembros de otras religiones y no creyentes. Los primeros lo verían como una especie de cristianismo secularizado y despojado de malentendidos dogmáticos. Entre los seguidores de otros credos e incluso entre los ateos no debería provocar objeciones ya que, a fuerza de ser coherentes con la ideología liberal, se habría renunciado a cualquier fundamentación del orden temporal en la revelación instalándose en una sana laicidad. Ahora bien al confrontar las condenas del Magisterio de la Iglesia con esta concepción de una esencia del liberalismo arraigada «en la imagen cristiana de Dios» ¿cómo resulta posible hablar de continuidad en la Tradición sin que se trate de un mero juego de palabras?
Resulta curioso que mientras judíos y musulmanes siguen instalados en un terreno que se define como “fundamentalista” sean, al mismo tiempo, objeto de continuos reclamos por parte de instancias oficialmente católicas para sumarse a este proyecto de auto-demolición religiosa emprendido en Occidente. Sin embargo parece difícil que puedan asumir las formas del liberalismo pueblos sin la tradición filosófica y cultural del mundo europeo y americano; dar el salto de la Edad Media a la Contemporánea sin pasar por el Nominalismo, la Reforma, el Racionalismo y la Ilustración sería un ejercicio de importación que resulta poco previsible, al menos que los useños logren imponer su colonización cultural, política y económica al resto del mundo. Por eso, el liberalismo parece reservado para el diálogo con el mundo no creyente o para elementos islámicos que se mueven en lugares donde, todavía, son minoría.
Pero, con independencia del terreno en que se sitúe, hay una cuestión previa que permite augurar poco éxito a un diálogo así planteado. La misión de la Iglesia es predicar y convertir a los hombres a la verdadera fe para ponerlos en el camino de la salvación y todo ello siguiendo un mandato irrenunciable de su fundador: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 15-16). El concepto de religión verdadera y la propia naturaleza de la Iglesia repugnan a las ideas de libertades y derechos humanos autónomos promovidos por las ideologías modernas hasta tal punto que si la Iglesia no hace una renuncia explícita al objetivo de lograr la conversión del oponente, la iniciativa parecerá poco asumible para éste. Pero hacer tal cosa equivaldría a una apostasía de su misión que, de momento, parece situarse únicamente en el terreno de la práctica y no en el de las declaraciones teóricas. Por eso convendría que alguien desmintiese las informaciones difundidas por los medios de comunicación israelíes que citan al rabino jefe ashkenazi Yona Metzger con ocasión de su discurso de bienvenida a Benedicto XVI: «Con su histórico acuerdo y compromiso dado por el Vaticano, de que la Iglesia desistirá de aquí en adelante de todas las actividades misioneras y de conversión entre nuestro pueblo. Esto es, para nosotros, un mensaje inmensamente importante», asegura el “Jerusalem Post”.
Y no soluciona la cuestión decir que el diálogo se sitúa exclusivamente en el terreno cultural prescindiendo del núcleo dogmático. En principio porque de distintas creencias religiosas se derivan distintas formas de civilización en ninguna medida homologables y, sobre todo, porque no parece posible discutir acerca de dichas consecuencias para llegar a una “corrección mutua” sin cuestionar ni relativizar las opciones religiosas de fondo de las que proceden.

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martes, 12 de mayo de 2009

DESHACIENDO MALENTENDIDOS



Con frecuencia se tiende a relativizar las verdades de Fe hasta el punto de considerarlas simples sutilezas, juegos de palabras o coartada de intereses temporales cuya superación es necesaria para edificar un mundo aparentemente en paz.
De esta manera, los conflictos de antaño darían paso al solapamiento de grupos humanos indiferenciados en lo religioso y, como consecuencia, en lo cultural. Bajo diversas formas (cristianismo, judaísmo, islamismo…) los hombres vendrían a convivir conservando formas rituales exteriores pero compartiendo un discurso antropocéntrico al que habrían quedado reducidas lo que antes parecían divergencias dogmáticas. Por otra parte, como las sociedades modernas han renunciado a cualquier fundamentación del orden social sobre las verdades reveladas, la supervivencia de hombres anclados en las formas religiosas del pasado no debería plantear mayores problemas de convivencia con aquellos otros que ya han renunciado a cualquier referencia religiosa, referencias cuyo ámbito todos estarían de acuerdo en relegar a un terreno puramente individual. De ahí afirmaciones del género “yo no soy partidario del aborto pero no puedo imponer mis ideas a los demás”.
Este escenario que parece imponerse de manera irremediable, no podrá consolidarse aunque cuente con respaldos poderosos y se vea promovido por propuestas como la “alianza de civilizaciones” o por el discurso de determinados líderes religiosos, sobre todo los procedentes del catolicismo. A diferencia de lo que ocurre con otras religiones (como la musulmana o la judía) que siguen fundamentando la ordenación sociopolítica en los países en que han sido impuestas, el cristianismo ha desaparecido como fundamento consciente de cualquiera de las naciones que formaron la Cristiandad al tiempo que desde el Vaticano se han promovido formas pseudo-litúrgicas de contenido sincrético; preludio tal vez del culto humanista del mañana. El rito aberrante de una “oración” alrededor de un árbol protagonizado por hombres y mujeres de distintas creencias se ha practicado hasta en las diócesis más apartadas del mundo y es un ejemplo práctico de esta supra-religión en la que resultan irrelevantes los contenidos dogmáticos.
El fracaso de este camino hacia ninguna parte se puede vaticinar sin temor a errar porque olvida dos cosas:
1. Que las creencias religiosas no son homologables ni asimilables entre sí. De la propia existencia de una diversidad de religiones con contenidos muchas veces incompatibles se deduce que no todas pueden ser verdaderas. Sostener que ninguna de las religiones puede responder a una revelación objetiva resulta menos ilógico que postular que todas ellas lo hacen aunque sea en grados diferentes. A mi juicio resulta más coherente, aunque no por ello acertado, negarse a dar el salto en el vacío que supone el acto de fe que, una vez, dado admitir que pueda tener por objeto afirmaciones contradictorias.
2. Por su propia naturaleza, no puede haber comunidad humana sin fundamento religioso. Una agrupación de hombres sin tal fundamento nunca sería una “comunidad” en el sentido en que la define el sociólogo Ferdinand Tönnies: como voluntad orgánica cimentada en un sobre-ti comunitario (una fe, un imperativo raíz), en la que el todo es antes que las partes y el pensamiento se halla envuelto por una voluntad y dotado de un sentido axiológico. Para el conde de Maistre, toda sociedad histórica es ante todo comunión de valores, convicciones y sentimientos. Y la naturaleza de esa comunidad y de esa fe vinculadora es, siempre y universalmente religiosa.
La superioridad de la comunidad histórica fundamentada en la revelación católica contrasta con la soberbia que el mundo moderno emplea para juzgar y condenar el pasado de la Cristiandad silenciando su propia tragedia que cabalga sobre millones de cadáveres: desde la guillotina al Gulag para desembocar en el suicidio vital de Occidente.
Tan absurdo es edificar un mundo sin Dios como hacerlo sobre una abstracción sincrética de religiones basada en afirmaciones del género “adoramos al mismo dios”. No es posible la Paz difuminando la firmeza de la adhesión a la verdad revelada. La institución fundada por el mismo Dios no puede olvidar que ha sido creada para guardar dicha verdad inalterable y para que la humanidad, regenerada en su seno, edifique la ciudad terrena como lugar de tránsito hacia la definitiva Ciudad de Dios.


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lunes, 4 de mayo de 2009

EL BUEN PASTOR


La Liturgia del tiempo de Pascua nos presenta la figura de Cristo Buen Pastor como expresión del amor universal de Cristo hacia su Iglesia. Ya en su predicación, Jesús anuncia que el reino de su Iglesia será como un rebaño cuyo pastor es Él mismo; los cristianos le pertenecen, los guarda celosamente y es para ellos fuente de vida y salvación: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán para siempre; nadie puede arrebatármelas» (Jn 10, 27-28). Subió Cristo a los cielos pero dejó otros pastores visibles que en nombre suyo apacentarán la grey de la Iglesia: el Papa, los obispos, los sacerdotes. Cada uno de ellos ha de ser pastor bueno como Jesucristo y vivir adornado de las mismas cualidades que Él nos enseña. La parábola del Buen Pastor nos recuerda a cada uno nuestra obligación: a los fieles la de ser dóciles y fieles a la voz del Buen Pastor y de los pastores; a los pastores, nuestro deber de apacentar el rebaño que Dios nos ha confiado y de hacerlo como Dios quiere: (cfr. 1Pe 5, 1-4).
En contraste con la voluntad de su fundador, en la Iglesia de nuestro tiempo se ha introducido la confusión doctrinal. No solo porque circulan con ligereza opiniones dispares sino porque falta la orientación de no pocos pastores. Desde los más diversos ámbitos se presentan como doctrina de la Iglesia ideas y prácticas contrarias a la misma. Por ello el Papa Pablo VI afirmaba que «el pueblo cristiano por sí mismo debe inmunizarse y fortalecerse» (3-diciembre-1969). Pero se trata de defensa de la fe, no de posturas subjetivas arbitrarias y es necesario actuar guiados por criterios o normas superiores que nos dan la orientación auténtica de la jerarquía de la Iglesia, de los buenos pastores. Podemos sintetizar esas normas en dos criterios que fueron expuestos con toda claridad en la década de los setenta por el Obispo don José Guerra Campos en su popular programa de Televisión El Octavo día:
1.Todos debemos conocer las verdades de fe ya formuladas. Cuando el Magisterio de la Iglesia universal (el Papa o el cuerpo de los obispos en comunión con él) propone de forma definitiva la doctrina de la fe y la moral, sus afirmaciones son inmutables. Nosotros encontramos esas verdades ya formuladas en el Credo, en las profesiones de fe, en los catecismos autorizados... Nadie puede sustituir ni suprimir una sola verdad de fe no uno solo de los principios morales así definidos. Decía el mismo apóstol S.Pablo: «Pues sea maldito cualquiera –yo, o incluso un ángel del cielo- que os anuncie un Evangelio distinto del que yo os anuncié. Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido ¡caiga sobre él la maldición!» (Gal 1, 8-9).
2.Las normas de disciplina pueden variar pero solo por decisión de la autoridad de la Iglesia. La obediencia a las normas vigentes es voluntad de Dios y preserva la libertad contra las arbitrariedades. Así, el Concilio Vaticano II dejó establecido que «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia» (
Sacrosanctum Concilium 22). En algún caso, además, (como en la Eucaristía o la Confesión) el cumplimiento de las normas condiciona la validez de los Sacramentos y ningún sacerdote ni otro fiel se atreverá a infringirlas si conserva la fe en el misterio de salvación que es la Iglesia.
«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre. No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas» (Heb 13, 8-9). Las verdades de la fe –la doctrina católica- nos dicen lo que Cristo es y lo que Cristo hace. Por eso no puede ser buen cristiano el que no ama, sostiene y defiende dichas verdades.

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