El Santo Evangelio de este Domingo (XXV del Tiempo Ordinario; Ciclo A: Mt 20, 1-16) compara el Reino de los Cielos con un padre de familia que, a distintas horas del día, contrató a obreros para trabajar en su viña. Al final de la jornada pagó a todos la misma cantidad que había acordado con ellos, con independencia del tiempo que hubieran trabajado.
Además de la de hoy, son varias las parábolas del Evangelio en la que se utiliza como elemento de comparación una viña: la de los dos hijos enviados a trabajar (Mt 21, 28-32) y la de los viñadores homicidas (Mt 21, 33-46).
Las tres pertenecen a lo que se llaman parábolas históricas porque ilustran un episodio de la historia sagrada mediante la presentación del Reino de los cielos bajo la imagen de una viña. Pero reciben también el nombre de parábolas de la reprobación porque la imagen de la viña sirve para expresar la predilección de Dios por Israel y la mala correspondencia de este pueblo, la infidelidad de los judíos a su vocación y la elección por parte de Dios de un nuevo pueblo que será la Iglesia.
Dios hizo depositario de la promesa de salvación mesiánica al pueblo elegido mediante una Alianza, cuyos compromisos los judíos no cumplieron a lo largo de muchos siglos, a pesar de las continuas invitaciones que Dios les hizo a través de los profetas. La parte leal y noble de Israel rogó, sufrió y perseveró en medio de las circunstancias más difíciles. Y Dios cumplió todos sus compromisos: sensible, según su promesa, a las súplicas constantes de este pueblo, el Señor le envía el Mesías, conforme a la imagen trazada en sus menores detalles por las predicciones de los Profetas. Pero los herederos de la promesa histórica le van a dar muerte de cruz. La muerte de Jesús supone la reprobación de Israel como pueblo elegido de la que da fe la destrucción de Jerusalén el año 70: «Así, los últimos serán primeros, y los primeros, últimos» (Mt 20, 16) «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de los cielos, y se dará a un pueblo que produzca sus frutos» (Mt 21, 43) (Cfr. Salvador Muñoz Iglesias, Año Litúrgico, ciclo A, Domingo XXVII del Tiempo Ordinario).
La interpretación histórica de la parábola de los viñadores no impide que nosotros hoy la apliquemos a nuestra propia vida cristiana.
I. La principal enseñanza que se nos da en esta parábola es que Dios actúa con la más completa libertad en el reparto de sus gracias.
Tiene un amor de predilección por algunas almas que le lleva a usar de mayor bondad y misericordia con unos, sin dejar de usarla con otros. Él distribuye las predilecciones de su amor a quien quiere, como quiere y cuando quiere, sin que a nadie hagan agravio estas preferencias de su amor divino: «¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?».
Agradezcamos pues a Dios las preferencias que ha tenido por nosotros desde que nos eligió el día que vinimos a la existencia y recibimos el santo Bautismo. Pero no olvidemos que en el Juicio tendremos que darle cuenta de los beneficios y gracias que nos ha concedido.
II. Ahora bien, esta enseñanza debe completarse con otra que también se contiene en la parábola.
Todos recibieron la misma paga, los primeros y los últimos; de la misma manera que todo cristiano que muere en gracia de Dios entra en el cielo. Ahora bien, no podemos sacar de esto la consecuencia de es indiferente cómo hayamos vivido. En el cielo, como dijo el mismo Jesús, hay diferentes moradas. Por eso, al lado de la gracia hay que hablar del mérito, es decir del derecho a un premio sobrenatural como resultado de una obra sobrenaturalmente buena, hecha libremente por amor de Dios, y de una promesa divina que es la garantía del mismo.
La parábola nos enseña que nuestro mérito no se funda en nuestras obras en sí, sino en la unión de esas obras con los méritos infinitos de Jesucristo y con la promesa divina de darnos por ellas un premio sobrenatural: lo que llamamos el Cielo. Poco valen, en efecto nuestras obras, pero, en eso radica la grandeza de la vida cristiana: ayudados de la divina gracia, somos capaces de practicar unas obras que, unidas a los méritos de Jesucristo, llevan unida la promesa de un gran premio que confiamos alcanzar. Ese es precisamente el objeto de la virtud teologal de la Esperanza.
Trabajemos pues en esta vida para que nuestra gloria sea grande en el Cielo. Oremos con fervor, que la oración atrae la gracia de Dios. Y así, en el Cielo, estaremos más cerca de la Virgen María y de la Santísima Trinidad.
Ángel David Martín Rubio |