Que el nacionalismo –emoción fanática, no idea anclada en lo racional- vive de sus propios mitos y se va retroalimentando de ese alimento polvoriento y sobradamente caducado es cosa sabida; que los cucos, los aprovechados y los chamarileros saben manipularlo a las mil maravillas, también. Lo malo es que muchos de los que no están contagiados por ese virus letal confunden serenidad con indiferencia. Si, en el ámbito de lo personal, evita enconos y sobresaltos, en lo colectivo y en lo histórico roza el delito de no prestar la ayuda necesaria al otro o el pecado de la omisión. En todo caso, cerrar los ojos y los oídos y abdicar de cualquier esfuerzo ante el riesgo separatista es una clara demostración de insolidaridad y de egoísmo, y, en definitiva, de complicidad.
Así, no parece suscitar graves preocupaciones entre muchos ciudadanos españoles la clarísima incitación a la sedición que se está produciendo en Cataluña. Unos lo despachan con la estúpida generalización de “esos catalanes…”, como si fuera atribuible a todo un cuerpo social y a todo un pedazo de España la sinrazón de un sector de ella, o como si un organismo tuviera la culpa de adolecer de una enfermedad infecciosa; con este desprecio, están contribuyendo a la causa separatista, al redoblar su victimismo y volver desdeñosamente la espalda a quienes se oponen a ella. Son, por lo tanto, cómplices.
Otros se limitan a confiar en los resortes legales y jurídicos, en clara dejación de una responsabilidad que atañe a todos los españoles; finalmente, otros –cuyo porcentaje no me atrevo a cuantificar- no verían absurdo que España se hiciera trozos, si la operación de suicidio se acometiera con todas las “garantías democráticos” y sin el menor atisbo de violencia. En ambos casos, no es tampoco ocioso hablar de complicidad.
Puede haber, incluso, dentro de esta última postura, quienes, impelidos por la ignorancia o por un altísimo grado de desinterés, hicieran en juego a las trampas lingüísticas del separatismo, que, en orden a la mitología mencionada, ha transformado la palabra “sucesión” –excusa conmemorativa de los 300 años de una guerra civil- en “secesión”; no advierten estos cómplices que no se trata ahora de ninguna querella dinástica, ni siquiera de apetencias, más o menos legítimas, entre formas de gobierno monárquicas o republicanas, ni de problemas de justicia social, sino de algo que afecta al propio ser y existir de España. En esta línea, cabe denunciar el alineamiento pro-separatista de una supuesta extrema izquierda; es dudoso analizar si, en su irracionalidad, también se han dejado atrapar por los mitos o si su complicidad es mayor, al hacerse eco de los que se han aprovechado de la credulidad sentimental de las masas para sus oscuros negocios particulares.
Entiendo que la respuesta unánime debiera ser otra muy distinta y alejada de las complicidades. Al resto secesionista habría que oponer una resuelta actitud de patriotismo que consistiría en dar fe de un amor a Cataluña y a todas las regiones españoles, más acrecentado cuanto más se haya extendido la enfermedad del separatismo. En lugar de cerrar ojos y oídos ante el reto, en lugar de esperar a que sean otros quienes pongan remedios, en lugar de la indiferencia o de la complicidad consciente o inconsciente, es preciso un clamor que se manifieste en el debate, en el diálogo, en la reflexión y en la afirmación rotunda en tertulias, aulas y talleres, a favor de la supervivencia de España en su más armoniosa unidad.
Manuel Parra Celaya |