«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

viernes, 15 de febrero de 2013

Centenario de Menéndez Pelayo

Madrid, 3 de diciembre de 2012. Instituto CEU de Estudios Históricos. Intervenciones de José Miguel Gambra ( Polémica sobre la filosofía y la cultura española), Ángel David Martín Rubio (Historia de los heterodoxos) y Juan Manuel de Prada (Historia de las Ideas estéticas).
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Editorial de TD: Ante la renuncia de Benedicto XVI


En Tradición Digital hemos acogido la renuncia al Sumo Pontificado de Benedicto XVI con un respeto que queremos sea coherente con la línea editorial que venimos marcando desde nuestros orígenes.

Nos abstenemos de juzgar las razones que han llevado al Papa a tomar esa decisión, pero no podemos permanecer al margen de la realidad ni negar su trascendencia. Por eso no compartimos las reacciones a medio camino entre el entusiasmo y el sentimentalismo. Y nos causa estupor la unánime aceptación elogiosa que el hecho ha provocado entre los enemigos de la Iglesia.

Otra cosa es el balance que ya podemos empezar a hacer de un papado que se inició con prometedoras perspectivas pero que ha quedado frustrado sin apenas decisiones positivas. Medidas ambiguas como el motu proprio Summorum Pontificum no compensan ni logran disipar las dudas que provocan la gestión de asuntos como las finanzas vaticanas, los escándalos del fundador de los Legionarios de Cristo y las filtraciones de documentos de la Curia romana. Ni siquiera el elevado nivel intelectual, unánimemente reconocido, del propio Ratzinger ha evitado malentendidos de tan pésimo efecto como el rectificado discurso de Ratisbona o la justificación del uso del preservativo. Por no hablar de la ausencia de cualquier medida efectiva en la dirección de la pregonada reforma de la reforma.

Especialmente triste para nosotros ha sido el absoluto silencio por parte de la Sede romana con ocasión de la ratificación por parte del Jefe del Estado de medidas legislativas como la ampliación de la despenalización del aborto. Dicho comportamiento incluso ha contado con el respaldo de los obispos españoles por boca del Secretario Portavoz de la Conferencia Episcopal. Tampoco hemos asistido a una renovación efectiva de un episcopado anclado en las peores prácticas posconciliares ni a una desautorización de las veleidades separatistas de buena parte de los obispos y el clero en determinadas regiones españolas.

En Tradición Digital nunca hemos pensado que Benedicto XVI estuviera dispuesto a un cambio de rumbo hacia lo tradicional. Los gestos aparentemente tomados en esa dirección, cabe interpretarlos desde diversas categorías pero todas ellas adquieren su verdadera dimensión a la luz de la nota manuscrita del Papa, entregada a Mons. Fellay en 2012 al poner fin a las conversaciones teológicas mantenidas entre representantes de la Hermandad San Pío X y la Congregación para la doctrina de la Fe. Allí se imponía la aceptación del Vaticano II y del magisterio posconciliar como única opción posible para integrar la obra de la Tradición en las instancias oficiales de la Iglesia.
No ignoramos que Joseph Ratzinger, entonces asesor teológico del cardenal Josef Frings, fue parte activa en la desviación del Concilio Vaticano II desde los planteamientos que habían sido delineados por la Curia Romana hacia las opciones fraguadas a orillas del Rhin por la Nueva Teología.

Por obra de hombres como Ratzinger, el Concilio dio paso a una auténtica revolución en la que fueron cuestionadas las verdades de fe, la práctica de la moral y la celebración litúrgica hasta extremos que han convertido a la Iglesia Católica en difícilmente reconocible para cualquiera que compare su situación actual con la anterior al evento conciliar.

No deja de ser sintomático que el cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II haya coincidido con una renuncia papal en unas circunstancias que no cuentan con ningún verdadero precedente en dos mil años de cristianismo. En el horizonte quedan las ruinas del proyecto de Ratzinger, incapaz de imponer una síntesis equidistante de la Tradición Católica y de los excesos revolucionarios. Y desoído por el mundo en su intento de reconciliar a la Iglesia con la modernidad, cerrando en falso la ruptura introducida por la Ilustración y el Liberalismo.

La renuncia de Benedicto XVI no levanta en nosotros oleadas de admiración, ni podemos calificarla de testimonio valiente. Nos produce una inmensa tristeza y nos tememos que dará paso a tiempos, si cabe, todavía más duros.

Aguardamos el próximo Cónclave con preocupación y con escasas esperanzas humanas porque sabemos que el mundo y la Iglesia mundanizada han visto con alegría el paso atrás de Ratzinger. Y apenas nos queda otra opción que pedir al Altísimo un milagro: el milagro de un Papa católico y valiente, que al proponerse restaurar todas las cosas en Cristo, apresure el retorno glorioso del Señor al precio del martirio de los suyos.

martes, 12 de febrero de 2013

¿Quién fue Gregorio XII?

Gregorio XII
La decisión sin precedentes de Benedicto XVI ha puesto de actualidad a Gregorio XII, aunque solo sea porque hasta ahora había sido el último Papa en renunciar a su alta dignidad. Aunque muchos llegan a situarlo en los siglos XIV y XIV, no todos saben que su autoridad fue discutida y que, si bien es cierto, que renunció al papado lo hizo en medio de unas circunstancias que no guardan ninguna relación con las que estamos viviendo en estos albores del siglo XXI.

Recordemos, brevemente, el tiempo en que vivió Gregorio XII y las circunstancias que le hicieron dar paso a la sucesión en la persona de Martín V.


Aviñón: Palacio papal
El Papado en Aviñón
A principios del siglo XIVla Iglesia había alcanzado éxito en tres procesos de importancia decisiva y que el historiador Luis Suárez sintetiza así:
  • El dogma estaba definido, ordenado y explicado, absorbiendo la herencia del pensamiento greco-latino y poniendo a la filosofía al servicio de una teología que buscaba hacerse comprensible a la razón.
  • Se había extendido prácticamente a todas partes la liturgia romana, atrayendo al pueblo fiel hacia hábitos religiosos que componían una norma de vida.
  • El papado estaba alcanzando una formulación de tipo monárquico a la vez universal y espiritual.
La gran obra de los Papas establecidos en Aviñón será continuar trabajando en el mismo sentido. Pero esta gran unidad contempló en el siglo XIV numerosos signos de contradicción que desembocaron en una división profunda de posturas: el Cisma de Occidente. Al mismo tiempo, la Iglesia empezaba a despertar corrientes de oposición entre las monarquías, los filósofos del inmanentismo y la vía moderna del nominalismo, los exaltados espirituales y reformadores enemigos de la jerarquía, y ciertos sectores del humanismo naciente que aspiraban a un mayor secularismo.

El sucesor de Bonifacio VIII, Clemente V (1305-1314) nunca llegó a ir a Roma y en 1309 traslada la corte papal a Aviñón (Francia, Provenza) que era un señorío de la Casa de Anjou, vasalla de la Santa Sede por el reino de Nápoles. Es posible que su estancia allí fuese planeada en principio como un breve paréntesis, pero la rápida desintegración de los Estados Pontificios y la anarquía que se apoderó de Roma, retrasaron sine dia el retorno.

Su sucesor, Juan XXII (1316-1334) había sido hasta entonces obispo de Aviñón y fijó su residencia en el propio palacio episcopal que fue ampliado para poder establecer en él los cada vez más complicados servicios de la Curia. Aquí vivieron también sus sucesores: Nicolás V (1328-1333), Benedicto XII (1334-1342), Clemente VI (1342-1352), Inocencio VI y Urbano V (1362-1370) quien, apoyado por el emperador Carlos IV hizo un viaje a Roma, pero, a instancias de los cardenales en su mayoría franceses, regresó a Aviñón. Por último, Gregorio XI (1370-1378) animado en su decisión por Santa Catalina de Siena, volvió a Roma donde falleció antes de poder adaptar el gobierno pontificio a la vida de la ciudad.


Vasari: alegoría del retorno a Roma de Gregorio IX


La doble elección y el Cisma de Occidente
El Cisma de Occidente, no puede ser visto como una especie de accidente fortuito, provocado por el mal entendimiento entre un Papa y sus cardenales, sino como la condensación de males de fondo que agitaban a la Iglesia.

A tal situación se llegó a raíz de la elección como sucesor de Gregorio XI de Urbano VI (1378-1389), primer italiano tras siete papas franceses que no tardaría en chocar con la mayoría francesa del Sacro Colegio. Finalmente, parte de los cardenales abandonaron Roma y, amparándose en que aquella elección habría tenido lugar bajo presiones, llevaron a cabo una nueva elección en la persona de un francés que tomaría el nombre de Clemente VII (1378-1394) y estableció su sede en Aviñón.
Desde este momento, cada uno de ellos tenía sus puntos de vista justificativos, sus partidarios, sus razones y sus intereses y, durante décadas, la cristiandad occidental quedará dividida por el cisma en dos obediencias: Roma y Aviñón. Francia, España, Chipre, Escocia y Nápoles, se adhirieron a Clemente VII y el resto de los países a Urbano VI. Cada uno de los cuales tendría su respectiva sucesión. Entre los cardenales que prestaron obediencia al Papa de Aviñón se encontraba el aragonés Pedro Martínez de Luna (1328-1423), elegido, a su vez como Papa a la muerte de Clemente VII (1394) con el nombre de Benedicto XIII.

«Durante el tiempo que Pedro Martínez de Luna rigió (primero como legado en España y Francia, y después como Papa) la Iglesia, hizo una gran cantidad de cosas que han permanecido y que forman uno de los elementos esenciales de la modernidad», ha señalado Luis Suárez. En realidad más que de modernidad deberíamos decir que los papas de Aviñón permanecieron fieles a la Cristiandad medieval que ya empezaba a declinar. Los países que, tras la reforma protestante, van a permanecer católicos obedecieron a Clemente VII y después a Benedicto XIII (los Papas de Aviñón) mientras que los que están a favor de Urbano VI (el Papa romano) son Inglaterra y Alemania, que después serán protestantes. Benedicto XIII, doctrinalmente, defendió lo que hoy sigue siendo la doctrina dela Iglesia porque sostenía frente a los nominalistas y conciliaristas, quela Iglesia no puede estar sometida al arbitrio de los poderes políticos.

No faltaron sin duda influencias de signo terreno pero la realidad es que la Cristiandad se encontró frente al hecho de la simultánea existencia de dos papas, cada uno de los cuales pretendía ser el legítimo vicario de Cristo. Y no sólo los príncipes y las naciones se dividieron entre las varias obediencias por motivaciones de orden temporal y político sino que esta incertidumbre alcanzó también a muchos espíritus profundamente religiosos, que obraban con indudable rectitud y movidos por un sincero afán de fidelidad a la Iglesia. Elsimple dato de que santos como Catalina de Siena y Vicente Ferrer militasen en contrapuestas obediencias es un indicio de hasta qué punto el Cisma había sembrado la confusión en las conciencias de los fieles. Para Eubel, autor de la famosísima Hierarchia catholica y uno de los mejores historiadores dela Iglesia, es un error considerar a Clemente VII y Benedicto XIII como antipapas; el Cisma creó tal género de división que ambas obediencias aparecieron equiparadas.

Por otra parte, Benedicto XIII murió convencido de la legitimidad de su causa. De ahí la expresión castellana: “mantenerse en sus trece”. Es cierto que no era esta la primera ocasión en que aparecía un antipapa pero otras vecesla Iglesia universal no había tenido serias dudas acerca de quién fuera el Papa legitimo, aun cuando, por diversas razones, alguna facción eclesiástica o el emperador hubieran reconocido un seudopontífice. Ahora la situación era distinta pues la legitimidad de uno u otro Papa dependía de la validez o invalidez, tan difíciles de comprobar, de la discutida elección de Urbano VI.

El final del Cisma y la reunión de la Cristiandad bajo un solo pastor fue durante todo este tiempo una aspiración en la mente de muchos pero la división se prolongaba y las nuevas elecciones papales celebradas en Roma y Aviñón parecían augurar un mantenimiento indefinido de la escisión. No dieron fruto las incontables soluciones propuestas para poner término a la disputa, pues las dos partes se mostraban irreductibles y en la práctica rehusaban cualquier efectivo acercamiento que preparase de algún modo la solución. Poco a poco, a medida que pasaban los años, se abrió camino la idea de que solamente un Concilio sería capaz de terminar con el Cisma. Es lo que ocurriría, de una manera muy compleja, en Constanza
Benedicto XIII: estatua en Peñíscola
La Vía Conciliar
En Roma, habían sucedido a Urbano VI, Bonifacio IX (1389-1404); Inocencio VII (1404-1406) y Gregorio XII (1406-1415) mientras que en Aviñón se prolongaba el pontificado de Benedicto XIII desde 1394.

Para dar una solución al cisma, un grupo de cardenales de las dos curias pontificias se reunieron en el concilio de Pisa que decidió deponer a Gregorio XII y Benedicto XIII y nombrar en su lugar a otro papa, Alejandro V (1409-1410). La negativa de los anteriores a abandonar su cargo complicó aún más la situación pues la cristiandad se vio repartida ahora en tres obediencias: Roma, Aviñón y Pisa. El sucesor de Alejandro, Juan XXIII (1410-1415) fue expulsado de Roma por Ladislao de Nápoles y buscó la protección del emperador germánico Segismundo (1410-1437), quien, a cambio, le forzó a preparar un nuevo Concilio. En diciembre-1413 se promulgaba la bula de convocación del Concilio Ecuménico de Constanza y fue inaugurado oficialmente por el Papa de Pisa, Juan XXIII, que esperaba ver confirmada su legitimidad y que todos le reconocieran como único Pontífice (1-noviembre-1414).

Juan XXIII vio desvanecerse sus esperanzas de un rápido reconocimiento y huyó a los dominios de su partidario el duque Federico de Austria. Numerosos cardenales y prelados marcharon a reunirse con él y el concilio pareció entrar en una vía muerta que se resolvió por la actividad incansable del emperador Segismundo y por la postura de un grupo de cardenales y teólogos que dieron un paso trascendental al adoptar una doctrina eclesiológica fundada en los presupuestos de las teorías conciliaristas. Al declarar el Concilio su suprema autoridad sobrela Iglesia, incluso sobre el Papa, procedió a exigir la dimisión de los tres existentes.

Tras diversas vicisitudes, Juan XXIII fue depuesto y el anciano pontífice romano Gregorio XII llevó a cabo dos actos de gran trascendencia:
  • Promulgó la bula de convocación del Concilio de Constanza, con lo cual quedaba éste legítimamente constituido
  • Abdicó por su espontánea voluntad (1415) y fue nombrado obispo de Ponto hasta su muerte en 1417.
Quedaba la resistencia del aragonés Benedicto XIII, persuadido de su legitimidad hasta el punto que, aislado y abandonado por todos, condenado y depuesto en 1417, se refugió en Peñíscola, donde moriría sin reconocer al papa que el cónclave había elegido en Constanza (1423). El nuevo Pontífice, un cardenal romano de la familia Colonna, gobernaría con el nombre de Martín V (1417-1431).

Bibliografía
  • Álvarez Palenzuela, Vicente Angel, El Cisma de Occidente, Rialp, Madrid, 1982.
  • García Villoslada, Ricardo - Llorca, Bernardino, Historia de la Iglesia Católica. III. Edad Nueva, BAC, Madrid, 1987, 14-267.
  • Suárez Fernández, Luis, Historia Universal. VI. De la crisis del siglo XIV a la Reforma, EUNSA, Pamplona, 1990, pp.61-102.

lunes, 11 de febrero de 2013

Sede vacante: ¿Y ahora qué?


La renuncia presentada por Benedicto XVI, despertará necesariamente el interés por las cuestiones relacionadas con la sucesión y elección pontificia.

Se denomina como período de sede vacante el tiempo que transcurre entre el momento en que se produce la vacante en la Sede romana y la elección del siguiente Papa. En este caso la Sede quedará vacante el próximo 28 de febrero por renuncia que no necesita ser confirmada ni puede ser inducida por nadie: «Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie» (CIC, c. 332 § 2).

No debemos olvidar que la actual disciplina es resultado de una larga evolución histórica que, a lo largo de los siglos, ha buscado mantener la elección papal al margen de las disputas internas y presiones externas que tantas veces se han producido y, es previsible, que seguirán ocurriendo.

En realidad, no podemos olvidar que estamos ante la designación de un Obispo, en este caso el Obispo de Roma, el sucesor de Pedro, titular de una potestad de magisterio, ministerio y jurisdicción que se extiende sobre el conjunto de la Iglesia Universal. Por eso, si bien en los primeros siglos se seguía un procedimiento similar al del resto de las diócesis, con el paso del tiempo se llegará a la introducción de un sistema específico, propio en exclusiva de la elección papal.

La época romano-cristiana y medieval
Pensar que las presiones y las elecciones papales controvertidas son propias de una determinada época histórica y fruto de un excesivo compromiso temporal por parte de la Iglesia es una idea equivocada. En realidad, desde los primeros siglos, en plena época de las persecuciones encontramos episodios que dieron lugar a cismas y a la aparición de los primeros antipapas, como es el caso de Hipólito de Roma (170-235) y Novaciano (s.III).

Pero también es cierto que, en los siglos siguientes, la creciente importancia religiosa y temporal del Pontificado hizo que cada vez fuera mayor el interés de la autoridad civil en la elección pontificia. En esta época existía un complejo “cuerpo electoral” formado por presbíteros, diáconos, clero, nobles, pueblo... Además, el emperador ejercía el derecho de confirmación del papa electo.

Con el paso del tiempo se llegó a una situación en la que la elección pontificia oscilaba entre dos extremos: la directa intervención de la autoridad imperial o el abandono en manos de clanes familiares de la nobleza feudal. Por eso, al plantearse la reforma gregoriana como un movimiento de reforma, purificación y búsqueda de autenticidad en la Iglesia, necesariamente hubo que comenzar por obtener las indispensables garantías a la hora de designar al Romano Pontífice.

La importante intervención de los cardenales
Muchos lectores se preguntan qué son exactamente los cardenales y cuál es su papel en la vida de la Iglesia. Algunos piensan, equivocadamente, que pertenecen a la jerarquía de la Iglesia cuando, en realidad son cualificados consejeros y colaboradores del Romano Pontífice a quien, históricamente, han ayudado en el gobierno de la Iglesia romana y en el ejercicio de la solicitud por toda la Iglesia. El actual Código de Derecho Canónico los describe así:
«Los Cardenales de la santa Iglesia Romana constituyen un Colegio peculiar, al que compete proveer a la elección del Romano Pontífice, según la norma del derecho peculiar; asimismo, los Cardenales asisten al Romano Pontífice, tanto colegialmente, cuando son convocados para tratar juntos cuestiones de más importancia, como personalmente, mediante los distintos oficios que desempeñan, ayudando sobre todo al Papa en su gobierno cotidiano de la Iglesia universal» (c. 349).
Precisamente es en la Edad Media cuando el colegio cardenalicio se configura en una estructura muy parecida a la actual (aunque eran mucho menos numerosos) y se convierten de modo exclusivo en los responsables de la elección del Papa por un decreto de Nicolás II (1059). El concilio I de Letrán determina que la mayoría requerida sea de dos tercios de los cardenales integrantes del colegio electoral. Como muchas veces tardaba mucho en alcanzarse la mayoría requerida y se prolongaban los tiempos de sede vacante, Gregorio X en el concilio de Lyon de 1274 impuso el sistema del cónclave basado en el régimen de aislamiento absoluto y la progresiva limitación de la ración alimenticia.
 
La práctica actual
Las últimas reformas introducidas en la regulación de la elección pontificia fueron debidas a Pablo VI y Juan Pablo II. El primero, excluyó de la participación en el cónclave a los cardenales mayores de 80 años y precisó el número de electores en una cifra que no debía ser superior a 120. Juan Pablo II, en la constitución Universi Dominici Gregis (UDC) del 22 de febrero de 1996, aun conservando en lo sustancial la normativa anterior, realizó algunas importantes correcciones. En dicha constitución se precisan numerosas cuestiones relacionadas con el Cónclave, quiénes tienen derecho a elegir al nuevo Papa (arts. 33-40), el lugar de la elección y las personas admitidas en razón de su cargo (arts. 41-48) así como la manera de proceder a la elección (arts. 49-77).

Con fecha 11 de junio de 2007, Benedicto XVI estableció en una Carta Apostólica dada en forma de Motu proprio sobre algunos cambios en las normas sobre la elección del Romano Pontífice que, si después de 24 escrutinios los Cardenales no consiguen ponerse de acuerdo sobre el Cardenal elegido, deberán escoger entre los dos Cardenales que hayan obtenido más votos en la última votación, exigiéndose también en este caso la mayoría cualificada de dos tercios de los votantes. De esta manera se restablece la norma sancionada por la tradición, según la cual no se considera válidamente elegido el Romano Pontífice si no obtiene dos terceras partes de los votos de los Cardenales electores.

La legislación canónica no impone requisitos para ser elegido Papa: por lo tanto, se deben considerar los propios del derecho divino para ser Obispo, es decir, ser varón bautizado en la Iglesia Católica con pleno uso de razón. En la práctica, sin embargo, desde hace muchos siglos el elegido ha sido siempre Cardenal.

El documento citado de Juan Pablo II también es importante a la hora de fijar la situación de la Iglesia durante el período que dura la sede vacante y en el que rige el principio “nihil innovetur” (que no se innove nada). El gobierno de la Iglesia queda confiado al Colegio de los Cardenales solamente para el despacho de los asuntos ordinarios o de los inaplazables y para la preparación de todo lo necesario para la elección del nuevo Pontífice. El artículo 1 de UDC precisa:
«Mientras está vacante la Sede Apostólica, el Colegio de los Cardenales no tiene ninguna potestad o jurisdicción sobre las cuestiones que corresponden al Sumo Pontífice en vida o en el ejercicio de las funciones de su misión; todas estas cuestiones deben quedar reservadas exclusivamente al futuro Pontífice. Declaro, por lo tanto, inválido y nulo cualquier acto de potestad o de jurisdicción correspondiente al Romano Pontífice mientras vive o en el ejercicio de las funciones de su misión, que el Colegio mismo de los Cardenales decidiese ejercer, si no es en la medida expresamente consentida en esta Constitución».
El proceso de elección de un nuevo pontífice termina cuando se produce la aceptación, proclamación e inicio del ministerio del nuevo Pontífice (arts. 87-92). Unos días después de la elección, el nuevo Papa celebra una Misa de inauguración del pontificado. Hasta fechas no muy lejanas el nuevo Papa era coronado con la tiara pontificia en esta Misa. Desde Juan Pablo I (1978) el acto central ha sido la imposición del Palio arzobispal.