El Evangelio de este Domingo (Forma Extraordinaria. Domingo XII después de Pentecostés: Lc 10, 23-37) es la respuesta que da Nuestro Señor a la pregunta de un doctor de la Ley: «Maestro ¿qué haré para alcanzar la vida eterna?». Jesús viene a demostrarle que no basta ajustarse a una norma jurídica que regule los actos externos de la vida (Ley) sino que el amor revela el verdadero significado de la Ley: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo».
Pero, además de este sentido inmediato, los Santos Padres al hablar de la parábola del Buen Samaritano, la aplican con todos sus detalles a la historia de la redención del género humano, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. La prueba de que la parábola tiene un sentido más hondo, nos la da el contexto de la predicación de Jesús en la que tiene lugar la inserción del relato y la propia pregunta del doctor de la Ley que nos sitúa en la perspectiva de la salvación del alma y la vida eterna.
El hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó es figura de la humanidad entera que, tras el pecado de Adán, descendió de Jerusalén (símbolo del Paraíso en el que Dios creó a nuestros primeros padres) a la mundanal Jericó. Los bandidos que lo atacan representan a Satanás que nos ha robado los dones naturales, preternaturales y sobrenaturales con los que el Señor nos había creado dejándonos medio muertos. Pues el hombre, después del pecado original, ni está totalmente muerto a la gracia, ni es naturalmente bueno porque ha quedado herido por la ignorancia del entendimiento, la debilitación del libre albedrío y la furia desordenada de los apetitos y pasiones.
Aquel hombre despojado y malherido al borde del camino nos representa también a cada uno de nosotros en particular cuando perdemos la vida de la gracia como consecuencia de los pecados personales.
El sacerdote y el levita que, pasando al lado del herido lo ignoran, simbolizan al Antiguo Testamento que no tenía los medios necesarios para salvar a la Humanidad. Viéndolo lo dejaron, porque no podían ayudarlo.
En cambio el Samaritano que llena de cuidados al herido, representa a Jesucristo descendido de lo alto amorosamente, para salvar la distancia infinita que separaba a Dios de los hombres; y encontrar a la Humanidad herida y vulnerada, compadeciéndose de ella con todo el amor de su Sacratísimo Corazón.
Le ungió con el aceite y el vino de los sacramentos que restauran el alma de los hombres; y la cargó sobre su cabalgadura, como Cordero de Dios que carga los pecados del mundo, para llevarla a la posada de la Iglesia, quien ha recibido el encargo de cuidar a la Humanidad hasta que Él vuelva en su gloriosa Parusía: «Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a mi regreso» (cfr. Padre Luis de la Puente, Meditaciones).
Estamos, pues ante una expresión de la especificidad del orden sobrenatural, de la diferencia entre la religión natural y la sobrenatural, es decir, entre la cristiana y las otras (1). Una diferencia no en el grado de perfección sino en el terreno de las esencias. Porque la gracia es una realidad sobrenatural comunicada al hombre, opera una transformación ontológica, que afecta al ser del hombre.
«La ordenación a los valores naturales, raíz de la civilización, es distinta de la ordenación a los valores sobrenaturales, raíz del Cristianismo; y no se puede ocultar el “saltus” de una a otra haciendo del Cristianismo algo inmanente a la religiosidad del género humano. Es imposible con la luz natural encontrar lo sobrenatural, que aunque injertado por Dios con un acto histórico especial en el fondo del espíritu, no proviene de dicho fondo» (Romano Amerio, Iota Unum, cap. 35).
No es necesario insistir demasiado en la distancia entre esta doctrina católica y la práctica eclesiástica actual en la cual «el ecumenismo religioso se va disolviendo cada vez más en ecumenismo humanitario, del cual las diferentes religiones son formas históricas mutables e igualmente válidas» (Ibid.).
Cuidemos pues de ejercitarnos en el doble sentido de la parábola, sin mutilar su verdadero significado con reducciones horizontales que niegan la preeminencia de la gracia y de la iniciativa salvífica de Dios:
- En el ejercicio de las obras de misericordia corporales y espirituales con el prójimo, es decir con todos los que tenga necesidad de ellas.
- En la estima de la vida sobrenatural que nunca debemos perder sino acrecentar con el ejercicio de las virtudes, la oración y los sacramentos, en especial, la Eucaristía y la Confesión.
Y no hay contradicción ni enfrentamiento entre los dos
sentidos porque es este último el que hace posible y da todo su sentido al
primero: «El amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado»
(Rom 5, 5).
Cuando Jesucristo, el Buen Samaritano, horno ardiente de amor, entre en nuestras almas por la Santísima Eucaristía, pidámosle que aumente en nosotros la caridad, ayudándonos a cumplir el mandato de amar a Dios con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, y al prójimo como a nosotros mismos. De esta manera, daremos gloria a Dios mientras vivimos en la tierra y salvaremos nuestra alma para el Cielo.
Cuando Jesucristo, el Buen Samaritano, horno ardiente de amor, entre en nuestras almas por la Santísima Eucaristía, pidámosle que aumente en nosotros la caridad, ayudándonos a cumplir el mandato de amar a Dios con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, y al prójimo como a nosotros mismos. De esta manera, daremos gloria a Dios mientras vivimos en la tierra y salvaremos nuestra alma para el Cielo.
(1) Pulse sobre este enlace para profundizar en la cuestión de la diferencia entre orden natural y sobrenatural
Ángel David Martín Rubio |