«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

lunes, 1 de septiembre de 2014

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: ¿Perder el alma o la vida? La traición de las traducciones litúrgicas

Al hilo del Evangelio que se ha leído en la Misa del pasado Domingo (XXII del Tiempo Ordinario: Mt 16, 21-27) reproducimos este artículo publicado en Religión en Libertad el 28-julio-2010.

Lucas Jordán: "San Fco. Javier bautizando"
Los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, citan —con ligerísimas variantes— uno de los preceptos de Jesús que más larga tradición y positiva influencia han tenido en la vida cristiana: “¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras” (Mt 16, 26-27).

Todas las traducciones clásicas de este pasaje y de su paralelo (Mc 8, 36) utilizan fórmulas similares a la empleada por Nácar y Colunga y que hemos transcrito más arriba. Más explícita es aún la referencia a la vida eterna de Lc 9, 25: “¿Pues qué aprovecha al hombre ganar el mundo si él se pierde y se condena?” (Nácar-Colunga, matiz no literal pero claro en el sentido y en la interpretación tradicional). “¿Porque qué aprovecha al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué cambio dará el hombre por su alma?” (Scío, de la Vulgata); “¿Pues qué provecho sacará un hombre si ganare el mundo entero, pero malograre su alma? ¿O qué dará un hombre a trueque de recobrar su alma?”) (Bover, del griego).

Incidencia de las malas traducciones en la modificación de los contenidos objeto de la adhesión de fe


En cambio, las traducciones de este texto que se utilizan en la Liturgia vigente vienen a ser una demostración palpable de algo que ya hemos dicho en otras ocasiones. La incidencia de las malas traducciones en la casi imperceptible modificación de los contenidos objeto de la adhesión de fe que se ha venido produciendo en los últimos años.

Las diferentes versiones de los textos litúrgicos resultan, en ocasiones, tan divergentes del original latino que se puede afirmar que con ellas se está llevando a cabo una verdadera reforma dentro de la reforma porque se deben a una variación profunda de la mentalidad y se manifiestan en todo el ámbito de la filología: desde el orden léxico al sintáctico. 

Cuando el texto que estamos glosando se lee en la Liturgia reformada, este es el tenor de sus palabras. En Mateo: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?” (22 Domingo del Tiempo Ordinario; Ciclo A) “Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?” (18 Semana del Tiempo Ordinario; viernes). En el 24 Domingo del Tiempo Ordinario; Ciclo B se ha llegado a omitir la frase cortando abruptamente la perícopa que se lee en la Misa en el versículo anterior (Mc 8, 35). Y lo mismo ocurre en la Domingo 12 del ciclo C.

La referencia explícita a la condenación de Lc 9, 25 se omite también en la llamada “lectura continuada” de los días feriales que pasa de Lc 9, 18-22 el viernes de la 25 semana del Tiempo Ordinario a 9, 43b-45 al día siguiente. En el viernes de la 6 Semana del Tiempo Ordinario, la traducción de Mc remite exclusivamente a la “vida”: “Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? Pues, ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?”.

¿De qué vida hablamos?


En consecuencia vemos que se elude el verdadero sentido de las frases o bien suprimiéndolas o empleando un término tan polisémico como “vida”. Se omite así cualquier perspectiva de eternidad pues el sentido más obvio del término “vida” hace referencia a la temporal, anterior a la muerte física, y generalmente se interpreta en términos de autorrealización: “perder la vida” equivaldría, como mucho a perder “una vida interiormente plena, con sentido”.

La metáfora de Mt 16, 26 está tomada de lo que sucedía en los tribunales o en las guerras; a veces un condenado a muerte o un prisionero de guerra podría comprar su vida o su libertad con una gran cantidad de dinero; pero la vida del alma, es decir, la eterna felicidad, una vez perdida, no hay modo de recuperarla. Esta es la explicación que han dado a este texto los Santos Padres, la exegesis católica e incluso la mayoría de los autores protestantes.

Pero hubo algunos que llegaron a afirmar que no se trataba de la eterna salud del alma en sentido literal, sino solamente de la vida temporal del hombre; interpretación que se ve favorecida por el tenor literal de las traducciones empleadas al socaire de la reforma litúrgica y que encuentra fácil confirmación en unas aplicaciones que, en la inmensa mayoría de los casos se mueven en un plano exclusivamente intramundano. El olvido de la referencia sobrenatural y escatológica propia de la religión cristiana lleva a poner el horizonte de las acciones en lo puramente terrenal y la religión se convierte en el servicio al hombre más que en el servicio a Dios (o bien en el servicio al hombre identificado con el servicio a Dios). Que el peligro que estamos denunciando no es imaginario sino cierto, se demuestra en la siguiente respuesta de la Pontificia Comisión Bíblica:

De la falsa interpretación de algunos textos bíblicos: Respuesta de la Comisión Bíblica, de 1º de julio de 1933 [...] 3751 II. Si es lícito afirmar que las palabras de Jesucristo que se: leen en San Mateo 16, 26: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si sufre daño en su alma? O, ¿qué cambio dará el hombre por su alma? Y juntamente las que trae San Lucas, 9, 25: Porque ¿qué adelanta el hombre con ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo y a sí mismo causa daño?, no se refieren en su sentido literal a la salvación eterna del alma, sino sólo a la vida temporal del hombre, no obstante el tenor de las mismas palabras y su contexto, así como la unánime interpretación católica. Resp.: Negativamente.
Pablo VI y los observadores protestantes del Consilium para la reforma litúrgica

La Escritura y la reforma litúrgica


Utilizar las traducciones para introducir errores teológicos fue una táctica usada con premeditación por los promotores de la transformación revolucionaria de la Liturgia. Así se afirma con toda claridad en una entrevista concedida por el canónigo Andrea Rose (A.R.) a Stefano Wailliez, (S.W.) con vistas a la elaboración de un estudio histórico sobre la reforma litúrgica.

Rose fue teólogo y liturgista, participando como consultor del Consilium ad exequendam constitutionem de sacra liturgia, la comisión cuyo secretario fue mons. Bugnini y a la cual se le encargó el cometido de poner por obra la constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano II.

“S. W.: Mons. Bugnini explica en sus memorias que, cuando no llegaba a obtener esta o aquella formulación en el texto oficial, decía: “Se acomodará esto en las traducciones”. ¿Oyó usted decir eso a su alrededor?
A. R.: Pues claro que sí; eso lo decían en Roma. Dom Dumas trabajó mucho en tal sentido. Era muy progresista. También él decía: “Esto se acomodará en las traducciones”. Abogó mucho por la libertad de las versiones. Llegó a las últimas consecuencias en todo esto”.

También se cuestiona en la misma entrevista otro de los grandes mitos de la reforma litúrgica: el presunto enriquecimiento de la liturgia por obra de la incorporación más abundante de la Palabra de Dios (la “mesa” de la Palabra). Una incorporación que, como hemos visto con solo un ejemplo, se ha efectuado con criterios sesgados y prejuicios ideológicos.

“S. W.: Mons. Gamber dice, a propósito de los ciclos de las lecturas de la misa, que “se veía a las claras que la nueva organización era obra de exegetas, no de liturgistas”. Dado que figu­raba usted en ese grupo de trabajo, ¿qué opina al respecto?
A. R.: Los exegetas se las echaban de amos, igual que los judaizantes. Los primeros cristia­nos, en cambio, usaron las versiones griegas de los textos. No se preocuparon de la “veritas hebraica”. ¿Acaso había que esperar al siglo XX para descubrir por fin cómo proceder? ¡Y me ha­bla usted de la gran tradición! ¿Qué sentido tiene la pastoral cuando los exegetas imperan so­bre los liturgistas? De hecho, Bugnini y los exegetas querían transformar la primera parte de la misa en un curso de exegesis”.

¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!


¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?”.

Estas palabras sugeridas repetida y oportunamente por San Ignacio de Loyola al joven San Francisco Javier provocaron su conversión y cambio de vida. Probablemente de haberlas escuchado en nuestra aggiornata versión hubiera preferido continuar con sus estudios y su brillante carrera en París. Claro, que también me pregunto que hubiera hecho en nuestra Iglesia ecuménica y posconciliar alguien que, como el santo de Navarra, clamaba en sus cartas en términos como éstos:

“Muchas veces me vienen pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces como hombre que ha perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tiene más letras que voluntad para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos! […] Estuve cuasi tentado de escribir a la universidad de París, cuántos mil millares de gentiles se harían cristianos, si hubiese operarios, para que fuesen solícitos de buscar y favorecer las personas que no buscan sus propios intereses, sino los de Jesucristo… Muchas veces me acaesce tener cansados los brazos de bautizar, y no poder hablar de tantas veces decir el Credo y los mandamientos en su lengua de ellos” (A sus compañeros de Roma, 20 de enero 1548).

Ángel David Martín Rubio