G. Doré: Sta. María Magdalena |
A lo largo de su vida pública, nuestro Señor Jesucristo muestra su misericordia hacia los pecadores y se comporta como el gran perdonador.
Además, dio la potestad de perdonar los pecados a los Apóstoles y a sus sucesores. Hace dos domingos escuchábamos la promesa a S.Pedro del poder de perdonar los pecados, cuando éste le reconoció como Mesías: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos: lo que atares sobre la tierra, estará atado en los cielos, lo que desatares sobre la tierra, estará desatado en los cielos» (Mt 16, 19).
En el Evangelio de hoy (Forma Ordinaria: Domingo XXIII del Tiempo Ordinario, Mt 18, 15-20) vemos que poco después extendió esa promesa a los demás Apóstoles: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el Cielo».
El anuncio se hizo realidad al instituir el Sacramento de la Penitencia, cuando se apareció a sus discípulos el mismo día de su Resurrección y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retuviereis les serán retenidos» (Jn 20, 23). Desde los comienzos, la Iglesia ha entendido en esa expresión el poder que Cristo le ha concedido de perdonar el pecado en la persona de los Apóstoles y de sus legítimos sucesores. «De estas tan claras y precisas palabras, ha entendido siempre el universal consentimiento de todos los Padres, que se comunicó a los Apóstoles, y a sus legítimos sucesores el poder de perdonar y de retener los pecados al reconciliarse los fieles que han caído en ellos después del Bautismo» (C.Trento, ses. XIV, cap. I).
II. La consideración del sacramento de la Penitencia es inseparable de la reflexión acerca de la penitencia como virtud.
La confesión sacramental consagra un proceso personal de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador. Por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente «el perdón y la paz».
De ahí que debamos esforzarnos por conseguir la Penitencia interior del alma, que llamamos virtud, pues sin ella, poquísimo nos ha de aprovechar la penitencia exterior. La Penitencia interior es aquella por la cual nos convertimos a Dios de todo corazón, detestando y aborreciendo las culpas cometidas, proponiendo al mismo tiempo firme y resueltamente enmendar la mala vida y perversas costumbres, con esperanza de conseguir el perdón de la misericordia de Dios. (Catecismo Mayor).
Para esto es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf. Ez 36, 26-27) que reemplace al suyo, rudo y endurecido. La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: el corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (CATIC, 1432).
La institución del Sacramento de la Penitencia expresada tan claramente en las palabras de Jesús que hemos señalado antes, obliga a los fieles a manifestar o confesar sus pecados en particular al sacerdote; de otro modo no le sería posible a éste el perdonar o retener los pecados . La acusación de los pecados es también manifestación inseparable del dolor y propósito de la enmienda sin los cuales no podríamos recibir el Sacramento de la Penitencia. El sacerdote no podría absolver a quien no está arrepentido de su pecado; a los que, pudiendo, se niegan a restituir lo robado; a quienes no se deciden a abandonar la ocasión próxima de pecado; y, en general, a quienes no se proponen seriamente apartarse de los pecados y enmendar su vida. Ellos mismos se excluyen de esta fuente de misericordia.
III.- Esforcémonos por alcanzar y vivir la virtud de la penitencia. La primera muestra de esta virtud se manifiesta en la Confesión frecuente de nuestras culpas actuales y pasadas. Preparándola con contrición verdadera y examen diligente y procurando, con nuestras palabras y ejemplo, que los demás se acerquen a este sacramento.
Además, la virtud de la penitencia ha de estar presente, de alguna manera, en el cumplimiento de los deberes que se nos imponen cada día y en la aceptación de los sufrimientos que Dios permite o nos envía. Y procuremos, finalmente, practicar las obras de penitencia principales que son el ayuno, la oración y la limosna.
Demos gracias a Dios por haber instituido este Sacramento de la Misericordia y el Perdón y pidamos que nunca falten en su Iglesia sacerdotes dispuestos a administrar este sacramento con fidelidad, amor y dedicación.
Ángel David Martín Rubio |