Evangelio Dominical
Da tuis fidelibus
In te confidentibus
Sacrum septenarium.
Da virtutis meritum,
Da salutis exitum,
Da perenne gaudium.
Concede a tus fieles
que en Ti confían,
tus siete sagrados dones.
Dales el mérito de la virtud,
dales el puerto de la salvación,
dales el eterno gozo.
[Del himno Veni, Sancte Spiritus]
Willem de Poorter: "Los Talentos"
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Los últimos días del Año Litúrgico, la Iglesia nos recuerda la necesidad estar preparados para el momento definitivo del encuentro con Dios y de vivir alerta porque nadie sabe el día ni la hora del advenimiento de Cristo.
Ese tema es común a la parábola de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13) y a la de los talentos (Domingo 33-A del Tiempo Ordinario: Mt 25, 14-30), ambas referidas al reino de los Cielos y pronunciadas por Jesús, en un contexto semejante: los últimos momentos de su vida pública, inmediatos a la Pasión.
En la parábola de las doncellas «ha sido demostrada la condenación de aquéllos que no se habían provisto suficientemente de aceite. Bien se entienda por aceite la pureza de las buenas obras, bien la satisfacción de la conciencia o de la limosna que se hace con dinero» (Glosa) en la que leemos ahora, se nos advierte de la obligación de administrar debidamente los dones que hemos recibido de Dios.
Los talentos de que habla la parábola no son las dotes intelectuales que tiene la persona (ingenio, sabiduría...). En sentido literal, el talento más que una moneda, era el peso de un determinado número de dinero. Equivalía a unos 35 - 42 kilos de plata, y representaba más o menos unos seis mil denarios, es decir, mucho dinero, ya que un denario era el jornal de un trabajador del campo.
Metafóricamente, los talentos son el conjunto de dones naturales y sobrenaturales con los que Dios enriquece a los hombres. Son los dones que nos regala como Padre y Creador, como Hijo y Redentor y como Espíritu Santo y Santificador. Pero las cantidades entregadas en la parábola fueron distintas: «En los cinco, en los dos y en uno talentos, entendemos que a cada uno fueron dadas diversas gracias» (San Jerónimo).
Nosotros debemos mostrarnos agradecidos a Dios por todos los beneficios generales y particulares, conocidos y desconocidos que recibimos de Él. Tampoco debemos dejar de alabar a Dios cuando nos suceden pruebas y sufrimientos que Él permite y que sirven para probar nuestra fidelidad y amor, expiar nuestras culpas y merecer un premio mayor. Pero sobre todo, debemos agradecer a Dios los bienes que recibimos en el orden sobrenatural y, de manera muy particular, las gracias que nos concede. Pensemos sobre todo, en la trascendencia del fin último del hombre, concedido gratuitamente, más allá de las facultades de nuestra naturaleza.
2. El Señor exige que quienes han recibido sus dones, los hagan fructificar. No basta reconocer que los hemos recibido. Hay que devolverlos convenientemente multiplicados. «Los dones o cantidades son distintos, como los servicios que tenemos que prestar. Lo que Dios exige es solamente nuestra voluntad para explotar sus dones, de modo que la fe obre por la caridad» (Mons. Straubinger, in v. 14).
En efecto, la gracia actual es necesaria para salvarnos, pero nuestra cooperación no es menos necesaria. Dios ha dispuesto que el éxito de su ayuda dependa de nuestra colaboración, ésta es su providencia salvadora para que podamos gozar de la gloria como merecida por nosotros, a la vez que gratuita:
- Gratuitamente es entregada por Dios esa gracia a nosotros.
- Merecidamente es recibida esa gracia por nosotros a causa de los sufrimientos de Cristo: «Porque, si bien nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, en esta justificación del impío, se hace al tiempo que, por el mérito de la misma santísima pasión, la caridad de Dios se derrama por medio del Espíritu Santo en los corazones [Rom. 5, 5] de aquellos que son justificados y queda en ellos inherente» (Conc.Trid.: Dz 800). Y merecidamente también es recibida y conquistada por nosotros la gloria mediante el consentimiento libre de nuestra voluntad y nuestra cooperación. «Porque es tanta la bondad de Dios para con todos los hombres, que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos, y por lo mismo que El nos ha dado, nos añadirá recompensas eternas» (Indículo, Dz 141: S.Agustín, Epist. 194 ad Sixtum 5, 19). «Y por tanto, a los que obran bien hasta el fin [Mt. 10, 22] y que esperan en Dios, ha de proponérseles la vida eterna, no sólo como gracia misericordiosamente prometida por medio de Jesucristo a los hijos de Dios, sino también “como retribución” que por la promesa de Dios ha de darse fielmente a sus buenas obras y méritos» (Conc.Trid.: Dz 809).
Y es necesario insistir en la misteriosa interacción de ambas realidades –la gracia y el mérito- tal como fue expuesta por el Concilio de Trento, para no confiar en que la salvación viene de nuestras propias fuerzas, pero sin caer en el fiducialismo protestante o en el quietismo.
Es cierto que al hablar de mérito se puede correr el riesgo de no poner adecuadamente de relieve la absoluta primacía de la gracia sobre nuestra voluntad pero eso no justifica el abandono o el silenciamiento de un concepto fundamental en la ascética cristiana y en la propia teología de la gracia. No olvidemos que ya para los nominalistas, Dios no premia los méritos de los hombres; para ellos, esto sería tanto como creer que está limitado en su libertad por una acción humana. La idea pasa íntegra al hereje Lutero y es una de las bases de su ideología. Pero no olvidemos que el luteranismo es la tentación perenne de quienes no saben respetar el equilibrio y al mismo tiempo la propia esencia de los binomios gracia y naturaleza, fe y razón, orden natural y sobrenatural. Por eso Lutero es tan admirado por los neo-modernistas y los últimos y decadentes supervivientes de la Nouvelle Théologie.
3. En la segunda lectura (1Ts 5, 1-6), San Pablo nos advierte que la venida del Señor a juzgarnos será como un ladrón en la noche, cosa que había dicho Jesús expresamente, con las mismas palabras (cfr. Mt 24, 42-51).
La historia salvífica de cada uno terminará con el rendimiento de cuentas que fijará nuestra suerte definitiva. Al final, el Señor castigará o premiará —según el trabajo realizado con los dones recibidos— con la entrada o no en el reino eterno de la contemplación de Dios.
«Los bienes del cielo para los bienaventurados y los males del infierno para los condenados serán iguales en la sustancia y en la duración eterna; más en la medida o en los grados serán mayores o menores, según los méritos o deméritos de cada cual» (Catecismo Mayor). Así, no solamente debemos movernos al deseo de la bienaventuranza celestial, sino también recordar el modo cierto de conseguirla que es -revestidos con la fe y caridad-, perseverar en la oración y saludable uso de los Sacramentos y ejercitarse en todo género de caridad con los prójimos. Porque de este modo la misericordia de Dios, que preparó aquella dichosa morada para los que le aman, hará algún día se cumpla en nosotros lo que dijo el Profeta: «Y mi pueblo habitará en mansión de paz, en habitación segura, en morada tranquila» (Is 32, 18) (cfr. Catecismo Romano).
Que la Virgen María nos alcance todos los beneficios y dones que nos llegan a través de sus manos maternales, nos enseñe a acogerlos y a ser generosos para que den el fruto abundante que Dios espera de cada uno de nosotros.
Ángel David Martín Rubio |