La “consulta” que, según el Presidente del Gobierno español “nunca se iba a realizar” tuvo lugar con todas las triquiñuelas antidemocráticas que pueda concebir nuestra imaginación y, lo que es más grave, con la aquiescencia o la cobardía de quienes tienen la responsabilidad y el deber de velar, no solo por el cumplimiento de las leyes, sino por la unidad de España, que estimo más importante. A estas alturas, ya ha sido reconocido que existió un “pacto secreto” que ya había sido adelantado por la vox pópuli y filtrado convenientemente a algún periódico.
Las razones a posteriori no cuelan en forma alguna: que se pretendían evitar males mayores (?), que “no existía apariencia de delito” (!)… Las lecturas “políticas” resultan absurdas: que solo ha votado un tercio de catalanes, incluidos inmigrantes y menores… Como uno no entiende de política ni es jurista, solo puede razonar como un ciudadano vulgar: la intensa propaganda institucional que llenó calles, plazas, periódicos, cadenas de televisión, aulas, iglesias y sacristías llevó a dos millones de ciudadanos a la proclamación de que no querían seguir siendo españoles, mientras el resto de la población española –salvo una minoría respetable y digna- permanecía indiferente y los poderes del Estado mantenían la tónica habitual: ni estaban ni se les esperaba.
¿Va a repercutir todo ello es las próximas elecciones municipales o en las más lejanas legislativas? Me permito ponerlo en duda, porque el poder de la “ingeniería social” suele aliarse con la amnesia de las masas. Posiblemente, volverán las llamadas al voto del miedo o la teoría del mal menor, sin que nadie se dé cuenta de que el mal de la corrupción está tan extendido que nadie puede lanzar la primera piedra. Quisiera imaginarme que los renuncios del Sr. Rajoy (el tancredismo ante la consulta de marras, la ley del aborto, la resistencia a invocar ciertos valores que no son estrictamente económicos…) le van a pasar factura.
Desciendo a un terreno personal: sentí una profunda vergüenza ajena. En primer lugar, por los que acudieron a depositar su voto en las urnas de cartón, que demostraron una inmensa capacidad de abducción ante el reclamo de eslóganes como “queremos un país donde cada día se tome helado de postre” (sic), “queremos un país donde no haya políticos corruptos” (¡Madre del Amor Hermoso!), “queremos un país donde no nos dejen tirados los trenes”, y otras lindezas por el estilo.
Sentí una profunda vergüenza ajena por “mi” Gobierno –al que no voté pero que acato- por su ceguera, entreguismo o cobardía, y por el resto de “poderes” que, con su silencio u omisión de sus deberes consintieron una consolidación del separatismo en mi Cataluña. Sentí una profunda vergüenza ajena por la escasa respuesta patriótica de toda una sociedad, que apenas acudió a la lectura del manifiesto de “Libres e iguales”, el día anterior de la consulta en todas las plazas mayores de España.
En cambio, me sentí orgulloso de mi familia, que hizo gala, como siempre, de españolidad en hechos y palabras; mi hijo mayor tuvo que presenciar como una pareja de “Mossos d´Esquadra” tomara nota parsimoniosamente de todos sus datos personales al preguntarles por qué no tomaban nota de los centros públicos abiertos, según había ordenado, al parecer, el Fiscal General del Estado.
¡Pobre España, entre el odio y la indiferencia! Sacudida, otra vez, por la “triple división” que diagnosticara José Antonio Primo de Rivera: la de las clases (esa casta política en la que impera la corrupción), la de los partidos (incapaces de poner el interés nacional por encima del suyo), la de las tierras (con semillas, más o menos virulentas de dispersión en muchas de ellas).
Si la responsabilidad mayor está en quienes dimiten de sus obligaciones, ningún ciudadano puede sentirse ajeno a su cuota de responsabilidad histórica, cívica y moral, cuando calla ante el desastre y se limita a la indiferencia, a la rutina, a la pereza, a la comodidad…
Manuel Parra Celaya |