Iglesias convertidas en salón de baile, incendiadas y dinamitadas en la Provincia de Vizcaya
Texto tomado de:
ANICETO DE CASTRO ALBARRÁN
Magistral de Salamanca
La gran víctima. La Iglesia española, mártir de la revolución roja
Salamanca, 1940, págs. 77-89
Entre esas diócesis, ocupadas en parte, por fuerzas contrarias al Movimiento Nacional, tuvimos que contar, desgraciadamente, durante varios meses, a la diócesis de Vitoria. Comprende esta diócesis las tres provincias de Alaba, Guipúzcoa y Vizcaya. Alaba se sumó, desde el primer día, al Movimiento. Guipúzcoa fue, rápidamente, reconquistada. Vizcaya estuvo bajo el dominio del Gobierno rojo-separatista hasta el mes de junio de 1937.
Los que, en el extranjero, hayan abierto sus oídos a las propagandas de los vascos, huidos de España, a medida que los soldados de Franco iban llamando a las puertas de las fortalezas separatistas, habrán creído, ingenuamente, que el país vasco fue para la Iglesia, mientras duró el imperio de Aguirre, un paraíso de delicias. Esto es, ciertamente, lo que debió esperarse de los alardes católicos del separatismo vasco.
Pero la realidad fue muy diversa. También en la diócesis vascongada la Iglesia Española hubo de sufrir martirio y tuvo que llorar el despojo y la ruina de sus templos, la profanación de todo lo santo, los más horrendos sacrilegios y la muerte de sus hijos más amados.
Es el país vasco la región española, donde, exceptuada Navarra, el catolicismo tiene las raíces más hondas y florece con una vida más opulenta y fervorosa. Hasta que los nacionales fueron conquistando, palmo a palmo, toda la región, los mandos del Gobierno estuvieron siempre en manos de los separatistas, que, a todo viento y a todo sol, proclamaban diariamente su catolicismo.
Y sin embargo...
Sin embargo, también en el País Vasco, el paso de las gavillas rojo-separatistas quedó señalado con rastro de incendios, de profanaciones y de crímenes.
Dicen los separatistas vascos que ellos no hicieron esas cosas. No tratamos ahora de averiguar quiénes fueron los autores materiales o morales de aquellos actos de impiedad y de barbarie que mancharon todo el periodo de la dominación rojo-separatista. Tampoco se trata de discernir la responsabilidad que, en cada caso, hubo de corresponder a unos o a otros. El hecho es que “las cosas” ocurrían mientras los rojos y los separatistas estaban abrazados, más todavía, mientras los separatistas tenían en sus manos el poder.
Y lo que entonces ocurrió fue, sin duda, en menor escala, pero fue lo mismo que aconteció en las regiones Españolas más rojas, en Asturias, en Levante o en Andalucía.
La Universidad de Valladolid nombró en 14 de junio de 1937 una Comisión que investigase los hechos ocurridos en el País Vasco durante el dominio rojoseparatista. La Comisión recorrió toda la parte de las provincias vascongadas que habían estado sujetas a aquel «gobierno», vio con sus propios ojos lo que había sucedido, tomó declaraciones fidedignas y elevó su informe oficial que fue, luego, publicado.
A través de éste informe muéstrase bien clara la conducta de los rojo-separatistas en relación con las cosas y las personas religiosas.
Como en cualquiera de las otras regiones, víctimas del comunismo, la Iglesia, en las provincias vascongadas, sufrió, en primer lugar, una serie de sacrílegas rapacidades que la despojaron de incontables tesoros sagrados[1].
Unas veces, milicianos, otras, emisarios que aparecían enviados por el mismo «gobierno de Euzkadi», entraron a saco en las iglesias y se llevaron lo que más excitaba su apetito. Ornamentos, vasos sagrados, damascos, cruces, alhajas, obras de arte.
El Párroco de Hernani declaró a la Comisión de la Universidad de Valladolid que el 9 de Setiembre de 1936 «recibió una orden verbal del llamado gobierno para que hiciese entrega inmediata de todos los objetos de oro y plata que tuviese la Iglesia por ser pertenencia del pueblo»[2] .
En Galdácano se apoderaron de la antiquísima imagen de la Patrona, la Virgen en el misterio de la Asunción, probablemente del siglo XII; después de llevársela recibió el Párroco una carta en la que le decían que había sido trasladada al «Departamento de Cultura».
El Alcalde de Ea mostró a la misma Comisión de Valladolid un recibo de los objetos de la iglesia de Santa María que, por orden del Gobierno, se había llevado un tal F. de Zabaleta, el cual firma el recibo como «Delegado»[3].
Juntóse, pues, el bandolerismo de los milicianos, la codicia legal de los Delegados del «gobierno» y, entre todos, despojaron iglesias y conventos de sus más caros tesoros.
De la Parroquia de Galdácano se llevaron una cruz artística, de gran valor, una custodia, un cáliz.
De Mañana, una magnífica cruz de plata.
De Mundaca, tres custodias, ocho cálices, cuatro copones...
De Orozco, un copón de oro, una cruz parroquial, una custodia, adornada de piedras preciosas, un cáliz de oro, un encendedor de oro...
De Guerricáiz, una custodia.
De Larabezúa, bastantes objetos de plata.
De San Andrés de Echevarría, un riquísimo palio.
De Lequeitio, dos estupendas laudas sepulcrales, un retablo de talla, un tríptico del xvi...
De Bolívar, una predela de un Apostolado antiguo.
Del Santuario de Arrate, cuatro magníficos lienzos de Zuloaga.
En fin, de cada iglesia, lo mejor que hallaban a la mano, sin que nada les detuviera.
¡Hasta a la Virgen de Begoña, la Reina de Vizcaya, le robaron sus joyas!
En los depósitos del Puerto Franco de Bilbao se encontraron innumerables cajas que contenían riquísimos objetos sagrados, estatuas, cuadros, joyas. Todo perfectamente embalado para transportarlo al extranjero: La rápida llegada de las tropas de Franco impidió la salida de esta enorme riqueza artística y religiosa. Pero otra gran parte del sagrado tesoro de las Vascongadas había salido ya y... ¡no ha entrado!
A estas pérdidas que la iglesia de la diócesis vascongada ha tenido que lamentar, a causa de robos e incautaciones, hay que añadir otras muchas originadas por los incendios, por las voladuras, por la simple ocupación de las iglesias, o por el sacrílego ensañamiento con las imágenes.
Así, por ejemplo, en Eibar, en el incendio del Convento de las Franciscanas concepcionistas, desaparecieron, hechos cenizas, los tres estupendos retablos de Gregorio Hernández.
En Orduña, deshicieron a balazos una imagen de Nuestra Señora de la Antigua, ejemplar antiquísimo, quizás del XII, de mérito extraordinario, y una de las imágenes de la Virgen que más antiguo culto habían recibido en las Vascongadas.
Y sería, ciertamente, interminable la lista de los objetos de culto y de arte que en cada iglesia destrozaron o machacaron o quemaron. Porque aun solamente en los que ocuparon un verdadero vandalismo destructor produjo una verdadera catástrofe. Rompieron estatuas. Desgarraron ornamentos. Estropearon los órganos. Hicieron astillas los retablos, los bancos, los confesonarios...
¡Y fueron tantas las iglesias que invadieron! ¡Y tantas las que saquearon, las que incendiaron o volaron con dinamita!
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* *
Porque es preciso decir que las iglesias y, en general, los edificios religiosos de las Vascongadas, en grandísimo número, no corrieron mejor suerte, bajo el imperio devoto de Aguirre que bajo la fobia impía de González Peña o de la Pasionaria. El informe, a que antes nos hemos referido, de la Comisión Universitaria de Valladolid, resume en unas líneas el estado en que los Comisionados fueron encontrando iglesias y conventos por los pueblos que recorrieron.
«En la Provincia de Vizcaya, sede del separatismo, han sido profanadas el 90 por 100 de las iglesias, ermitas y conventos; ha sido regla general, como puede deducirse de la lectura de las actas, el establecer en ellas cuarteles, parques de intendencia, depósitos de municiones, refugios para los huidos, etc. Como consecuencia natural, quedaba suprimido el culto, habiendo lugares en los que esta supresión ha durado todo el tiempo de la dominación roja, y, como los ocupantes de los lugares sagrados, que unas veces eran separatistas y otras comunistas, socialistas o anarquistas, no tenían ningún respeto a los objetos religiosos, han dejado en los lugares ocupados las más patentes huellas de su salvajismo e irreligiosidad. Ha sido frecuente la destrucción, mutilación o quema de imágenes, el fusilamiento de las mismas o de cuadros religiosos, la destrucción de altares, violación de Sagrarios, rotura de órganos y destrozo de mobiliario. No contentos con esto, se ha hecho burla sacrílega de los actos y ceremonias de la religión católica, revistiéndose con los ornamentos sagrados, profanando vasos sagrados, celebrando parodias de procesiones q matrimonios, conviviendo milicianos y milicianas en el interior de los templos y convirtiéndolos en más de una ocasión, en salones de baile y prostíbulos, en los que todo desmán era permitido.
Cuando el avance victorioso de nuestros soldados les obligaba a retirarse, dejaban los lugares santos, en el mejor de los casos, convertidos en estercoleros, llenos de inmundicias y destrozos, pero, si tenían tiempo—y desgraciadamente lo tuvieron en muchas ocasiones—incendiaban el templo o convento que habían ocupado, sin pensar en el valor material o artístico, a veces único, de los objetos que con aquel incendio se des-trufan. Elocuentes son las fotografías recogidas, pero quizás entre todas ellas sean las que más impresionen aquellas de monumentos bárbaramente destruidos por la dinamita, que convertía instantáneamente la casa de Dios en un montón de ruinas»[4] .
Triste es, en verdad, este cuadro, pero es desgraciadamente verdadero.
Poco nos costaría ir tejiendo un catálogo de iglesias, ermitas y conventos en que tuvieron lugar todos esos actos de impiedad y salvajismo.
Cuarteles fueron, por ejemplo, varios conventos e iglesias de Durango y las Iglesias de Bérriz, Elorrio, Begoña, Gatica, Güeñes, Larrabezúa, Lemona, Lemóniz, Miravalles, etc., etc. Casi todas las de los pueblos por donde pasaron los batallones de Aguirre.
La Parroquia de Santa María de Durango y la de Gordejuela fueron, como otras muchas, parques de intendencia.
A otras las dedicaron a usos más inverecundos, utilizándolas para comedores, dormitorios, salones de baile, cabarets, cuadras...
De la del Convento de Capuchinos de Basurto hicieron comedor, bar y salón de baile.
De la de Galdámez, cárcel para los derechistas.
De la de Ochandiano, cabaret.
De la del Colegio de los Jesuitas de Orduña, donde Aguirre estudió el bachillerato, salón de baile, para lo cual les vino a maravilla el magnífico órgano.
Las ermitas de San Blas y San Adrián de Ceánuri, fueron dancings y cabarets. En la iglesia Parroquial de Dima, bailaron, desnudos, milicianos y milicianas, al son del órgano.
En la de Uncella, bailaron también, a placer, sobre todo los días de Semana Santa de 1937, los batallones Meabe, Azaña y Larrañaga.
Cuando llegaron allá nuestros soldados, esta iglesia estaba convertida en cuadra y su pila bautismal en pesebre. Lo mismo encontraron la de Amorebieta, con la diferencia de que las pilas del agua bendita eran lavabos.
Una ermita de Dima era también una pesebrera.
Y así otras muchas.
Y otras que, sin haber sido siquiera utilizadas para menester alguno, fueron sacrílegamente saqueadas, ensuciadas, destruidas, incendiadas...
A saco entraron en la de Artómaña, rompieron a martillazos las imágenes, robaron los ornamentos y, como trapos viejos, tiráronlos por las calles. En la del Convento de Franciscanas de Durango, sirviéronse de un confesonario para retrete.
En Rigoitia desvalijaron el templo y por los alrededores del pueblo fueron dejando casullas, estolas, albas... como botín de gitanos que huyesen.
Al huir de Munguía dejaron minada la Iglesia y preparado el contacto eléctrico para volarla de lejos, una vez que entrasen los nacionales, y así lo hicieron.
Con dinamita volaron las de Maruri, Gámir, Gatica...
Y, tal vez, como despedida a Bilbao, al abandonar las Arenas, prendieron fuego a la magnífica iglesia Parroquial, cuyas llamaradas, juntamente con las de la Casa Social Católica, iluminaron la fuga cobarde de «gudaris» y milicianos.
También a la de Musques, entre otras, la pegaron fuego.
De profanaciones y sacrilegios en imágenes, sagrarios y aun sagradas Formas había que tejer una lista que sería inacabable.
En Ochandiano aparecieron las estatuas sin ojos. También en Ceánuri tuvieron este placer de sacar los ojos a las sagradas imágenes.
En Morga Gueregui sacan de su ermita la estatua de San Esteban y le condenan a ser fusilado. Para ejecutar la sentencia forman el batallón Rosa de Luxemburgo y acribillan a balazos la imagen.
En Meñaca queman otra imagen, destrozan el Vía-Crucis y rompen el ara. En el Convento de Capuchinos, de Basurto, fusilan el Crucifijo, lo destrozan y lo entierran.
En la ermita de San Lorenzo, de Dima, el fusilamiento le tocó a la Virgen de Lourdes.
En Lanzas Agudas, despedazan a tiros y hachazos la imagen de San Miguel. En Durango, fusilaron la de San Antonio, del Convento de las Franciscanas.
Y en la Iglesia de San Pedro de Tavira formaron «juicio sumarísimo» a San Pedro, le condenaron a muerte y le ejecutaron.
En otros sitios arrojaban al río las imágenes, poníanles el gorro frigio en la cabeza o la bandera comunista en las manos, simulaban con ellas entierros de carnaval y llevaban a cabo otras mil escenas burlescas y sacrílegas.
Ni aun aquellas imágenes que encarnaban las más tradicionales devociones del alma vascongada, se vieron libres de aquellas furias sacrílegas.
La Virgen de la Peña de Orduña fue herida en su pedestal para demostrar al inundo que también ella fue blanco de la barbarie profanadora de la horda rojo-separatista.
El popularísimo santuario de San Antonio de Urquiola le encontraron nuestros soldados lleno de inmundicias.
Hasta la misma Virgen de Begoña fue objeto de profanaciones y sacrilegios. Allí, en su santuario, encima del Bilbao de Aguirre, se blasfemó, se injurió al Santísimo y se convirtió su Camarín en letrinas.
A estas profanaciones de las imágenes solían añadir la profanación de las ceremonias religiosas.
El vestirse con los ornamentos sagrados y pasearse con ellos por las calles o celebrar parodias de procesiones, fue una especie de deporte que debía complacer mucho a los milicianos de Aguirre.
Procesiones así celebraron en Elorrio, en Rigoitia, en Sopuerta, en Marín...
En Munguía, para que la procesión fuese más vistosa, la hicieron de noche, con velas encendidas.
En Munguía se revistieron también con las ropas de la Iglesia y, así revestidos, anduvieron por los montes.
En el Seminario de Saturrarán tomaron de la Capilla los ornamentos y, con ellos puestos, fueron en autobuses hasta Ondárroa. Aquí hicieron la procesión.
En Zarimuz no fue ya procesión lo que hicieron. Pusiéronse los ornamentos en la iglesia, y, con este adorno, bailaron en la plaza. En Dima, vestidos también de ropas sagradas, simularon decir misa.
Y todavía se atrevieron a más. Es decir, se atrevieron a todo. Porque hasta osaron romper los sagrarios, ensuciarlos, envilecerlos, y profanar, directamente, la sagrada Eucaristía.
En el Sagrario del Convento de Franciscanas, de Durango, colocaron en vez del copón, dos bombas de mano.
En el de la Capilla doméstica del Seminario de Comillas dejaron una pistola. El de la iglesia de Amorebieta le destinaron para las colillas de los cigarros.
En Ibarra, para llevarse el copón, arrojan a voleo las sagradas formas sobre un grupo de muchachas piadosas del pueblo, que se ven obligadas a presenciar la escena, y en el Sagrario ponen unos cartuchos de dinamita.
En Munguía, luego de violentar el tabernáculo, se apoderan del copón y tiran las formas al suelo.
En Aramayona hacen lo mismo con las sagradas hostias y, en vez del copón, dejan en el Sagrario unas bombas de mano.
Pero ¿a qué seguir, si aquella chusma salvaje no tenía freno ninguna que contuviese un poco sus bestiales instintos?
Después de esto parecerá muy natural lo que el periódico «En», órgano del partido comunista vasco, escribía el 6 de Febrero de 1937: «Iglesias, hospitales, palacios, nosotros los conservamos..., ellos los destruyen».
Y parecerá también muy natural y muy fundado aquel informe-protesta que, a cuenta de un bombardeo de la aviación nacional sobre Durango, elevó al Romano Pontífice un grupo de curas separatistas, monaguillos de Aguirre...
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* *
Pero aun nos faltan los más trágicos brochazos del cuadro, aquellos crímenes de sangre con los cuales, la locura rojo-separatista vasca arrancó pedazos vivos a la Iglesia Española.
Mártires fueron, unas veces de la pasión política, otras de odios y de venganzas, otras de su acendrado catolicismo, los hijos más preclaros de la Iglesia que tuvieron la desdicha o la gloria de caer en manos de los esbirros que, en la «República de Euzkadi», campaban.
Ellos mataron, en San Sebastián, a Víctor Pradera, el gran diputado Tradicionalista, apóstol de la Iglesia y de la Patria, y a Juan Olazábal, el jefe consagrado de la política derechista en las Vascongadas, y al conde de Plasencia, el devotísimo de la Virgen de Arritoquieta, que no quiso el rescate a cambio de un puñado de monedas, que tenía muy de sobra, y a Honorio Maura, que murió con el rosario en la mano, y a Joaquín Beunza, el diputado elocuente y fervoroso, defensor incansable de la Iglesia, y al capitán Ibáñez, de Irún, católico fervorosísimo, y a José María Raguan y Zubeldia, jefe del Requeté de Tolosa, y a Pablo Lasquíbar y a los hermanos Caballero y a muchos otros, que eran, como los que hemos citado, figuras representativas del catolicismo de Guipúzcoa.
Ellos asesinaron en Bilbao a Pedro Eguileor, el de las grandes caridades, y a José Larrucea, con sus dos hijos, que prefirieron morir antes que ponerse al servicio del Gobierno separatista, y a Mamerto Allende, el honrado y piadoso exalcalde de La Arboleda y al comandante Anglada que, al morir, no consintió en ser despojado del uniforme militar porque con el había servido a Dios y a España, y al capitán Ramos, el de aquella carta de despedida a su mujer que parece la homilía de un Santo Padre, y a Xavier Quiroga, el comandante del Bou «Virgen del Carmen», cuyo Crucifijo, se apropió y colocó sobre su mesa Aguirre, y a Cándido Pérez, el recio maquinista que, a pesar de sentir la rebeldía de sus instintos contra los criminales muere perdonándoles porque es cristiano... y, para no seguir una enumeración que sería interminable, ellos asesinaron a los cientos de católicos que, en los asaltos a los barcos y a las cárceles fueron víctimas de la hermandad de Aguirre con los anarquistas y comunistas.
Cuarenta y ocho mártires cayeron el veinticinco de Septiembre de 1936 en el barco prisión Cabo Quilates y veintisiete en el Altuna Mendi. Ciento ochenta, el 26 de Diciembre, en el Alfonso Pérez. Ciento dos ancianos murieron el 4 de Enero de 1937 en la cárcel de los Ángeles Custodios. Cincuenta y cuatro presos fueron asesinados el mismo día, en la de Larrínaga y cincuenta y uno en la Casa Galera...
¡Esta si que es lista negra!... Pero de héroes blancos y de mártires resplandecientes. ¡De los mejores hijos que en las vascongadas tenía la Iglesia!
Apenas se inició el Movimiento, la consigna que en «Euzkadi« se impuso fue la guerra a todos aquellos que estuviesen notados de españolismo. Y, como sucedía que españolismo y catolicismo solían andar muy unidos, de hecho, y no pocas veces de intento, la persecución fue a buscar sus víctimas en los católicos, y, aun, a veces, en los más católicos. Por eso, sangre católica fue la que corrió por los patios de las cárceles, por las cubiertas de los barcos, por las plazoletas de los cementerios, por las cunetas de las carreteras.
Y la Iglesia Española ha tenido que llorar la pérdida de sus más caros hijos de Vasconia, de los que eran para ella los más fieles instrumentos de acción y de apostolado.
Y ha tenido que llorar más. Porque los vascos, o lo que fuesen, antiespañoles no se detuvieron en estas criminales matanzas de católicos seglares. Mataron también a los sacerdotes.
Cuarenta y un sacerdotes, solamente del clero diocesano, aparecen, en las listas publicadas, víctimas de los furores rojo-separatistas. A estos hay que añadir bastantes religiosos. Unos cayeron en el «Cabo Quilates». Otros en las cárceles de Larrínaga, del Carmelo, de los Ángeles Custodios y de Casa Galera, en las carnicerías del cuatro de Enero de 1937. Otros aparecieron asesinados en las carreteras.
Ni fueron solo asesinatos. Fueron verdaderos martirios, crueldades y ensañamientos.
El Párroco de Gorocica tenía recogido en su casa a otro sacerdote. Un día los milicianos asaltan la Casa rectoral, matan al párroco, y al otro sacerdote, después de asesinarlo también, lo cuelgan del balcón, en una postura infamante.
A D. Fermín Gorostiza, Coadjutor de Yurre, ya anciano, que tenía fama de poseer algunos ahorros, le sacan una noche de casa, engañado, y, a la mañana siguiente, aparece su cadáver en la cuneta de la carretera.
A_D. Lorenzo Uralde, organista de Dos Caminos, le condenan a muerte en unión de otros inocentes. Al fusilarlos, cae entre los cadáveres. El jefe del piquete le da dos tiros de gracia. No le mata, pero le deja ciego. Trasladado el pobre sacerdote al Hospital y, luego, a una casa particular, se pide permiso al «Gobierno» de Aguirre para trasladarle a una clínica de Francia y se lo niegan.
¿No era esto casi peor que asesinar?
Y ¿qué decir del trato que hubieron de aguantar los sacerdotes mientras estuvieron en las cárceles? A nuestras manos ha llegado una relación escrita por uno de los dos o tres sacerdotes que, presos en los barcos-cárceles, se libraron, por verdadero milagro, de las matanzas salvajes que en ellos tuvieron lugar. A través de las líneas de esta relación, aparece la gran ignominia de aquellos separatistas bilbaínos que, mientras hacían gala de su catolicismo, si no realizaban, consentían o no impedían el martirio y la befa de sus mejores sacerdotes.
Había, entre las cárceles de Bilbao, aquellas dos prisiones flotantes, que eran el «Cabo Quilates» y el «Altuna Mendi» fondeados en la ría de Bilbao.
En las bodegas de estos barcos se hacinaban, con los cientos de presos seglares, unas docenas de sacerdotes. Y pensaría cualquiera que los agentes de Aguirre los tratarían con la consideración debida a su condición de sacerdotes.
Todo al revés. Si malos fueron los tratos que todos los detenidos recibían, la conducta de los guardianes con los sacerdotes era vergonzosa. Singularmente cruel. Allí los tenían, amontonados con los demás presos, en un indigno hacinamiento. Vestidos indecorosamente, con cuatro trapos de seglares, con ellos participaban en todas las vilezas que, para hacerles sufrir, inventaban, continuamente, los milicianos. Y tenían que sufrir, además, las ignominias, que contra ellos iban especialmente dirigidas.
Dos o tres ejemplos, para muestra.
Habían formado con los que estaban identificados como sacerdotes un grupo al que denominaban «El Orfeón». Tal vez estaban los pobres sacerdotes ocupados en sus rezos o en animar a sus hermanos de infortunio, cuando aparecía un miliciano en la bodega y, ebrio de vino, gritaba:
— ¡Los del Orfeón! ¡A cantar!
Unas veces sobre cubierta, otras en la misma bodega, los sacerdotes formaban su coro. Un miliciano, tocada la cabeza con un bonete y en la mano un sombrero clerical, a modo de batuta, dirigía...
Los sacerdotes cantaban la Internacional. Y, en torno al coro, los otros presos, en posición de «firmes» y con el puño en alto remarcaban el cuadro.
Otro de los escarnios que reservaban muy especialmente para los sacerdotes era este:
Subían a dos de ellos a cubierta y obligábanles a desnudarse, por lo menos de medio cuerpo arriba. Armábanles de látigos, hechos con trozos de chicote, redoblados y previamente humedecidos. Junto a ellos se colocaba un grupo milicianos. Los desgraciados sacerdotes habían de comenzar a castigarse mutuamente como si fueran dos fieras encolerizadas.
Comenzaban.
Los milicianos urgían para que se pegasen con mayor furia.
— ¡Más, más! — decían.
— Tú, cobarde, pega más fuerte.
Y los infelices, hermanos en el sacerdocio, en el cautiverio y en el martirio tenían que redoblar los golpes para librarse de otra bárbara paliza que se les venía encima, o, tal vez, de una muerte segura.
También gozaban mucho los milicianos con someter a los sacerdotes a aquel otro deporte que consistía en obligarles a correr, uno por uno, al trote, desnudos, dando vueltas por la cubierta del barco. Detrás de él, un miliciano blandía sobre sus espaldas un duro vergajo. Hasta que el desgraciado caía muerto de fatiga y de vergajazos.
Todas estas escenas solían presenciadas, en una impúdica algazara, las rojas compañeras de los milicianos. Y no se pueden copiar las palabras soeces que estas degradadas mujeres dirigían a los pobres sacerdotes, ni se atreve la pluma describir las procacidades y desvergüenzas con que herían, de propósito la limpia castidad de aquellos mártires, ministros de Jesucristo.
En fin, los sacerdotes, juntamente con los otros presos de más elevada condición social, eran los preferidos para ocuparles en los trabajos de más humillación. Se les hacía salir a cubierta a baldear o a picar; fregar el barco, limpiar los retretes...
¿Verdad que sí, que todo esto era muy digno de los fervores católicos de la República de Aguirre?
Pero, y ¿por qué esto? ¿Por qué en la República vasca, bajo el Gobierno de su piísimo presidente, se encarceló, se maltrató, se asesinó a sacerdotes y religiosos? Dicen que los separatistas de Aguirre nunca se mancharon las manos con la sangre de estos crímenes. Pero el hecho es que las matanzas de las cárceles y de los barcos, donde cayeron confundidos seglares y sacerdotes, tuvieron lugar ante los mismos ojos de Aguirre y su Gobierno.
Es verdad que en algunas ocasiones la persecución de los sacerdotes y religiosos obedeció al furor satánico de los aliados rojos de Aguirre, pero, otras muchas veces, esa persecución no tuvo otra causa sino la españolidad y el separatismo de las víctimas. Los persiguieron y los encarcelaron, frecuentemente, porque tal vez no habían mostrado simpatía con las ideas separatistas. Porque quizás su abolengo Carlista les había hecho continuar una tradición que, en las provincias vascongadas, era más bien religiosa que política. Porque, acaso, una relación de amistad con los políticos no separatistas, les hacía para los esbirros de «Euzkadi», sospechosos o peligrosos.
Por estas razones, en un vulgar atropello de su carácter sacerdotal, lleváronlos a los barcos. Y estos motivos fueron suficientes para que los vascos de Aguirre, que, en más de una ocasión, quisieron lavarse las manos, colaborasen en la criminal tragedia, que también en la diócesis vascongada, privó a la Iglesia Española de tantos y tan beneméritos sacerdotes.
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Y otra pena causaron también los rojo-separatistas a la Iglesia. Otra pena, que fue, a la vez, una pérdida dolorosísima. La pena y la pérdida de los miles de niños que el Gobierno de «Euzkadi» exportó al extranjero. Unos diez mil niños expatrió Aguirre. De ellos envió directamente a Rusia unos dos mil. Basta citar el hecho para comprender el dolor y la pérdida que hubo de ocasionar a la Iglesia. Dolor por la desgracia de ver a sus hijuelos en el destierro. Pérdida, en muchos casos irreparable, de los que estaban llamados a ser y hubieran sido ciertamente hijos fervientes de la Iglesia. Aquellos niños los arrancó Aguirre de los brazos de sus padres. Los arrancó también, y muy especialmente, del regazo de la gran Madre común que es la Iglesia.
[1] El arte del saqueo y despojo, no sólo en los lugares sagrados, sino en los edificios públicos y particulares, en los bancos, etc., lo ejecutaron los rojo-separatistas en su feudo, al igual que los comunistas en los suyos. Buena prueba de ello es la enorme cantidad de estos «despojos» que ha podido ser recuperada; por la cual se puede adivinar la cuantía de lo que se llevaron, añadiendo, naturalmente, la otra parte que se ha perdido. Así, por ejemplo, el 16 de Agosto de 1939 llegó a Bilbao, procedente de la Rochelle, el barco “Monte Albertia” que, después de haber desembarcado en Pasajes 1.004 cajas de oro, joyas, valores y otros objetos pertenecientes a San Sebastián, traía otras 8.579 que correspondían a Bilbao. Los dueños de estas cajas eran los siguientes: Banco de España, 296; Banco de Bilbao, 2.688; Banco del Comercio, 924; Banco de Vizcaya, 2.615, Banco Guipuzcoano, 149; Banco Urquijo Vascongado, 203; Banco Hispano Americano, 155; Banco Central, 95; Crédito de la Unión Minera, 8; Caja de Ahorros Vizcaína, 419. Caja de Ahorros Municipal, 272; Saltos del Duero, 16; Colegio Agentes de Bolsa, 89; Diputación de Vizcaya, 422~ Museo de Arte Moderno, 19; Registro Municipal de Valmaseda, 6; Registro de la Propiedad de Amurrio, 35; Registro de la Propiedad de Bilbao, 81; Registro de la Propiedad de Valmaseda, 77.
[2] Universidad de Valladolid, Informe sobre la situación de las Provincias Vascongadas bajo el dominio rojo-separatista, Valladolid, 1938, pág. 110.
[3] Ibid., pág. 181.
[4] Informe, pág. 8.