«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

martes, 30 de octubre de 2012

La necesaria Poesía que promete



Un 29 de Octubre, en el madrileño Teatro de la Comedia, pronunciaba José Antonio Primo de Rivera un discurso que ha tenido una trascendencia comparable a pocas piezas oratorias.
En aquella España de los problemas, del eco del noventa y ocho y de los complejos ante Europa, un joven creyente, fiel cumplidor de sus deberes religiosos y definido por la nobleza de su carácter, profesionalidad, elegancia en el trato, lealtad, optimismo y espíritu de servicio iba a levantar una bandera capaz de entusiasmar a muchos de sus compatriotas.
Por encima de soluciones técnicas más o menos acertadas y, probablemente superadas, el legado del fundador de la Falange radica en su opción por devolver a la política la dimensión moral que le pertenece y que, todavía hoy, vemos tantas veces negada. Para José Antonio la política es impulso capaz de poner en pie a un pueblo y de movilizar su capacidad de servicio, decisión y sacrificio. Por ese impulso moral, a la voz del Capitán, miles de jóvenes se iban a movilizar en los frentes de combate o iban a ser asesinados en la retaguardia frentepopulista cuando ya tenían el “cara al sol” para «hacer más alegre nuestra muerte».
Signo trágico, el de la muerte en acto de servicio, inseparable de la joven organización porque desde pocos días después del Acto fundacional, los dirigentes del Partido Socialista no habían dudado en movilizar a sus pistoleros para intentar exterminar a la naciente Falange. Así lo denunciaba el propio José Antonio en el Parlamento:
«Mientras yo, en cambio, le digo a la Cámara que a nosotros nos han asesinado un hombre en Daimiel, otro en Zalamea, otro en Villanueva de la Reina y otro en Madrid, y está muy reciente el del desdichado capataz de venta del periódico F.E.; y todos éstos tenían sus nombres y apellidos, y de todos éstos se sabe que han sido muertos por pistoleros que pertenecían a la Juventud Socialista o recibían muy de cerca sus inspiraciones. Estos datos son ciertos… Y nosotros, que tenemos en nuestras filas todas estas bajas y otros muchos heridos graves, nos hemos resistido a todos los impulsos vindicativos de los que nos pedían una represión enérgica y una represalia justa, porque consideramos mejor soportar, mientras sea posible, que abran bajas en nuestras filas que desencadenar sobre un pueblo una situación de pugna civil».
¿Conocerán estas palabras quienes se empeñan en criminalizar a la Falange imputándole violencias y delitos?
Frecuentemente se ha tratado de contraponer a José Antonio con el Estado nacido el 18 de Julio. Esta fecha simboliza el Alzamiento Nacional que en 1936 puso fin al estado de anarquía y de vulneración de la ley en que había desembocado la Segunda República pero enseguida se fue configurando con un contenido positivo que buscaba una total transformación de la vida española. En el fondo, la República no había sido sino la frustración más radical de este anhelo: ni se hicieron las innovaciones que España necesitaba ni se logró siquiera una mínima base de convivencia; por eso la respuesta al desafío revolucionario no podía ser la reacción pura y simple entendida como una vuelta al pasado y la defensa de privilegios e intereses.
El Alzamiento de 1936 y la Guerra Civil no fueron una simple conmoción, una sacudida superficial para devolver después las cosas al estado en que se encontraban sino que destruyeron unas ideas y sus consecuencias pero se alumbraron otras y se abrieron nuevos cauces que inspiraron y condicionaron la vida española durante muchos años con consignas que eran el polo opuesto a las que habían querido implantar hasta entonces liberales y socialistas.
Aunque en el Nuevo Estado no faltaron incoherencias con sus postulados teóricos, también hay que reconocer la falta de madurez del pensamiento político y económico falangista que había sido demoledor en el terreno de la crítica al socialismo y al liberalismo pero no había terminado de articular un modelo de Estado: ¿Quién desempeña la suprema magistratura del Estado? ¿Qué formas adquiere la centralización o la autonomía regional? ¿Separación o unidad de poderes? ¿Consejos o Cortes? ¿Partido único? ¿Sufragio universal o censitario? ¿Cómo se articula la representación orgánica? ¿Cuál es la forma jurídica de los Sindicatos nacionales? Cuando todavía hoy se discute en medios falangistas acerca de cómo hay que entender algunas de estas cuestiones, parece que no es posible exigir mayor precisión a aquellos hombres que estaban articulando y definiendo un Estado en circunstancias humanas y materiales muchísimo más difíciles.
En todo caso, las ideas vertebradoras del nacionalsindicalismo se plasmaron en numerosas realidades prácticas que permiten atribuir a la obra de los falangistas integrados en la España de Franco realizaciones tan trascendentales como el cambio social, la promoción político-social de la mujer, la formación de la juventud y la Organización Sindical. Por supuesto que esta afirmación no supone negar las deficiencias y los desequilibrios, menos aún pretende que el nacionalsindicalismo tuviera en la arquitectura del Nuevo Estado una hegemonía que en ningún momento alcanzó ni oculta las diferencias entre las realizaciones y algunos de las propuestas teóricas de José Antonio o de Ramiro Ledesma. Esta afirmación se deduce del sano realismo que supone comparar la España en cuya edificación intervino activamente la Falange, con la España anterior e incluso con la de nuestros días.
Durante el primer tercio del siglo XX, en el caldo de cultivo de las premisas teóricas y realizaciones prácticas del liberalismo, anarquistas, comunistas y socialistas habían gestado unas alternativas revolucionarias que condujeron a un paroxismo del que se empezó a salir no sin grandes dificultades. Por el contrario, el estado de cosas que comenzó en una Guerra Civil acabó desembocando en un cambio decisivo. Autores como Dalmacio Negro afirman que sólo a partir de entonces puede hablarse verdaderamente de un Estado y de aquí arranca también una sociedad más justa o por lo menos más equitativa en la distribución de sus bienes, la superación de viejos problemas como el agrario y el alcance de una prosperidad nunca conocida antaño acompañada de conquistas sociales como la atención médica generalizada, difusión de la cultura, acceso de las masas a la educación, estabilidad familiar, escasa delincuencia...
Esta afirmación no impide constatar que, a partir de 1957, la Falange quedó definitivamente descartada como solución de futuro para el régimen, precisamente cuando adquiría madurez para la actividad política la primera generación falangista de posguerra compuesta por hombres formados en el SEU, el Frente de Juventudes y la Guardia de Franco. Soplaban nuevos vientos, y el Gobierno español hace suya la idea de que en la situación del momento la problemática política (es decir, las ideas) ceden ante la problemática técnica. Se abre así un período en el que se aprueba la Ley de Principios del Movimiento Nacional y la Ley Orgánica del Estado y se introducen, sin apenas discrepancias notables, las exigencias del Concilio Vaticano II, «tan opuesto a la significación originaria del Alzamiento y Régimen español como a la tradicional doctrina de la propia Iglesia católica», en expresión de Rafael Gambra.
Las dificultades exteriores y, sobre todo, el deterioro del espíritu religioso y patriótico en interior, coinciden con una evolución hacia la democracia liberal y el socialismo entonces vigentes y una progresiva europeización bajo el pretexto del desarrollo económico. El Movimiento quedó reducido a funciones burocráticas y de movilización de masas. Incluso, en sus últimos años, su dirección recayó en políticos hábiles, dispuestos a aprovechar para la demolición del Estado de las Leyes Fundamentales la capacidad instrumental de dicho organismo así como su potencial de encuadramiento y de influencia.
La verdadera traición al 18 de Julio se produjo cuando hombres al servicio de la situación definida por las Leyes Fundamentales pactaron con la oposición una Constitución como la de 1978, un texto al que se pueden hacer sustanciales objeciones desde el punto de vista moral y político y que es, en buena medida, responsable de la situación actual en la que está en peligro la propia supervivencia de España como entidad jurídica con una personalidad propia forjada a lo largo de su historia.
Lejos de cruzarse de brazos ante la ignorancia o la falsificación del pasado promovida por los voceros de la llamada recuperación de la memoria histórica y las organizaciones políticas izquierdistas y nacionalistas parece preferible que sean los historiadores quienes desentrañen el verdadero significado de aquellos episodios. Porque, como dijo José Antonio aquel 29 de octubre, ya está alzada la bandera:
«Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!».

sábado, 13 de octubre de 2012

50 aniversario del Concilio Vaticano II: nada que celebrar


Es lógico que personas de edad avanzada, como las que en una inmensa mayoría, ocupan actualmente los cargos de responsabilidad en la Iglesia, evoquen con nostalgia el Concilio Vaticano Segundo y el conjunto de circunstancias que siguieron a esta asamblea. Todo ello marcó en buena medida su juventud y, con el paso de los años, uno hace de memoria de aquello que actualmente le resulta más grato y tiende a deformar lo ocurrido en aras de la propia justificación. Al tiempo que los recuerdos se desdibujan, el pasado se idealiza,

Y es que, para no pensar en el fraude, quizá sea necesario recurrir a la psicología. Solamente así se puede explicar el generalizado entusiasmo que en estos días está recorriendo desde la derecha a la izquierda (valga la expresión) del arco eclesial. Todos parecen coincidir en presentar el, por ahora, último Concilio como una referencia insuperable. Unos pretenden que es necesario volver a proponer su letra y recuperar su verdadero espíritu y otros lamentan que aquella prometedora aurora habría sido abortada. Pero ambos extremos coinciden en que el Vaticano Segundo está llamado a ser un punto al cual referirse constantemente y un camino irreversible.

Dicho optimismo contrasta, ante todo con los hechos. Solo hablando de España en el período que va de 1965 a 1980, el Obispo de Cuenca, Mons. Guerra Campos constataba, entre otras, las siguientes pérdidas:

  • Una quinta parte del clero abandona su misión.
  • Los misioneros del clero secular en América bajan un 75 por ciento y apenas hay relevo para los religiosos.
  • Las vocaciones a la vida consagrada caen en picado. Los seminarios pierden más del 90 por ciento de candidatos al sacerdocio entre 1962 y 1980.
  • El compromiso político, sobre todo de inspiración marxista, de algunos movimientos apostólicos lleva a la pérdida de fe de sus dirigentes y miembros.
  • Práctica desaparición de la Acción Católica y sus ramas

Pero con ser esto mucho, no lo es todo. Aunque, en pura hipótesis, los efectos del Concilio hubieran sido la nueva primavera de la Iglesia que algunos quieren ver, no por ello éste resultaría convalidado ante una sana crítica católica. En junio de 2009, Mons.Mario Oliveri, Obispo titular de Albenga escribió en Studi Cattolici que no sólo se dan errores en el espíritu o la interpretación que presentan del Concilio algunos teólogos, sino que también la propia letra de éste se halla objetivamente en contradicción con los concilios dogmáticos de la Iglesia.

Que estamos ante cuestión polémica y que se plantean problemas que resultan de difícil solución, es algo que salta a la vista y esperamos que esto no retraiga a ningún lector para afrontar una serie de cuestiones directamente relacionadas con lo que Pablo VI llamó la “autodemolizione”. Por ello sería muy conveniente acercarse al estudio del Concilio a partir de tres lecturas: El Rin desemboca en el Tíber, apasionante crónica del Concilio Vaticano II escrita por el padre Ralph Wiltgen SVD (Madrid: Criterio Libros, 1999); el trabajo imprescindible de Romano Amerio: Iota Unum. Estudio sobre las transformaciones de la Iglesia Católica en el siglo XX (Salamanca: 1994) y el estudio teológico-filosófico del padre Dominique Bourmaud: Cien años de modernismo: genealogía del Concilio Vaticano II (Buenos Aires: Fundación San Pío X, 2006). Sirvan estas referencias genéricas para evitar la reiteración de citas a lo largo de este trabajo.

¿Continuidad o ruptura?

Durante muchos años, no ha existido ningún pudor en reconocer la absoluta novedad y las rupturas introducidas por el Concilio Vaticano Segundo en la vida de la Iglesia. Con el paso del tiempo, los excesos cometidos y las resistencias ofrecidas, han dado paso a un notable cambio de discurso y se pretende hacer aceptables las novedades conciliares proclamando al mismo tiempo su continuidad con la doctrina previa.

Quienes no se dejan llevar de un optimismo voluntarista y reconocen la dramática situación de la Iglesia y del mundo apóstata acostumbran a desligar cualquier responsabilidad en este panorama de lo ocurrido durante el Concilio y de los documentos de él emanados. Bastaría, de creerles, con volver a la letra y al auténtico espíritu de los textos conciliares para salir de la crisis. Muchos de estos analistas interpretan el pontificado de Juan Pablo II y, más aún, el de Benedicto XVI desde esta línea argumentativa.

Al proceder así, se ignora que la enseñanza conciliar fue deliberadamente presentada de forma débil (es decir, sin definiciones ni condenas, a diferencia de los anteriores concilios), confusa (sin terminología propiamente teológica y, menos aún, escolástica) y sesgada (con la voluntad de poner sordina a las diferencias en aras de un ecumenismo indiferenciado y de una reconciliación con el mundo después de dos siglos de liberalismo y socialismo).

Además, las ambigüedades dieron un amplio juego a la interpretación más revolucionaria en el momento en que la autoridad procedió a aplicar las reformas apenas apuntadas en los textos conciliares. Las siguientes citas son suficientemente elocuentes porque proceden de sus grandes apologistas del Concilio: «La Iglesia ha hecho pacíficamente su revolución de octubre»[1]. Y a propósito de la Iglesia escribía: «Lumen Gentium abandonó la tesis que la Iglesia Católica sería Iglesia de modo exclusivo»[2]. En relación con el ecumenismo: «Es claro, sería vano de esconderlo, que el decreto conciliar ‘Unitatis redintegratio’ dice sobre varios puntos otra cosa que el ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’, en el sentido en que se entendió, durante siglos, este axioma»[3]. Admitió también Congar que la Declaración sobre la Libertad Religiosa del Vaticano II es contraria al Syllabus del Papa Pío IX: «Es innegable que la declaración del Vaticano II sobre la libertad religiosa expresa algo netamente distinto de aquello que afirmó el Syllabus de 1864, y logra ser justamente lo contrario de las proposiciones 16, 17 y 19 de ese documento»[4].

En aras de una interpretación más moderada se objeta desde sectores conservadores que éstas son opiniones de teólogos ajenas al Magisterio de la Iglesia. Ahora bien, que todas estas frases fueron consideradas por la autoridad una interpretación autorizada y no los delirios de un extremista que no interpretaba correctamente las declaraciones conciliares, lo prueba el hecho de que Congar fue nombrado Cardenal por Juan Pablo II (1994) en un gesto que se interpretó unánimemente como una rehabilitación de un teólogo considerado sospechoso en los años anteriores al Concilio. Más explícitamente aún, para el Cardenal Suenens, «Podríamos hacer una lista impresionante de las tesis enseñadas en Roma antes del Concilio como las únicas válidas, y que fueron eliminadas por los Padres conciliares»[5]. Por su parte, las tesis de Congar sobre el anti-Syllabus han sido respaldadas expresamente por el entonces cardenal Ratzinger:

«Si se desea presentar un diagnóstico del texto (Gaudium et Spes) en su totalidad, podríamos decir que (en unión con los textos sobre la libertad religiosa y las religiones del mundo) se trata de una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de Anti-Syllabus [...] Limitémonos a decir aquí que el texto se presenta como Anti-Syllabus y, como tal, representa una tentativa de reconciliación oficial con la nueva era inaugurada en 1789»[6].

Un teólogo español, Juan Martín Velasco, enumeraba recientemente —en este caso en sentido elogioso y reivindicativo— los cambios “trascendentales, doctrinales y prácticos” introducidos por el Vaticano Segundo:

«De una idea de revelación “proposicional”, a otra que tiene su centro en la auto-revelación de Dios en Cristo; de la búsqueda de la unidad por el retorno de los separados, a la promoción común de la unidad por los cristianos; de una Iglesia sociedad perfecta, a otra concebida como Misterio de unión en Cristo y Pueblo de Dios; de la radical oposición a la modernidad de documentos como el Syllabus, a una mirada positiva que no teme entrar en diálogo con ella; de una precedencia de la Iglesia universal a la de las Iglesias particulares de las que consta, en comunión recíproca, bajo el ministerio de la unidad ejercido por el sucesor de Pedro; de la práctica ignorancia de las religiones no cristianas, a recomendar el aprecio de las verdades y valores que contienen; del ideal del Estado confesional, a la libertad religiosa»[7].

Los elogios se vuelven en todos estos casos contra quienes los profieren. Y es que, interpretaciones de los textos aparte, hay una serie de enseñanzas conciliares que se siguen revelando difícilmente asimilables con la enseñanza tradicional y la fe de la Iglesia. Pensemos en la libertad religiosa, el ecumenismo o la colegialidad tal y como son presentados en los documentos conciliares. Basta decir que en Lumen Gentium se habla de la colegialidad en unos términos que hizo necesaria, como veremos más adelante, una Nota explicativa previa de Pablo VI, que explica poco pero al menos salva la clara heterodoxia de los conceptos vertidos en el texto. Y recordemos, por poner otro ejemplo, que a la hora de buscar precedentes doctrinales a la colegialidad, unos conocidos comentarios al vigente Código de Derecho Canónico, se ven obligados a recurrir al conciliarismo, tantas veces condenado.

La fuente última de esta ruptura hay que buscarla en la doble inspiración teológica que se hizo predominante en el Concilio: la Nouvelle Théologie, objeto de reprobación por Pío XII en la Humani generis y de crítica por autores tan relevantes como Garrigou-Lagrange, Cornelio Fabro y el Cardenal Siri y el viraje antropológico de Karl Rahner cuyo sistema sirve como clave de lectura para entender el Vaticano Segundo y los pronunciamientos papales posteriores.

Ni dogmático, ni pastoral

Según testimonio del Cardenal Tardini, Pío XII ordenó a una comisión especial estudiar los pros y los contras de comenzar nuevos trabajos conciliares y se tomó una decisión de carácter negativo. Quizá por eso, el anuncio de la convocatoria de un Concilio, debido como dijo el mismo Juan XXIII a una repentina inspiración[8], cogió al mundo totalmente por sorpresa.

A diferencia de lo ocurrido con el Vaticano I, no hubo ahora consultas previas acerca de la necesidad u oportunidad de convocarlo. El 15 de julio de 1959, el Papa constituyó la Comisión central preparatoria que difundió al episcopado de todo el mundo un cuestionario acerca de los temas que se habían de tratar, lo recogió y clasificó las opiniones, instituyó a su vez comisiones menores y elaboró los esquemas que debían ser propuestos a la asamblea ecuménica.

Contra lo que cabía esperar, el Concilio nacería, por así decirlo, de sí mismo, independiente de toda esta preparación. No es que no fuesen reconocibles ya en la fase preparatoria rasgos de pensamiento modernizante¸ sin embargo no caracterizaron al conjunto de los esquemas preliminares tan profundamente como después se reflejó en los documentos finales promulgados. Además, el resultado paradójico del Concilio[9] respecto a su preparación se manifiesta en tres hechos principales:

  • El fracaso de las previsiones hechas por quienes pensaron en el Concilio como un gran acto de renovación y de adecuación funcional de la Iglesia que iba a concluir en pocos meses.
  • La inutilidad efectiva del Sínodo Romano Primero sugerido por Juan XXIII como anticipación del Concilio y que proponía en sus textos (promulgados en enero de 1960) una vigorosa restauración en todos los órdenes de la vida eclesiástica.
  • La anulación casi inmediata de la constitución apostólica Veterum Sapienta (1962) que ponía las bases para procurar una reintegración general de lo latino en la Iglesia.
 
Acabamos de decir que es característico del Vaticano II su resultado paradójico, según el cual todo el trabajo preparatorio resultó nulo y fue rechazado desde la primera sesión. Ahora bien, tal desviación de la concepción original no tuvo lugar por una resolución interna del mismo Concilio en el desarrollo de sus sesiones sino por una vulneración del propio reglamento conciliar que altero sustancialmente los principios que debían conducir los debates, , dar impronta a las orientaciones y prefigurar los resultados del Concilio.

El 11 de octubre de 1962 se inauguraba el Concilio y dos días después era necesario elegir a 16 de los 24 miembros de las comisiones conciliares, ya que los restantes serían nombrados por el papa. Estas comisiones debían sustituir a las preparatorias y su peso sería decisivo en los futuros trabajos. El secretariado del Concilio había distribuido a los padres listas con los nombres de los miembros de las comisiones preparatorias intentando reconfirmarlos pero la respuesta fue inmediata: los cardenales Liénart y Frings pidieron que los obispos pudieran hacer nuevas consultas y preparar nuevas listas de candidatos. El consejo de la presidencia aceptó y el resultado fue que ningún miembro de la Curia resultó elegido.

Pronto se verían las consecuencias del cambio. El 14 de noviembre, cuando el Concilio comenzó el estudio del esquema acerca de las fuentes de la revelación, se produjo una división de la asamblea en dos bloques encabezados por los cardenales Ottaviani (del Santo Oficio y presidente de la comisión que había elaborado dicho esquema) y Bea (que había estado durante muchos años al frente del Pontificio Instituto Bíblico). Para salir del círculo cerrado, el consejo de la presidencia propuso que la asamblea decidiese entre proseguir la discusión o rechazar el esquema. Aunque los favorables a seguir la discusión quedaron en minoría, según el reglamento, se requería la mayoría de dos tercios para conseguir el rechazo. Con una decisión que reformaba de un plumazo la decisión del Concilio y anulaba el reglamento de la asamblea, pasando del régimen colegial al monárquico, Juan XXIII juzgó oportuno intervenir y ordenó la retirada del esquema y la constitución de una comisión mixta presidida por Ottaviani y Bea.

Los acontecimientos originados por estos incidentes tuvieron efectos importantes: la recomposición de las diez Comisiones conciliares y la eliminación de todo el trabajo preparatorio, por lo que de veinte esquemas sólo se estudió el de Liturgia. Se cambió la inspiración general de los textos e incluso el género estilístico de los documentos que abandonaron la estructura clásica en la que a la parte doctrinal seguía el decreto disciplinar.

Renunciando a ser dogmático no iba el Concilio a ser ni siquiera auténticamente pastoral porque, en expresión del cardenal Ottaviani, la pastoral consiste en aplicar los principios dogmáticos a los casos concretos. El Vaticano Segundo no quiso definir ninguna doctrina revelada ni condenar infaliblemente nada, solamente procuró dar respuesta a las vicisitudes planteadas por la Modernidad pero lo hizo aceptando el lenguaje y el pensamiento subjetivista que es propio de este paradigma cultural.

«La prudencia, que debe regir la aplicación recta del principio doctrinal al caso concreto y práctico a la luz de la sana doctrina y del sentido común práctico, faltó por completo en la enseñanza del Vaticano II, “pastoral” in voto, pero en realidad, “apastoral” de facto, ya por defecto de doctrina sana, ya por carencia de sentido común […] El hecho de no haber querido poner en guardia a los fieles contra los peligros que amenazaban entonces al mundo y a la Iglesia (p.ej. el comunismo soviético) puede calificarse, como mínimo, de carencia total de sentido común, de prudencia y de una enseñanza y practica pastoral sana»[10].

Del conciliarismo a la nota previa

Un ejemplo de todo lo que venimos diciendo será la respuesta dada a los debates planteados en torno a de la potestad que corresponde al oficio del Romano Pontífice y sus características. Lo sorpresivo del recurso al argumento de la colegialidad y los vacíos que plantea como pretendida solución a la relación entre el primado de Pedro y la mencionada solidaridad colegial hacen que el texto de Lumen Gentium aprobado en el aula conciliar resultara difícilmente aceptable. Entonces Pablo VI determinó que una Nota previa de la Comisión teológica expresara una fórmula nueva, rechazando dos explicaciones:

  • La clásica interpretación católica según la cual el sujeto de la suprema potestad en la Iglesia es solamente el Papa, quien la condivide cuando quiere con la universalidad de los obispos llamados por él a Concilio.
  • La doctrina modernista según la cual el sujeto de la suprema potestad en la Iglesia es el colegio unido con el Papa (aunque no sin el Papa, que es su cabeza). Pero de modo tal que, cuando el Papa ejercita la suprema potestad, incluso en solitario, la ejercita en cuanto cabeza del colegio y como representante del colegio, al que tiene la obligación de consultar para expresar su pensamiento.

La Nota previa afirma que la potestad suprema reside en el colegio de los obispos unido a su Cabeza: pero pudiendo ejercitarlo ésta independientemente del Colegio, mientras que el Colegio no puede hacerlo independientemente de la Cabeza. Conviene resaltar la singularidad, incluso formal, de este documento:

  • No hay ejemplo en la historia de los concilios de una glosa de tal cariz añadida a una Constitución dogmática como es la Lumen Gentium y ligada orgánicamente a ella.
  • Parece inexplicable que el Concilio, en el mismo acto de promulgación de un documento doctrinal (después de tantas consultas, enmiendas y cribas) alumbre un documento tan imperfecto que deba ser acompañado por una cláusula explicativa.
  • Una curiosidad de esta Nota previa es que, según su título, se debería leer antes de la Constitución la que está ligada y sin embargo se edita después de ella.

Una controvertida reforma litúrgica

Colegialidad y duplicidad de la potestad suprema, ecumenismo, libertad religiosa… son algunos de los puntos débiles de un Concilio puestos reiteradamente de manifiesto por analistas como Roberto de Mattei (Il Concilio Vaticano II, Una storia mai scritta, Turín: Edizioni Lindau, 2010), Brunero Gherardini (Vaticano II: una explicación pendiente, Navarra: Editorial Gaudete, 2011) y Álvaro Calderón (Prometeo. La religión del hombre. Ensayo de una hermenéutica del Concilio Vaticano II, Buenos Aires: Río Reconquista, 2010). 

Pero quizá sea la reforma litúrgica el aspecto que más polémica ha desatado. Probablemente porque, por su propia naturaleza, el culto y la celebración de los Sacramentos sirvió como medio privilegiado para la difusión de los principios conciliares. Eso por no hablar de la profunda y caótica transformación sufrida por la inmensa mayoría de los espacios dedicados a la celebración y del mismo arte sacro.
Además, la reforma litúrgica desborda con creces la cronología conciliar porque procede de atrás, se hizo bajo la inspiración del llamado movimiento litúrgico desviado y se puso en práctica, con posterioridad a la clausura del propio Vaticano Segundo, amparándose en la ambigüedad y vaguedad de las genéricas afirmaciones contenidas en la Sacrosanctum Concilium.

El contraste entre el resultado de la reforma litúrgica y las formas previas es tan acusado que los Cardenales Ottaviani y Bacci llegaron a la siguiente conclusión:

«El nuevo “Ordo Missae” —si se consideran los elementos nuevos susceptibles de apreciaciones muy diversas, que aparecen en él sobreentendidas o implícitas— se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada por la 20ª sesión del Concilio de Trento que, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar a la integridad del Misterio»[11].

En efecto, la ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesiacree como ora, y así se expresa en el adagio clásico: “Lex orandi, lex credendi” [“La ley de la oración es la ley de la fe”] o “legem credendi lex statuat supplicandi” [“La ley de la oración determine la ley de la fe”], según Próspero de Aquitania (siglo V, ep. 217). Ahora bien, resulta difícil contradecir que detrás de la reforma litúrgica existen nuevas doctrinas teológicas que han dado origen a una nueva liturgia sustancialmente diferente de la liturgia romana tradicional. Un detallado estudio teológico y litúrgico publicado en 2001 llegaba a las siguientes conclusiones:

«El análisis del Novus Ordo Missae y de la Institutio generalis Missalis romani nos obligará a comprobar que la estructura del rito ya no se funda en el sacrificio sino en el banquete conmemorativo. Descubriremos igualmente que el rito ha puesto en primer plano la presencia de Cristo en su Palabra y en su pueblo, relegando a un segundo plano la presencia de Cristo como sacerdote y como víctima. Por una consecuencia inevitable, la dimensión eucarística se pondrá por delante de la finalidad satisfactoria. La conclusión de esta triple verificación se impondrá entonces: para designar las diferencias entre el misal tradicional y el nuevo, el término ruptura litúrgica es más apropiado que el de reforma litúrgica»[12].

Conviene recordar que Pablo VI acudía a la propia fuerza de su autoridad para obligar al acatamiento de las novedades que se deseaba implantar: “La adopción del nuevo Ordo Missae no se deja para nada a la libre decisión de los sacerdotes o fieles […] El nuevo Ordo Missae ha sido promulgado para tomar el lugar del antiguo rito, después de una madura deliberación, para llevar a cabo las decisiones del Concilio» (24 de mayo de 1976). Ahora bien, éste y parecidos discursos carecen del valor jurídico necesario para abrogar la Bula Quo primum de San Pío V (1570) que concede a perpetuidad a los sacerdotes de rito romano la facultad de la celebrar la impropiamente llamada Misa tridentina.

Ahora bien, con anterioridad a 1988 siempre se negaron desde Roma a reconocer comunidades en las que se celebrara la Liturgia Tradicional.Nunca se autorizó la celebración de la Misa Tradicionalhasta 1984, y entonces en condiciones leoninas. Prohibición, por cierto, contra todo derecho, por puro abuso de poder pues ahora en el Motu Proprio Summorum Pontificum el propio Benedicto XVI ha reconocido explícitamente “que no se ha abrogado nunca como forma extraordinaria» el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962. Creo que no se ha reflexionado seriamente sobre la gravedad de la situación ahora reconocida por primera vez; es decir, la existencia hasta 2007 de un vacío legal en una materia de importancia trascendental para la vida dela Iglesia como es la celebración dela Santa Misa.

Conclusión

Los hechos históricos necesitan del paso del tiempo para ser objeto de una valoración acertada. Unas veces porque la falta de perspectiva y de documentación o testimonios accesibles impide conocer cuáles son las intenciones que los guían y los objetivos que se pretenden. Otras, porque la libertad humana puede torcer o enderezar las consecuencias de una determinada decisión en una dirección muy diferente a la que pretendían quienes la pusieron en marcha.

No dejemos que la pasión ni los intereses impidan un análisis objetivo de los hechos históricos hasta aquí esbozados. Sobre todo porque, únicamente el paso del tiempo nos permitirá conocer la deriva definitiva que seguirán los acontecimientos y resulta difícil una correcta interpretación de lo que ocurre en nuestros días cuando se desfigura el pasado más reciente. Además, solamente examinando las causas profundas de la situación actual se podrá procurar el remedio adecuado.

Un remedio que, necesariamente, tendrá que pasar por los caminos abiertos por quienes, a lo largo de estos años, han sabido ser minoría sin caer en el desaliento, se han anclado firmemente en la verdad, no admitiendo lo que no es lícito y han juzgado las cosas por lo que son y no por lo que parecen o por lo que dicen los demás, por mucha autoridad de que parezcan revestidos.


[1] Yves Congar, Le Concile au jour le jour, 2ª session, París: Cerf, 1964, p. 115.
[2] Yves Congar, Essais Ecuméniques, París: Le Centurion, 1984, p. 216
[3] Ibid., p. 85.
[4] Yves Congar, La Crise d’Eglise et Msgr. Lefebvre, París: Cerf, 1977, p. 54.
[5] I.C.I., 15 de mayo de 1969.
[6] Joseph Ratzinger, Les Principes de la théologie catholique, París: Téqui, 1985, pp. 426-427. Las opiniones de Ratzinger sobre el Syllabus pueden confrontarse con las afirmaciones de Castán Lacoma cuando era Obispo Auxiliar de Tarragona: “El Syllabus, en el aspecto que considerábamos de vigencia canónica, la tiene plena; es perfectamente obligatorio hoy como lo era recién formulado por Pío IX”. (“Vigencia y actualidad del Syllabus”, Verbo Serie I-nº 2 (1962) pp. 11-12 y 20).
[7] Juan Martín Velasco, “Fidelidad al Concilio”, Misa Dominical XLII-10 (2010), 52.
[8] El 20 de enero de 1959: «De pronto, una gran idea surgió en Nosotros e iluminó Nuestra alma. La acogimos con inenarrable confianza en el divino Maestro y de nuestros labios salió una palabra solemne, imperativa. Nuestra voz la expresó por primera vez: un Concilio», Josep-Ignasi Saranyana (ed.), Cien años de pontificado romano. De León XIII a Juan Pablo II, Pamplona: EUNSA, 1997, p. 148.
[9] En expresión de Romano Amerio, ob. cit., p. 71.
[10] Sí Sí No No, junio-2012.
[11] Carta a Pablo VI de los cardenales Ottaviani —prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe— y Bacci que sirve de presentación al Breve Examen Critico del Novus Ordo Missae, 1969.
[12] Fraternidad Sacerdotal San Pío X, El problema de la reforma litúrgica. La Misa de Vaticano II y de Pablo VI, Argentina: 2001, pp.15-16.

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Ángel David Martín Rubio