«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

domingo, 20 de abril de 2014

Resurrección de Jesús y vida cristiana

Roger van der Weyden. Aparición de Cristo a la Virgen

En este Domingo de Pascua la Liturgia de la Iglesia nos invita a llenarnos de santa alegría por el misterio de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Con la palabra Resurrección significamos que Cristo triunfó de la muerte al reunirse su alma santísima con el cuerpo, del cual se había separado por la muerte. Comienza así una vida gloriosa e inmortal en la que el Hijo de Dios encarnado conserva sus llagas gloriosas, que nos recuerdan permanentemente que el Resucitado fue Crucificado por nosotros, y nos alcanzó la redención por medio de la cruz. 

1.  El misterio de Cristo resucitado es el corazón de la Iglesia.
No se puede entender de ningún modo lo que significa la Iglesia en el mundo si se la concibe únicamente como una sociedad de hombres que buscan la verdad o que coinciden en un programa de acción; o si se concibe al mismo Cristo únicamente como un fundador, en quien los sucesores ven al maestro o al ejemplo perdurable.

Tanto los Apóstoles como sus sucesores lo que hacen es anunciar y actualizar la presencia constante de Cristo Salvador a través de la historia. El Bautismo nos incorpora al cuerpo de Cristo. Y Cristo-cabeza se siente vitalmente ligado con todos sus miembros.

Gracias a la presencia de Cristo resucitado, la Iglesia es más que nosotros y podemos decir que la Iglesia es nuestra madre porque es el ámbito que nos garantiza la actuación salvadora del Señor. El verdadero magisterio eclesiástico nos transmite la fe pura, sin permitir que se disuelva en la corriente turbia de las opiniones humanas y los sacramentos nos levantan, por encima de una mera convivencia humana, a participar de una vida superior.

2. Cada uno de nosotros hemos sido hechos miembros de la Iglesia el día que recibimos el Sacramento del Bautismo.
Desde entonces se nos imprimió el carácter de cristianos, fuimos hechos hijos de Dios y se nos habilitó para recibir los demás sacramentos. Por eso, en numerosas ocasiones, el apóstol San Pablo pone en relación el Bautismo con la resurrección de Jesucristo:
Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida. Pues si hemos llegado a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida” (Rom 6, 4-5).
Por lo tanto de la resurrección de Cristo debemos sacar dos ejemplos.

a) Que después de haber lavado las manchas del pecado, comencemos un nuevo modo de vida en el cual resplandezcan la integridad de costumbres, la inocencia, la santidad, la modestia, la justicia, beneficencia y humildad.

b) Que perseveremos en este género de vida tan constantes que con la ayuda de Dios jamás nos apartemos del camino de la virtud una vez comenzado.

No solamente significan las palabras del Apóstol que la resurrección de Cristo se nos propone por ejemplar de la nuestra, sino también declaran que ella nos da, así virtud para resucitar, como fuerzas y espíritu para perseverar en la santidad y justicia, guardando los mandamientos de Dios. La resurrección de Jesucristo no solamente nos da fuerza para conseguir la santidad, sino que nos esfuerza para perseverar en esta nueva vida, sirviendo piadosa y santamente a Dios.

Resucitemos espiritual pero realmente con Jesús, vivamos de su vida, según sus enseñanzas… Una vida de hijos de Dios aquí en la tierra, para que Él nos haga participar de su vida gloriosa en el Cielo
Así lo pedimos por intercesión de la Virgen Santísima, a quien la Iglesia felicita por la Resurrección de su Hijo (Reina del Cielo, alegraté…) y le pide: «Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre».

Elaborado a partir de: Catecismo para párrocos y Cristo presente en la Iglesia nuestra Madre

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miércoles, 16 de abril de 2014

Pasión de la Iglesia, pasión de España

Los católicos españoles nos disponemos a celebrar la Semana Santa de un año que ha transcurrido bajo el signo de las más graves agresiones laicistas ocurridas desde el ciclo de 1931-1939. Además, a lo largo de estos últimos meses ha continuado la obra descristianizadora promovida desde el Gobierno y seguimos viviendo bajo los efectos de una crisis económica agravada por la falta de serias reformas que eviten la reiteración de efectos similares en el futuro y por la definitiva demolición del Estado social de derecho que habíamos heredado.

1.- Las reiteradas blasfemias en público, las profanaciones y los ataques a la religión católica desde medios de comunicación y otras instancias, han ido acompañadas en los últimos meses de ataques violentos. Probablemente la más simbólica de todas ellas fue la bomba activada en la Basílica de Nuestra Señora del Pilar por un grupo terrorista. Agresiones como la sufrida por el cardenal Rouco Varela o los asistentes a diversos actos religiosos, profanaciones de imágenes y cementerios, insultos, pintadas… hasta el intento de quemar una iglesia en Sevilla, van formando parte de la crónica cotidiana sin que estos hechos hayan merecido apenas atención por parte del Gobierno. Es más, se tiende a repartir las responsabilidades por la violencia entre la extrema izquierda y… la extrema derecha. Sin explicarnos, eso sí, qué acciones justifican el paralelismo.

2.- La nefasta gestión del zapaterismo ha sido reemplazada por la falta absoluta de voluntad por parte del Partido Popular para rectificar la obra de los sucesivos gobiernos que se han sucedido desde 1978. Fue entones, con la Constitución de 1978 y sus consecuencias, cuando se implantó un modelo político carente de cualquier referencia moral objetiva y que, en la práctica ha degenerado en verdadero laicismo. La presencia de dirigentes peperos en las reivindicaciones abortistas o la nueva ley proyectada al respecto, y momentáneamente paralizada por intereses electorales, nos dispensan de mayores precisiones al respecto.

Los católicos españoles siguen optando masivamente por los llamados “partidos mayoritarios”, fieles a las consignas que desde instancias eclesiásticas oficiales se les han hecho llegar desde 1977 y a la demoledora táctica de apoyo al mal menor (que el pensamiento tradicional español ya en el siglo XIX definió, en realidad, como el mayor de los males). De esta manera, sedicentes católicos respaldan desde las urnas a sucesivos gobiernos que implantan y consolidan desde el poder el laicismo más agresivo. Porque en la progresiva deriva del sistema hacia la izquierda, lo que hoy se considera mal menor, era el mal mayor hace pocos años. Y lo que inicialmente se consideraba “mal menor” se acaba asumiendo como algo válido frente a algo aún peor. Valga como ejemplo la aludida legislación despenalizadora del aborto y las sucesivas posturas ante el mismo del Partido Popular.

3.- La crisis económica que padecemos ya desde hace demasiados años no es sino una más de las que se vienen sucediendo sistemáticamente desde el cambio de modelo socio-económico iniciado en la Transición. Desde entonces se están difuminando progresivamente las clases medias, el más firme puntal de una sociedad moderna, al ser imposible o tener un costo inaccesible para la mayoría el ahorro, el acceso a la vivienda, la gestión de las pequeñas empresas, la estabilidad en el puesto de trabajo, la formación de una familia en los primeros años de la madurez… Las elevadísimas cifras de paro vienen a consolidar un modelo en el que se cierran definitivamente las puertas a las generaciones más jóvenes.

Con razón se ha dicho que durante esta crisis, las familias han actuado como elemento de cohesión social. También se ha puesto de relieve la fortaleza del núcleo familiar en España, a diferencia de otros países de nuestro entorno, y a pesar de las desfavorables intervenciones legislativas de los sucesivos Gobiernos “democráticos” y del notable deterioro de los valores morales propios de la familia. Pero, al hacerlo, conviene recordar que dichas familias han pivotado, sobre todo, en torno a las generaciones de mayor edad, esos magníficos abuelos, que fueron los niños de nuestra posguerra, y que ahora revalidan esfuerzos y sacrificios para sacar adelante a sus nietos sin contar, en muchas ocasiones, con el respaldo de la generación intermedia, irreversiblemente afectada ya por la sistemática demolición de la familia emprendida desde los grupos de poder.

El panorama se completa con una Iglesia sometida a una verdadera auto-demolición de su identidad y en estado de cuestionamiento de sus fundamentos doctrinales más profundos. La jaleada revisión de la difícil situación provocada por las rupturas matrimoniales y las uniones irregulares se está utilizando no solamente para modificar prácticas disciplinares sino para cuestionar los principios teológicos y morales que las sustentan. Además, en el caso de España, la cómoda instalación de las instancias oficiales de la Iglesia, apenas deja espacio más que para la denuncia formal y verbal de algunos excesos.

Ante Caifás, Cristo proclama la verdad religiosa (“Te ordeno en el nombre del Dios viviente que nos digas si eres el Cristo, el Hijo de Dios. Tú lo has dicho, respondió Jesús”: Mt 26, 63-64) y ante Pilato sostuvo la verdad política (“Le preguntó entonces Pilato: ¿Así que tú eres rey? Jesús le contestó: Tú lo has dicho: soy rey”: Jn 18, 37). Las dos verdades le llevaran a la Cruz. “No tenemos más rey que al César” (Jn 19, 15). Las autoridades judías en la ceguera de su incredulidad acaban reconociendo al emperador romano un poder político exclusivo con tal de rechazar la realeza de Jesús y de acabar con Él. Al igual que ellos, la mayoría de los católicos han renunciado a la verdad religiosa y han perdido, así, también la verdad política.

Los católicos españoles (como ocurre en otros ámbitos de nuestro entorno socio-cultural) han acabado por aceptar los antivalores impuestos por la Revolución Francesa (y su antecedente norteamericano) que conllevan una consideración sumisa y acrítica respecto a la civilización moderna en la que se integran, generalmente, bajo el amparo de las formas del conservadurismo liberal. De esta manera se da la paradoja de que únicamente se escucha un cuestionamiento a las falacias del sistema democrático desde las voces (no menos falaces) de la extrema izquierda, cuando han sido autores católicos quienes han pronunciado alguna de las más brillantes requisitorias contra este sistema tan falso en sus presupuestos teóricos como a la hora de llevar a la práctica lo que ofrece. Al tiempo que se llama “derecha” a un liberalismo neocapitalista y al materialismo de la afirmación de lo económico como valor supremo, se arrastra a la juventud hacia una “izquierda” que saca las últimas consecuencias de aquellos principios y se lanza contra un cristianismo que desconoce pero que encuentra enfeudado en realidades que detesta.

En esta situación, vivimos tiempos para una espiritualidad de “Viernes Santo”, que se aferra a lo que tiene mientras que aún lo conserva (“itaque fratres state et tenete traditiones quas didicistis sive per sermonem sive per epistulam nostram” – “Así pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta”, 2 Tes 2, 15). Pero nuestra esperanza no se funda en nostalgias ni en imaginadas restauraciones perpetuamente aplazadas, sino en una intervención metahistórica de la que tenemos certeza por la fe y que la caridad nos lleva a desear ardientemente.

La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino después de seguir a su Señor, en la muerte y en la Resurrección. El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal que hará descender desde el cielo a su Esposa. El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio Final después de la última sacudida cósmica de este mundo. Formidable descripción ésta que se encuentra en el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. 675-677) y a la que muchos ponen sordina porque está en trágica contradicción con el progresismo ingenuo y ramplón que aflora en otros lugares del mismo texto redactados tras la estela señalada por el último Concilio.
Nos recuerda San Luis María Grignion de Monfort que Jesucristo vino al mundo por medio de la Santísima Virgen y por medio de Ella debe también reinar en el mundo.
La salvación del mundo comenzó por medio de María y por medio de Ella debe consumarse. María casi no se manifestó en la primera venida de Jesucristo […] Pero, en la segunda venida de Jesucristo, María tiene que ser conocida y puesta de manifiesto por el Espíritu Santo, a fin de que por Ella Jesucristo sea conocido, amado y servido. […] Porque María debe ser terrible al diablo y a sus secuaces como un ejército en orden de batalla sobre todo en estos últimos tiempos porque el diablo sabiendo que le queda poco tiempo, y menos que nunca, para perder a las gentes, redoblará cada día sus esfuerzos y ataques. De hecho, suscitará en breve crueles persecuciones y tenderá terribles emboscadas a los fieles servidores y verdaderos hijos de María, a quienes le cuesta vencer mucho más que a los demás (TVD I, 3).
A la Virgen, desde esta tierra mariana por excelencia, imploramos para que acorte el tiempo de la prueba, el tiempo de la pasión de la Iglesia y de la pasión de España.
¡Venga a nosotros tu Reino! ¡Venga en nuestros días! ¡Venga por María!

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Rosmini: Francisco y los neocones

«El Magisterio de la Iglesia, que tiene el deber de promover y custodiar la doctrina de la fe y preservarla de las recurrentes asechanzas procedentes de algunas corrientes de pensamiento y de determinadas praxis, en repetidas ocasiones se interesó durante el siglo XIX por los resultados del trabajo intelectual del sacerdote Antonio Rosmini Serbati (1797-1855), poniendo en el Índice dos de sus obras en 1849, absolviendo ("dimettendo") después del examen, con decreto doctrinal de la Sagrada Congregación del Índice, las opera omnia en 1854 y, sucesivamente, condenando en 1887 cuarenta proposiciones, tomadas principalmente de obras póstumas y de otras obras editadas en vida, con el decreto doctrinal, denominado Post obitum, de la Sagrada Congregación del Santo Oficio (Denz 3201-3241)».
Con estas ajustadas palabras, que luego serán re-interpretadas en el propio documento, se inicia la Nota sobre el valor de los decretos doctrinales con respecto al pensamiento y a las obras del sacerdote Antonio Rosmini Serbati firmada por el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger, el 1 de julio de 2001. En dicho texto, se hace aplicación de una de las tesis más características del propio Ratzinger: el historicismo de las condenas doctrinales y, más aún, del propio Magisterio.
«Hay decisiones del Magisterio que no pueden ser la última palabra sobre una materia como tal, sino un anclaje importante para el problema, y sobre todo una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisional. Su contenido sigue siendo válido, pero los detalles en los que las circunstancias de tiempo pueden haber influido necesitan correcciones más tarde. En referencia a esto, se puede pensar así tanto de las declaraciones de los papas del siglo pasado sobre la libertad religiosa como de las decisiones antimodernistas de principios de siglo» (L’Osservatore Romano. Edición semanal, 27 de junio de 1990, p. 9).
Con motivo de la beatificación de Rosmini que tuvo lugar el 18 de noviembre de 2007, el Cardenal Saraiva Martins había confirmado en una entrevista la gran estima que sentían hacia él los papas posconciliares y que se manifestaba en hechos como las palabras pronunciadas por Pablo VI en varios discursos y las citas de Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio. Fue singular además la relación con Juan Pablo I, pues a pesar de que éste se doctoró con una tesis muy crítica con él, «hay testimonios dignos de fe que cuentan que el papa Luciani expresó su deseo de rehabilitar personalmente la figura de Rosmini». Sin duda soplaban aires teológicos muy distintos a los que predominaban cuando, en 1941, comenzó su Tesis Doctoral.
 
Todos, pues, se apresuraron a justificar la beatificación y a limpiar de cualquier sospecha a la figura de Rosmini, antaño condenado por sus más que discutibles juicios en el terreno moral, eclesiológico, litúrgico e incluso socio-político (con su postura contraria a la soberanía del Papa sobre los Estados Pontificios) y hoy elevado a la condición de precursor del Concilio Vaticano II, a pesar de que algunas de las lacras lamentadas por él en sus Cinco Llagas, incluso se han agravado.
 
En conclusión, nada habría que oponer a la beatificación de Rosmini pues la condena de su obra era consecuencia, ante todo, de factores determinados por la contingencia histórico-cultural y eclesial del tiempo, sin que respondieran a una consideración objetiva de su figura y de su obra. Hasta los jesuitas, se decía, antaño tan combativos contra Rosmini habían cambiado de opinión…
 
Pero llega el 4 de abril de 2014 y, en uno de sus discursos matutinos, Francisco se refiere a Rosmini, sin nombrarle expresamente aunque señalando una serie de rasgos suficientemente representativos; en especial, su libro Las cinco llagas de la Iglesia, en el que «reprochaba a la Iglesia de alejarse del camino del Señor» y, así, ha sido reconocido por los medios. Francisco pone patas arriba las sutiles argumentaciones que venimos exponiendo y ahora resulta que Rosmini fue considerado hereje en su tiempo y ha sido la Iglesia la que ha cambiado su juicio en relación con él porque «sabe arrepentirse». Puede ser apenas un matiz, pero conviene subrayar cómo Bergoglio caracteriza a Rosmini como heterodoxo mientras que Ratzinger, en su documento citado, reservaba tan duro calificativo para el sentido de la interpretación que el Magisterio de la Iglesia había hecho del pensamiento rosminiano».
«También tantos pensadores de la Iglesia fueron perseguidos. Pienso en uno, ahora, en este momento, no lejos de nosotros, un hombre de buena voluntad, un profeta de verdad, que con sus libros reprochaba a la Iglesia de alejarse del camino del Señor. Pronto fue llamado al orden, sus libros puestos en el índice, le quitaron la cátedra y así para este hombre terminó su vida: no hace mucho de esto. ¡Pasó el tiempo y hoy es beato! ¿Pero cómo es que ayer era un hereje y hoy es beato? Porque 'ayer los que tenían el poder querían silenciarlo, ya que no les gustaba lo que decía. Hoy la Iglesia, que gracias a Dios sabe arrepentirse, dice: 'No, este hombre es bueno!'. Es más, está en el camino de la santidad: es un beato"».
No entramos en la simplificación que se hace de la figura de Rosmini y de la problemática de sus condenas, silenciando las dificultades filosófico-teológicas de su obra escrita, más allá de su condición de sacerdote piadoso, reconocida por autores como Romano Amerio, que pone a la par en él «la profundidad de la especulación teológica y la profundidad de la inspiración religiosa» (Iota Unum, cap. XIV). Pero no podemos sino lamentar aquí esta nueva apología del relativismo más absoluto que tiende a difuminar la certeza de cualquier afirmación doctrinal, siempre susceptible de ser emplazada a la espera de una rectificación ulterior. Las palabras de Francisco llevan hasta sus últimas consecuencias los principios citados en la Nota de Ratzinger, principios que restan a las fórmulas doctrinales su propio valor y las reducen a la condición de producto socio-cultural de una determinada época. Así se destruye el concepto mismo del Magisterio eclesiástico e incluso de la Revelación divina.
 
Ahora bien, tal vez sin pretenderlo, Francisco viene a justificar las posiciones de resistencia que resultan tan desagradables para quienes se apresuraron a explicar la rehabilitación de Rosmini argumentando sobre la ortodoxia del sujeto. Posiciones de resistencia que resultan tan desagradables para quienes han reaccionado ante la doctrina y la praxis posconciliar negando explícitamente la existencia de una contradicción, la realidad de una ruptura. Y es que no vemos razón para no poder pronunciar la frase en presente y sostener que también en la Iglesia de hoy “los que tienen el poder” quieren silenciar a otros porque no le gusta lo que dicen.
 
Benedicto XVI y Francisco sitúan así a los “neocones” ante la disyuntiva: o historicismo absoluto (y por lo tanto relativismo) o reinterpretación del pasado vía peticiones de perdón. O lo que es peor; tener que asumir ambas cosas al tiempo que reclaman y practican una concepción errónea de la obediencia trufada de nominalismo. Del historicismo y de las peticiones de perdón, hemos conocido manifestaciones muy tristes e igualmente auto-demoledoras. Que es de lo que se trata.
 
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La “dignidad” y la alcaldesa de Cáceres

Cáceres, 1937: al fondo, sacos terreros para proteger a la población de los ataques de la aviación roja
Con ocasión del 75 aniversario de la Victoria de 1939, los herederos de los derrotados vuelven a agitar su peculiar memoria hemipléjica y a utilizar a algunas de las víctimas de la Guerra Civil para sus habituales maniobras contra la libertad y el Estado de derecho.
 
Caracterizados representantes de la casta política se han sumado a la ofensiva con intervenciones como la de la alcaldesa de Cáceres, Dª Elena Nevado, en la inauguración de un autodenominado "memorial" en el cementerio de dicha ciudad. Para la dirigente "popular" «este monumento hace que la ciudad de Cáceres haya recuperado la dignidad»...
 
No sabemos cuándo perdió la ciudad de Cáceres su dignidad, y convendría que la señora Nevado lo explicara, a los cacereños y a sus votantes. Sobre todo si defiende un concepto de "dignidad" tan parcial en el que no hay lugar -por ejemplo- para las víctimas del bombardeo aéreo de la aviación roja que causó decenas de muertos y heridos el 23 de julio de 1937.
 
Si ya las iniciativas promovidas por el Ayuntamiento socialista de Cáceres provocaron la burla y la indignación en toda España por medidas que iban desde suprimir el nombre de la calle Héroes de Baler a retirar un escudo de los Reyes Católicos, sus sucesores parecen decididos a no quedarse atrás.
 
Una vez más, la interesada memoria histórica que unifica a comunistas, socialistas y peperos "lleva al extremo más grotesco su falsedad cuando equipara como "víctimas" a criminales e inocentes, rebajando a estos al nivel de aquellos y exaltando así a los primeros" (Pío Moa). Suponemos, que los huesos de los cacereños asesinados por los frentepopulistas en los escasos lugares de la provincia que pudieron someter al terror revolucionario se habrán removido en sus tumbas ante el homenaje rendido a los responsables de sus muertes sin discriminarlos de los que cayeran, tal vez siendo inocentes, como consecuencia de las pasiones desatadas en una guerra.
 
Eso sí. Todo un detalle, el del Partido Popular desde el Ayuntamiento de Cáceres al haberse adelantado en dos días a la efémeride y, al menos, no haber hecho coincidir su peculiar homenaje con el 75 Aniversario del 1 de abril.
 
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sábado, 5 de abril de 2014

"Desatadlo y dejadle andar"

Juan de Flandes: Resurrección de Lázaro
1. El milagro de la resurrección de Lázaro que nos presenta el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (Forma ordinaria: Jn 11, 1-45) completa la presentación de la vida sobrenatural que Jesucristo ha venido a traernos y que se ha venido haciendo a lo largo de los últimos domingos. Él nos ofrece el agua de la gracia como veíamos en su diálogo con la samaritana, Él es la luz del mundo como le contemplábamos el domingo pasado al leer el milagro de la curación del ciego de nacimiento, y hoy, Cristo se nos presenta como la Resurrección y la Vida.
 
La vuelta de Lázaro a la vida significa mucho más que el recuperar unos años de existencia que definitivamente se iban a volver a cortar porque Lázaro volvió a morir. Al devolverle la vida, Jesucristo nos está demostrando que, como Dios que es, tiene poder sobre la muerte, y sobre todo nos puede hacer pasar de la muerte (que es el pecado) a la vida de la Gracia. La Gracia, que nos hace participantes de la divina naturaleza, hijos de Dios que han de vivir como lo que son.
 
2. Ese paso de la muerte del pecado a la vida de la Gracia se realiza en el Sacramento del Bautismo que nos perdona el pecado original y nos hace hijos de Dios. Pero la Gracia se puede perder como consecuencia del pecado mortal; todavía en ese caso la podemos recuperar gracias al Sacramento de la Confesión.
 
La proximidad de la Semana Santa nos invita a recordar la obligación de la Confesión anual, es decir, de acercarse personalmente y de manera sincera al Sacramento de la Penitencia, acusando los propios pecados con arrepentimiento y con propósito de cambiar de vida. Es éste uno de los mandamientos más graves de la Iglesia. Confesar los pecados mortales al menos una vez al año, en peligro de muerte o si se ha de comulgar obliga a todos los cristianos que han alcanzado el uso de razón, hombres y mujeres, de cualquier edad. No hacerlo significa permanecer aferrado a una situación estable de pecado mortal y ponerse en peligro cierto de eterna condenación si la muerte nos sorprendiera ese desgraciado estado.
 
3. Confesarse y confesarse bien. Este Sacramento fue instituido por la suma bondad y misericordia de Cristo Señor nuestro por causa de nuestra salvación. Al dar el Espíritu Santo a su apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).
«Esto mismo parece significó el Señor al encomendar a los Apóstoles que quitaran de Lázaro, así que resucitó, las ataduras con que estaba ligado. Porque San Agustín explica así este lugar: ―Los Sacerdotes pueden ya aprovechar más y perdonar más a los que se confiesan, porque Dios perdona a, los que ellos perdonan, pues habiendo él resucitado a Lázaro del sepulcro, le encomendó a, los discípulos para que le soltasen, mostrando en eso la potestad de desatar que se comunicó a los Sacerdotes”. Lo mismo dio también a entender cuando a los que curó de la lepra en el camino, mandó se presentasen a los Sacerdotes y se sujetasen a su juicio» (Catecismo Romano)
En cada confesión, el efecto de ese Sacramento está en proporción con las disposiciones de quien lo recibe. Como el sol, que siendo el mismo para todos, puede dejar de calentar si se le pone un obstáculo en medio (p. ej. Una nube). Los obstáculos más serios para recibir la gracia de la confesión son dos y muchas veces pueden ir unidos, siendo uno causa del otro: la falta de sinceridad en la acusación de los pecados y la falta de arrepentimiento.
 
Para tener dolor de nuestros pecados hemos de pedirlo a Dios de corazón y excitarlo en nosotros con la consideración del mal inmenso que hemos hecho pecando. Para moverme a detestar los pecados consideraré:
1°, el rigor de la infinita justicia de Dios y la deformidad del pecado que ha afeado mi alma y me ha hecho merecedor de las penas eternas del infierno, 2.°, que he perdido la gracia, amistad y filiación de Dios y la herencia del paraíso; 3 °, que he ofendido a mi Redentor que murió por mí y por causa de mis pecados; 4.°, que he menospreciado a mi Creador y a mi Dios; que he vuelto las espaldas a mi sumo Bien digno de ser amado sobre todas las cosas y servido fielmente.
Cuando vamos a confesarnos hemos de poner mucha diligencia en tener verdadero dolor de los pecados, porque es lo que más importa, y si el dolor falta la confesión no vale.
 
Es muy bueno y provechosísimo hacer a menudo el acto de contrición, mayormente antes de
acostarse y cuando uno advierte o duda haber caldo en pecado mortal, a fin de recobrar cuanto antes la gracia de Dios, lo cual ayuda sobre todo para obtener más fácilmente de Dios la gracia de hacer un acto semejante en la mayor necesidad, que es el trance de la muerte (Cfr. Catecismo romano, 725-731).
 
4. Amar la confesión y acercarse a ella con frecuencia y con las debidas disposiciones, es síntoma claro de amor a Dios. Por el contrario, despreciarla o sentir indiferencia hacia ella sugiere endurecimiento para las cosas de Dios, frialdad e ingratitud de un hijo hacia su padre, afecto al pecado incompatible con lo que Dios espera de nosotros.
 
Que Santa María mueva nuestras almas para recuperar la vida de la Gracia en el Sacramento de la Confesión.
 
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viernes, 4 de abril de 2014

Examen de conciencia

 
El cuarto Domingo de Cuaresma, por coincidir en la mitad de este tiempo, se propone renovar en los fieles la alegría y la esperanza que les aliente para perseverar en el espíritu de penitencia como preparación para celebrar el triunfo pascual. Hoy se nos invita a apreciar los grandes dones que, con el Bautismo, hemos recibido los cristianos y se nos estimula a vivir de acuerdo con nuestra condición de hijos de Dios. Ese tambien es el significado de la renovación de las solemnes promesas bautismales que haremos en la Vigilia Pascual.
 
A ese fin, la Liturgia permite en el templo las flores, y ornamentos de color rosáceo que reemplazan a la austeridad penitencial del morado, y elige textos muy hermosos y muy adecuados para infundir alientos, como la antífona de entrada: ¡Laetare! - «Alégrate, Jerusalén, convocad la asamblea los que la amáis, llenaos de alegría los que estáis tristes; para que os alimentéis de sus pechos y os saciéis de sus consuelos». La Iglesia se alegra hoy intensamente, pero con moderación todavía, como quien está dispuesta a reanudar enseguida el tono propio de la Cuaresma en la que pedimos llegar por los méritos de la Pasión y muerte en cruz de Jesucristo a la Gloria de su Resurrección.
 
El Evangelio de este Domingo (Forma Ordinaria: Jn 9, 1-41) pone en el centro de nuestra consideración a Jesucristo como luz del mundo y, como consecuencia, se nos recuerda que los cristianos tenemos que vivir como hijos de la luz. «Yo soy la luz del mundo quien me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). El pecado es la oscuridad y las tinieblas, la gracia de Dios -el don de Dios del que hablaba Jesús a la samaritana en el Evangelio del pasado Domingo- y las obras de la gracia en nuestras almas son la luz.
 
En el prólogo a su Evangelio, San Juan nos presenta a Jesucristo como el Verbo encarnado, la luz de los hombres. Pero "la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron" (Jn 1, 5). Los hombres con sus pecados se cierran a la luz. “Este es el juicio: que la luz ha venido al mundo y los hombres han amado más las tinieblas, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
 
En el Bautismo, los cristianos hemos pasado de las tinieblas a la luz, por eso tenemos que «caminar como hijos de la luz, buscando lo que agrada al Señor» (2 Lect. Ef 5, 8-14). Nuestra conducta tiene que dar testimonio del Bautismo recibido, de nuestra dignidad de hijos de Dios y necesitamos una continua purificación de toda sombra de pecado a fin de abrirse cada vez más a la luz de Cristo. Por eso, el episodio de la curación del ciego de nacimiento no solamente nos muestra que Jesucristo pone la luz donde antes había oscuridad, sino las disposiciones que son necesarias por nuestra parte para acoger la luz de Cristo.
 
Entre esas disposiciones, podemos referirnos al examen de conciencia (cfr. Catecismo Mayor, 697-707) que nos ayuda a conocernos mejor y que debemos practicar con frecuencia, incluso diariamente, y de manera más profunda antes de acercarnos al Sacramento de la Penitencia.
 
Examen de conciencia es una diligente averiguación de los pecados que se han cometido desde la última confesión bien hecha. Se hace trayendo cuidadosamente a la memoria todos los pecados cometidos y no confesados, de pensamiento, palabra, obra y omisión, contra los mandamientos de Dios y de la Iglesia y las obligaciones del  propio estado. También hemos de examinarnos acerca de los malos hábitos y ocasiones de pecar.
 
Especial atención debemos poner a la hora de reconocer los pecados mortales
 
Para que un pecado sea mortal se requieren tres cosas: materia grave, plena advertencia y perfecto consentimiento de la voluntad.
 
1.- Hay materia grave cuando se trata de una cosa notablemente contraria a la ley de Dios o de la Iglesia.
2.- Hay plena advertencia o conocimiento en el pecar cuando se conoce perfectamente que se hace un mal grave.
3.- Hay perfecto consentimiento de la voluntad cuando se quiere deliberadamente hacer una cosa, aunque se vea que es pecaminosa.
 
El Evangelio nos presenta también a los que no cambiaron, no se convirtieron al Salvador a pesar de tenerle tan cerca, de ser espectadores de sus milagros… Por su falta de disposiciones, su orgullo no les dejó ver.
 
Por el contrario, la Virgen María es modelo de la actitud de disponibilidad y correspondencia que hay que tener ante la luz de Cristo. Ella nos alcance que Dios ilumine nuestras almas con la claridad de su gracia.
 
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