«Saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente; al crecer la maldad se enfriará el amor en la mayoría, pero el que resista hasta el final se salvará» (Mt 24, 11-13)
La semana pasada nos llenaba de indignación la noticia de la prohibición de las banderas nacionales en la concentración llevada a cabo en el Cerro de los Ángeles y la censura del nombre de España en los carteles editados en vascuence por la Archidiócesis de Pamplona. Hablábamos entonces de una división en la Iglesia que, tal vez, pareciera a algunos exageración por nuestra parte. El 30 de junio de 2009, los obispos que tienen su sede en Vascongadas se han vuelto a situar a la cabeza de la indignidad al hacer público un manifiesto (“Carta Pastoral conjunta” lo llaman algunos) en el que hacen saber su decisión de promover una serie de iniciativas en homenaje y reivindicación a un grupo de sacerdotes que fueron ejecutados con posterioridad a la ocupación de la provincia de Guipúzcoa por las tropas nacionales durante la pasada Guerra Civil Española.
Los obispos de Bilbao (Ricardo Blázquez, y su auxiliar, Mario Iceta), el obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, y el de Vitoria, Miguel Asurmendi, estiman ahora oportuno recordar unos sucesos que tuvieron lugar hace más de setenta años y que no fueron sino una de las más dramáticas expresiones del compromiso de parte de la jerarquía eclesiástica con el nacionalismo vasco. Podían haberlo hecho mucho antes, han podido esperar otros setenta años, pero han elegido el momento en que, por primera vez en la historia de la democracia, los nacionalistas han sido desalojados de las instituciones por la voluntad de los ciudadanos vascos expresada democráticamente. Y es ahora cuando acuden a este recurso para reforzar las causas del antifranquismo y del antiespañolismo, al parecer en retroceso. Deplorable aportación a la causa común del nacionalismo por parte de una “Iglesia” que paga con la esterilidad y la irrelevancia su propia infidelidad.
El texto que ha salido de las plumas episcopales parece en sus conceptos y en sus términos inspirado por la ideología de la memoria promovida en España desde hace años por la izquierda y los nacionalistas como parte integrante de su discurso en el que la manipulación de la historia y del pasado se convierten en una de las herramientas más útiles a la hora de consolidad el proceso de revolución cultural que cierre la trayectoria de los últimos años con una segunda transición. Lejos de cualquier motivación sobrenatural, ellos confiesan como conclusión del manifiesto que se trata de un alcanzar objetivo puramente intramundano: «mirar al pasado para aprender a construir un presente y un mañana nuevos».
Preocupante es el presente y el futuro que proponen construir los obispos vascos sobre una mirada deformada del pasado. El documento que estamos glosando carece de cualquier alusión al contexto histórico, al proceso revolucionario que sufrió España en los años treinta, a la persecución religiosa (esta palabra ni se cita), a una guerra cuya justicia fue reconocida por el episcopado español y extranjero y a una victoria que Pío XII calificó en términos encomiásticos. Por supuesto, ni palabra acerca de la Instrucción de los Obispos de Pamplona y Vitoria reprochando a los nacionalistas su colaboración con los marxistas y, menos aún, cualquier referencia al compromiso político del clero vasco y a su intervención partidista en el conflicto. Especialmente injusta es la falta de toda referencia al Primado de España, Cardenal Gomá, y al Jefe del Estado, Generalísimo Franco, que pusieron fin con su intervención personal a las ejecuciones de sacerdotes condenados por tribunales de guerra bajo la acusación de actividades a favor del bando frentepopulista. Falso es también que aquellos sacerdotes fueran «relegados al silencio», aparte de las intervenciones citadas, las circunstancias de algunas de estas muertes aparecen en trabajos tan tempranos como el publicado por el jesuita padre Bayle en 1940 (El clero y los católicos vasco-separatistas) y en otros libros y sus nombres fueron recogidos en la Lista nominal de las bajas sufridas por la Iglesia española durante la guerra civil, de 1936 a 1939, en obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas aparecida en la Guía de la Iglesia en España editada por la Oficina General de Información y Estadística de la Iglesia en España en 1954.
Pero la manipulación se da la mano con la vileza cuando se quiere identificar a todas las víctimas bajo el señuelo de que «fueron más de setenta los sacerdotes y religiosos ejecutados en la diócesis de Vitoria, en los territorios controlados por uno u otro bando». Señores obispos: ustedes silencian que solamente hubo persecución religiosa y mártires en la aquella parte de las provincias vascas que quedó bajo el dominio de los rojo-separatistas. Como dejó sentado D.Antonio Montero Moreno (hoy Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz) después de su serena investigación histórica publicada en 1961, justa o injusta la muerte de los sacerdotes que ustedes se proponen ahora homenajear no se debió a su carácter sacerdotal o a su ministerio sagrado. Y Salvador de Madariaga, republicano y liberal, dio por zanjado el asunto al concluir que «hay mucha distancia en malos tratos y muertes (por detestables que fueran, como lo fueron) por razones políticas, y a pesar de ser sacerdotes, y un asesinato en masa de sacerdotes precisamente por serlo». Por el contrario, en las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, fueron asesinados cincuenta y cinco sacerdotes y religiosos porque no fueron objeto de la protección que amparaba a quienes profesaban la ideología nacionalista; buena parte de ellos, en los barcos-prisiones y en las cárceles de Bilbao, sede del Gobierno autónomo vasco. Ante el intento, viejo como la mentira y el demonio, de deformar lo ocurrido en Vascongadas, el Cabildo de Vitoria denunciaba la persecución religiosa sufrida en unas declaraciones publicadas en la prensa nacional en julio de 1937:
«1°. La inmensa mayoría de los sacerdotes se ha visto obligado a vestir de seglar aun en el mismo Bilbao; 2°. Muchos han sido vejados, perseguidos y encarcelados sin proceso ni juicio alguno; 3°. Muchos han sido asesinados, sin que se sepa de castigo alguno impuesto a los culpables; 4°. Las casas de no pocos de ellos han sido allanadas y saqueadas a cualquier hora del día y de la noche; 5°. No se ha llevado públicamente el Santo Viático, ni se han conducido solemnemente los cadáveres, fuera de algunos de personas destacadas, contrastando esto con la asistencia de autoridades vascas a una porción de entierros civiles de jefes de milicianos muertos en el frente; 6°. Apenas ha habido cultos vespertinos ni predicación en muchas iglesias; 7°. Las mujeres han tenido que acudir a ellos y llevar la mantilla puesta por las calles, so pena de ser insultadas groseramente. 8°. Las iglesias han estado contra costumbre cerradas durante gran parte del día; 9°. Bastantes han sido convertidas en almacenes de víveres, cuarteles, salas de baile y hasta prostíbulos, como las de Ubidea y Ochandiano, etc., no disponiendo algunas poblaciones ni de las precisas para satisfacer la piedad de los fieles; 10°. Se han proferido blasfemias horribles, procaces dicterios contra la Iglesia y las jerarquías católicas desde la emisora del Gobierno vasco, establecida en el mismo palacio presidencial. Junto a estos hechos, ¿qué significa la apertura de un seminario, la exención de los sacerdotes del cumplimiento de las leyes militares y algunos otros, de más apariencia que realidad?».
Solamente nos queda esperar, que si todavía existe dignidad en una institución que antaño fue gloriosa, quien tenga autoridad para hacerlo ponga coto a esta arbitrariedad, impida la ejecución de este proyecto político y pida responsabilidades a sus promotores. Si no es así, si una vez más nos vemos obligados a lamentar la cobardía o la complicidad de quienes prefieren aparecer como encubridores de la ideología que en España carga las metralletas, tendremos que recordar, para conservar la fe, que la doctrina de la Iglesia no es la de estos lobos disfrazados de pastores sino la de aquellos que, como el Cardenal Gomá, condenan al nacionalismo afirmando «que surge contra el Estado y sacude el yugo común que aunaba en la síntesis de la Patria única a varios pueblos que la Providencia y la historia redujeron a un denominador común». (cfr. Catolicismo y Patria, VI). Porque la doctrina católica predica a los pueblos la justicia y la caridad, también en el orden político y es la justicia y la caridad la que, «dentro de un mismo Estado, impone el respeto a vínculos derivados de los hechos y principios legítimos que forman de varios pueblos una gran Patria» (ibid.). Para concluir, con esperanza, que una vez silenciados quienes odian aquello que nosotros amamos, nuestra España volverá a ser: «Una, con la unidad católica, razón de toda nuestra historia; grande, con la grandeza del pensamiento y de la virtud de Cristo, que han producido los pueblos más grandes de la historia universal; y libre “con la libertad con que nos hizo libres Cristo” porque fuera de Cristo no hay verdadera libertad» (ibid.,VII).