Para eso dio la
potestad de perdonar los pecados a los Apóstoles y a sus sucesores. Prometió a
Pedro el poder de perdonar los pecados, cuando este le reconoció como Mesías: «A ti te daré las llaves del reino de los
cielos: lo que atares sobre la tierra, estará atado en los cielos, lo que
desatares sobre la tierra, estará desatado en los cielos» (Mt 16, 19). Poco
tiempo después –como hemos escuchado en el Evangelio de la Misa (Forma
ordinaria; Semana XIX TO, Miércoles: Mt 18, 15-20)– extendió esa promesa a los
demás Apóstoles: «Os aseguro que todo lo
que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la
tierra quedará desatado en el Cielo». El anuncio se hizo realidad al
instituir el Sacramento de la Penitencia, cuando se apareció a sus discípulos
el mismo día de su Resurrección y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán
perdonados, a quienes se los retuviereis les serán retenidos» (Jn 20, 23). «De estas tan claras y precisas palabras, ha
entendido siempre el universal consentimiento de todos los Padres, que se
comunicó a los Apóstoles, y a sus legítimos sucesores el poder de perdonar y de
retener los pecados al reconciliarse los fieles que han caído en ellos después
del Bautismo» (C.Trento, ses. XIV, cap. I).
La institución del
Sacramento de la Penitencia expresada tan claramente en estos versículos,
obliga a los fieles a manifestar o confesar sus pecados en particular al
sacerdote; de otro modo no le sería posible a éste el “perdonar” o “retener”
los pecados[1].
La acusación de los pecados es también manifestación inseparable del dolor y
propósito de la enmienda sin los cuales no podríamos recibir el Sacramento de
la Penitencia. El sacerdote no podría absolver a quien no está arrepentido de
su pecado; a los que, pudiendo, se niegan a restituir lo robado; a quienes no
se deciden a abandonar la ocasión próxima de pecado; y, en general, a quienes
no se proponen seriamente apartarse de los pecados y enmendar su vida. Ellos
mismos se excluyen de esta fuente de misericordia.
II. La consideración del sacramento de la Penitencia es inseparable de la reflexión acerca de la penitencia como virtud., pues siendo los actos de esta virtud como la materia del Sacramento de Penitencia, si los fieles antes no entienden bien lo que es la virtud, necesariamente ignorarán el valor del Sacramento.
De ahí que debamos esforzarnos
por conseguir la Penitencia interior del alma, que llamamos virtud, pues sin
ella, poquísimo nos ha de aprovechar la penitencia exterior. La Penitencia interior es aquella por la
cual nos convertimos a Dios de todo corazón, detestando y aborreciendo las
culpas cometidas, proponiendo al mismo tiempo firme y resueltamente enmendar la
mala vida y perversas costumbres, con esperanza de conseguir el perdón de la
misericordia de Dios. (Catecismo Mayor).
Teniendo en cuenta
que la virtud de la penitencia se ordena a reparar la injuria personal cometida
contra Dios mediante el dolor y el arrepentimiento del pecado, se sigue
inmediatamente que sólo pueden poseer la virtud de la penitencia quienes son
capaces de pecar y de arrepentirse del pecado. La Virgen María, quien por
especial privilegio de Dios, no cometió jamás el más pequeño pecado venial[2]
es casi seguro que careciera de esta virtud y, desde luego, no tuvo jamás
necesidad de poner en práctica ningún acto de penitencia (Temas de predicación,
47_1). Tampoco pudo recibir el sacramento de la penitencia, puesto que fue
instituido por Cristo para el perdón de los pecados y, concebida Inmaculada,
María no tuvo jamás la menor sombra de pecado.
Ahora bien, a lo largo de todo el Evangelio resuenan
las palabras arrepentíos
y haced penitencia. Y los cristianos escuchamos la llamada a la penitencia también
como una llamada maternal; como la voz, a la vez dulce y fuerte de la Virgen
María, como dirigida personalmente a cada uno de nosotros, que apremia a la
conversión del pecador y a reparar el pecado cometido.
a) La primera muestra de esta virtud se manifiesta en
elamor a la Confesión frecuente de nuestras culpas actuales y
pasadas, que nos lleva a desearla, a prepararla, con contrición verdadera, y a
llevar a cabo un eficaz apostolado para acercar a los demás a este sacramento.
b) La virtud de la penitencia ha de estar presente, de
alguna manera, en el cumplimiento de los deberes que se nos imponen cada día y
en la aceptación de los sufrimientos que Dios permite o nos envía. Debemos,
finalmente, practicar las obras de penitencia principales que son el ayuno, la
oración y la limosna.
El juicio del
sacramento de la Penitencia es, en cierto modo, adelanto y preparación del
juicio definitivo, que tendrá lugar al final de la vida. Entonces
podremos valorarla gracia y la misericordia divina que nos perdonó tantos pecados. Demos
gracias a Dios y pidamos que nunca falten en su Iglesia sacerdotes dispuestos a impartir este sacramento con amor y sabiduría.
[1] «Porque
es cierto que estas palabras no se dijeron sino a sólo los Apóstoles, a quienes
suceden en este cargo los Sacerdotes. Y esto también es muy conforme a razón.
Porque como todas las gracias que se conceden por este Sacramento, se derivan a
los miembros de la cabeza que es Cristo; con razón deben administrarle al
cuerpo místico de Cristo, que son los fieles, aquellos solos que tienen
potestad de consagrar el verdadero Cuerpo, mayormente cuando por ese mismo
Sacramento de la Penitencia se preparan y disponen los fieles para recibir la Sagrada
Eucaristía» (Catecismo Romano).
[2] Pero
siendo este privilegio completamente extrínseco a su condición de criatura
humana defectible, muchos teólogos dicen que pudo tener, y tuvo de hecho, la
penitencia como virtud infusa (Royo Marín, La Virgen María). «¿En María
Santísima hubo Penitencia virtud? Que hubo en cuanto al hábito, porque pudo
pecar por ser persona criada; pero no hubo en María Santísima acto de
Penitencia, porque no pecó» (Prontuario
de la teología moral por Francisco Lárraga, pág. 96).
Ángel David Martín Rubio |