Radiomensaje de su S.S. Pío XII al Congreso Mariano Nacional de España, 12 de octubre de 1954
Quién Nos pudiera dar en estos momentos que, así como con Nuestra voz conseguimos hacernos presentes en medio de vosotros, lo pudiéramos hacer igualmente con Nuestros ojos y Nuestros oídos, para escuchar el voltear de las campanas de toda España, las salvas de honor, los vítores y las aclamaciones, los suspiros y las plegarias que suben a lo alto; para ver a todo un pueblo agolpándose ante los altares de su Madre y Señora y ofreciéndole su corazón y su vida? «Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis y los oídos que oyen lo que vosotros oís» (cf. Mt 13, 16).
Porque España ha sido siempre, por antonomasia, la «tierra de María Santísima» y no hay un momento de su historia, ni un palmo de su suelo, que no estén señalados con su nombre dulcísimo. La histórica catedral, el sencillo templo o la humilde ermita a Ella están dedicadas; y si quisiéramos solamente evocar, según se Nos vienen a las mientes, algunas de las advocaciones principales, que como piedras preciosas en manto riquísimo son ornamento del territorio español: Covadonga, Begoña y Montserrat; la Peña de Francia, la Fuencisla y Monsalud; la Almudena, el Sagrario y los Desamparados; Guadalupe, los Reyes y las Angustias, Nos parecería o que estábamos recorriendo la topografía nacional o que íbamos fijando los hitos principales de la historia de España. Eran pinceles españoles los de Juan de Juanes, Zurbarán, el Greco y Murillo; y por eso rivalizaron en representarla a cual más hermosa.
Gubias y cinceles españoles fueron los de Gregorio Hernández, Alonso Cano, Martínez Montañés y Saltillo y por serlo no pudieron menos de estar dedicados de modo especial al servicio de su Madre amantísima. Y si es un Rey Santo el que cabalga para conquistar Sevilla, irá con Nuestra Señora en el arzón; y si son proas castellanas las que, precisamente tal día como hoy, violan el secreto de las tierra americanas, sobre una de ellas irá escrito necesariamente el nombre de «Santa María», ese nombre que luego el misionero y el conquistador irán dejando en la cima inaccesible, en el centro de la llanura sin fin o en el corazón de la selva impenetrable, para que sea también allí fuente de gracia y de bendición.
Pero entre tantas advocaciones, Venerables Hermanos y amados hijos, acaso ninguna para vosotros tan entrañable, ni tan enraizada en vuestra carne misma, como esa Virgen Santísima del Pilar, que en estos instantes tenéis ante los ojos.
Y tu —oh Zaragoza— no serás ya insigne por tu privilegiada posición, por tu cielo purísimo o por tu rica vega, «loci amoenitate, deliciis praestantior civitatibus Hispaniae cunctis», como la llama el gran Isidoro de Sevilla; no lo serás por tus magníficos edificios, donde galanamente se salta sin desentonar de los primores mozárabes a las elegancias platerescas; no lo serás por haber oído el paso cadencioso de las legiones romanas o por el aliento indomable que te sostuvo «siempre heroica» en los heroicos sitios; lo serás por tu tradición cristiana, por tus Obispos, Félix, en pluma de S. Cipriano «fidei cultor ac defensor veritatis»[1], S. Valero y S. Braulio; por Sta.. Engracia y los Mártires innumerables, a los cuales podemos añadir el santo niño, embellecido también con la púrpura de su sangre, Dominguito del Val; lo serás, sobre todo, por esa columna contra la cual, rodando los siglos, como contra la roca inconmovible que, en el acantilado, desafía y doma las iras del mar, se romperán las oleadas de las herejías en el período gótico, las nuevas persecuciones de la dominación arábiga y la impiedad de los tiempos nuevos, resultando así cimiento inquebrantable, inexpugnable valladar e insuperable ornamento, no sólo de una nación grande, sino también de toda una dilatada y gloriosa estirpe! «Yo he elegido y santificado esta casa —parece decir Ella desde su pilar— para que en ella sea invocando mi nombre y para morar en ella por siempre»(cf. 2 Paral. 7, 16); y toda la Hispanidad, representada ante la Capilla. angélica por sus airosas banderas, parece que le responde: «Y nosotros te prometemos quedar de guardia aquí, para velar por tu honra, para serte siempre fieles y para incondicionalmente servirte».
Pero hoy vosotros, Venerables Hermanos y amados hijos, si habéis venido aquí, si os habéis reunido en todos los centros marianos de la nación, ha sido con una intención precisa: evocando aquella jornada inolvidable en el Cerro de los Ángeles, de 1919, donde España se consagró al Corazón Sacratísimo de Jesús, os habéis hoy querido consagrar al de María, en la confianza de que, en esta hora ardua de la humanidad, Dios querrá salvar al mundo por medio de aquel Corazón Inmaculado.
¡Bien merece sin duda ninguna, hijos amadísimos, esta manifestación de vuestra piedad al Corazón Purísimo de la Virgen, sede de aquel amor, de aquel dolor, de aquellos altísimos afectos, que tanta parte fueron en la redención nuestra, principalmente cuando Ella «stabat iuxta Crucem», velaba en pie junto a la Cruz (cf Jn 19, 25); bien lo merece aquel Corazón, símbolo de toda una vida interior, cuya perfección moral, cuyos méritos y virtudes escaparían a toda humana ponderación! Y bien justo es también que lo hagáis vosotros, si no fuera por otra razón, por ser la patria de San Antonio María Claret, apóstol infatigable de esta devoción, que Nos mismo hemos elevado al honor máximo de los altares.
Pero Nos creemos que hoy más que nunca, precisamente porque las nubes cargan sobre el horizonte, precisamente porque en algunos momentos se diría que las tinieblas van borrando aún más los caminos, precisamente porque la audacia de los ministros del averno parece que aumentan más y más; precisamente por eso, creemos que la humanidad entera debe correr a este puerto de salvación, que Nos le hemos indicado como finalidad principal de este Año Mariano, debe refugiarse en esta fortaleza, debe confiar en este Corazón dulcísimo que, para salvarnos, pide solamente oración y penitencia, pide solamente correspondencia.
¡Prometédsela vosotros, hijos amadísimos de toda España; prometedle vivir una vida de piedad cada día más intensa, más profunda, y más sincera; prometedle velar por la pureza de las costumbres, que fueron siempre honor de vuestra gente; prometedle no abrir jamás vuestras puertas a ideas y a principios, que por triste experiencia bien sabéis dónde conducen; prometedle no permitir que se resquebraje la solidez de vuestro alcázar familiar, puntal fundamental de toda sociedad; prometedle reprimir el deseo de gozos inmoderados, la codicia de los bienes de este mundo, ponzoña capaz de destruir el organismo más robusto y mejor constituido; prometedle amar a vuestros hermanos, a todos vuestros hermanos, pero principalmente al humilde y al menesteroso, tantas veces ofendido por la ostentación del lujo y del placer! Y Ella entonces seguirá siempre siendo vuestra especial protectora.
Ante vuestro trono, pues, oh Madre Santísima del Pilar, —diremos parafraseando las palabras por Nos mismo pronunciadas en ocasión solemnísima [2]— Nos, como Padre común de la familia cristiana, como Vicario de Aquel, a quien fue dado todo poder en el cielo y en la tierra, a Vos, a Vuestro Corazón Inmaculado confiamos, entregamos y consagramos no sólo toda esa inmensa multitud ahí presente, sino también toda la nación española, para que vuestro amor y patrocinio acelere la hora del triunfo en todo el mundo del Reino de Dios y todas las generaciones humanas, pacificadas entre sí y con Dios, Os proclamen bienaventurada, entonando con Vos, de un polo al otro de la tierra, el eterno «Magnificat» de gloria, amor y gratitud al Corazón de Jesús, único refugio donde pueden hallarse la Verdad, la Vida y la Paz.
Que la bendición del cielo, de la que quiere ser prenda la Bendición Nuestra, descienda sobre todos vosotros: sobre Nuestro dignísimo Cardenal Legado; sobre el Jefe del Estado; sobre todos Nuestros Hermanos en el Episcopado ahí presentes; sobre todas las Autoridades; sobre el clero, religiosos y fieles que están en estos momentos oyéndonos y sobre toda la nación española, a la cual continuamente deseamos toda clase de bienes y de prosperidades
___________________
[1] Ep. 67, n. 6; ed. Guil. Hartel, in Corp. Script. Eccles. Latin., vol. III, p. 2, Vindob. 1871, p. 740, 10-11.
[2] Cf. Disc. y radiom., t. IV, pag. 260.