“Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí me llaman Lázaro de Tormes…” Con estas palabras comienza lo que puede considerarse una honda tradición española y que, en nuestros días, está firmemente enraizada en el imaginario nacional. En efecto, la picaresca –o la truhanería o la trapacería, que de estas y de muchas otras maneras puede designarla nuestro riquísimo léxico- ha sobrevivido a imperios y monarquías, repúblicas y dictaduras, ha pasado por encima de disturbios y guerras civiles, sin perder un ápice de actualidad, pero opino con toda humildad que ha encontrado su mejor caldo de cultivo en este Estado de las Autonomías, diz democracia.
Creo, pues, que tenemos el mejor contexto para que prospere esa tropa de ciegos crueles, de criados de bachilleres en ciernes, de cómplices de frailes rijosos, de escuderillos cobardes, de mozas de mesón asiduas de Sálvame y, sobre todo, de rincones y cortados, porque lo que verdad abundan son los patios de Monipodio, algunos bajo el patronazgo de advocaciones de campanillas, laicistas por supuesto.
El juego de listas cerradas y el indiscutible -bajo anatema- un hombre, un voto promocionan ya, por sí, el auge de personajillos que, a la sombra alargada de las cúspides del poder de los partidos políticos, engrosan las nuevas manos muertas de nuestra sociedad. Todo ello, claro está, multiplicado por diecisiete, que, si no cuento mal, es el número de taifas a las que se subordina el Estado. Añadamos –también multiplicado por diecisiete- el sinnúmero de asesores y consejeros, cuya función puede quedar tan definida como la de los alguaciles cómplices de los vendedores de bulas.
No omitamos, por supuesto, la pléyade de cargos y liberados sindicales, que suelen oscurecer la labor de sus compañeros honestos con los múltiples trapicheos como los que ocupan la atención de la jueza Ayala, por ejemplo, del mismo modo que los universitarios cumplidores de Salamanca y de Alcalá han pasado desapercibidos ante la popularidad de los sinvergüenzas con hábito estudiantil. No nos olvidemos de las cohortes de enchufados en las empresas públicas dependientes de las múltiples administraciones. A estas alturas, muchos ciudadanos de a pie –y no precisamente partidarios de Podemos- echan de menos las conducciones de galeotes por la Santa Hermandad (léase Guardia Civil), sin que a ninguno de estos españolitos currantes o aspirantes a ello se les pase por la cabeza ejercer de Quijotes, por supuesto.
Por todo ello, las andanzas del pequeño Nicolás me han llenado de regocijo, al haber descubierto a un verdadero pícaro, pero –que sepamos- sin el afán de lucro y rapacería de los otros pícaros que enseñorean España. Ha sabido moverse como pez en el agua en un marco en el que importan más las apariencias que las realidades; se ha codeado con ese mundillo abigarrado de la política y el poder, sin pertenecer –insisto, que nosotros sepamos- a ninguna de las categorías enumeradas.
Su rostro –en el doble sentido de la palabra- aniñado me recuerda más al Lazarillo de los primeros amos que a los buscones y alfaraches; o quizás tenga algo de aquel escudero arruinado (no es el caso, por supuesto) que malvive por figurar ante la sociedad y anhela unos mendrugos (tampoco es el caso) para poder comer.
Quizás el tiempo y las investigaciones suscitadas tras las señales de alarma me saquen de mi error, pero, de momento, me mantengo en mis trece: más que castigarlo por su osadía, merecería otro monumento junto al salmantino puente romano del Tormes. De todas formas, cierro mi apología del pícaro con las últimas palabras de un Lázaro adulto y, supuestamente, cornudo: “De lo aquí adelante me sucediere avisaré a vuestra merced”.
Manuel Parra Celaya |