El juego comienza a llevarnos a muchos catalanes que nos sentimos profundamente españoles, no al descorazonamiento, sino a la desconfianza más profunda: desconfianza en el ordenamiento jurídico, ese que es incumplido una y otra vez por la Generalidad sin que nadie diga absolutamente nada; desconfianza en la propia Constitución, que parece papel mojado para los separatistas y también para quienes la obligación de velar por su cumplimiento; desconfianza en las instituciones y las más altas instancias del Gobierno y del Estado, que, al igual que todos los ciudadanos, pero con una dosis infinitamente mayor de responsabilidad, deber preservar no solo los principios señalados en la Carta Magna, sino al que otorga razón de ser a esta Carta Magna y a todas las innumerables que han existido a lo largo de nuestra historia, sean monárquicas o republicanas, de origen autocrático o democrático: España y su unidad.
En la frialdad con que mueve sus piezas –hasta ahora, solo peones- el primer jugador de los mencionados se echa a faltar precisamente esta razón de ser como primer motivo de sus jugadas; su referencia constante a los reglamentos contrasta con el ardor que pone su contrincante en sus invocaciones con capacidad de movilización ilusionada. Invocaciones, movilizaciones e ilusión todo lo erróneas que se quieran, casi diabólicas en su contenido y efectos, pero capaces de suscitar adhesiones y entusiasmos. Nada de eso se desprende de la impasibilidad del primer jugador, que deja correr las manecillas de su cronómetro, que su oponente, por el contrario, manotea constantemente, sin perder la sonrisa del que se cree ya ganador de la partida.
He dicho que la desconfianza del público no equivale a descorazonamiento; también en ese público hay motivos profundos y ardores soterrados; por España y su unidad en la diversidad; por amor a la propia Cataluña –que acaso haya que salvar de sí misma-; por la exigencia de que se cumplan de una vez las leyes empleando todo el rigor que se precise. Y, precisamente, amor a Cataluña y rigor para quienes la están empujando al extravío es lo que está pidiendo este público que tanto desconfía de los otros extremos mencionados.
De momento, esos espectadores de la partida de ajedrez se limitan a contemplar los movimientos de las piezas de los dos jugadores. Nadie osa interferir en el tablero, el cronómetro ni, mucho menos, en la actitud de los jugadores, pero las miradas están muy atentas, comienzan los apasionamientos y, en los más conocedores del juego, hay anotaciones de control de jugadas en cuadernillos de tapas oscuras; algunos opinan que ahora se deberían mover los caballos, los alfiles, las torres o la reina, antes de que el adversario llegue a enrocarse, pero no pasan, por ahora, de ser opiniones personales y, como tales, libres en el pensamiento y en la expresión.
Lo cierto es que los espectadores, por encima de las piezas, del reglamento, del damero, de los tiempos marcados en el cronómetro, de la ciencia de los maestros, del jugador impasible y de su contrincante ardoroso, no dejan de pensar en lo que realmente importa: España.
Manuel Parra Celaya |