Como los lectores tienen que descansar, hoy me comprometo a no escribir sobre las andanzas y vicisitudes de don Artur Mas y demás hermanos mártires, en el bien entendido de que la reciente acusación de trileros, con las que les obsequió un representante de la izquierda oficial, me pareció el calificativo más adecuado. Pero hoy cambiaremos de tema…
Dicen los políticos que esta es la generación mejor preparada, pero considero que se quedan cortos, ya que, más que un tema generacional o de edad, parece que es toda la sociedad española la que ha adquirido unos niveles de conocimientos desconocidos a lo largo de nuestra atormentada historia.
Hasta hace pocos años, daba la impresión de que la sapiencia quedaba reservada a esa elite que formaban los tertulianos, pero la influencia benéfica de este sector privilegiado por los dioses se ha ido extendiendo a una inmensa mayoría. Por lo menos, eso se deduce de las entrevistas que las cadenas televisivas llevan a cabo frecuentemente con Juan Español (y con Juana Española, para no caer en delito o falta de discriminación por sexo), es decir, con el hombre (o la mujer, insisto) de la calle.
Cuando el desdichado accidente del tren en Santiago de Compostela, resultó que había entre nosotros un gran número de expertos ferroviarios, al tanto de las últimas tecnologías en este campo; si se trataba de la catástrofe del Prestige, abundaban los expertos en náutica o en tratamiento de residuos contaminantes. Ahora, ante el Ébola, me maravillo de los profundos conocimientos de muchos conciudadanos, no solo en Medicina sino en ABQ, en lo cual uno reconoce que se quedó con las enseñanzas que recibió en la lejana mili. No quiero pensar lo que se va a decir mañana del Sínodo de la Familia, que termina hoy, y la gran cantidad de teólogos que saldrán a los medios para ilustrarnos con sus aportaciones, aún sin haber leído el documento. No cabe sino abrir los ojos como platos, quedarse pasta de boniato y dar gracias a Dios por formar parte de una sociedad tan instruida en asuntos variopintos.
Hablando en serio, esta omnisciencia tan extendida me trae a la memoria de nuevo una de tantas actualísimas enseñanzas orteguianas, concretamente la que se refería a la “democracia morbosa”; venía a decir don José (cito de memoria) que bien estaba la democracia como sistema aplicado a la política, pero que transferida al pensamiento, al arte, a la religión, al gesto, se convertía en el más terrible morbo que puede padecer una sociedad. Creo que, por desgracia, adolecemos de este mal.
El contexto ideológico de estas palabras de Ortega debe buscarse, naturalmente, en su teoría del imperio de las masas; más concretamente, de las características que acompañan a quienes nuestro filósofo –sin el menor afán peyorativo- calificaba como hombres-masa, es decir, quienes no se valoraban de forma distinta a los otros y no se exigían más que los demás. También forman parte de esta pléyade tan extendida quienes, por ejemplo, sentencian con sus gritos y ademanes a la puerta de los juzgados, con un ardor que nos recuerda a los partidarios de la Ley de Linch en las películas del Oeste americano; policías y guardias civiles se las ven y se las desean para cumplir el papel de esforzados sheriffs celosos de su función… Porque, tras la omnisciencia, vienen otros rasgos irremediables. Como es la asignación de culpables, es decir, el veredicto popular, que, como sabemos, no tiene apelación posible.
Alguien podría señalar una posible disculpa para expertos, omniscientes, eruditos y jueces: su espontaneidad; siguiendo el hilo, se añadiría que no se trata de otra cosa que de la legítima opinión pública. A uno, que es muy mal pensado, siempre le quedaría la duda de que no se tratara, en todo caso, de la opinión publicada.
Manuel Parra Celaya |