«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

jueves, 18 de diciembre de 2014

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: No todas las religiones son iguales: identidad católica y relativismo religioso

Cardenal Martini: Milán, 1994
A diferencia de lo que ocurre con otras religiones (como la musulmana o la judía) que siguen configurando la ordenación sociopolítica en los países en que han sido impuestas, el cristianismo ha desaparecido como fundamento de cualquiera de las naciones que formaron la Cristiandad, fieles en esto a los presupuestos sentados en su día por John Locke (1632-1704) y difundidos por la ideología liberal.

En efecto, el filósofo inglés comparte el prejuicio de que solamente existe lo concreto y sensible, mientras que las ideas son elaboraciones que en nuestra mente sufren las sensaciones y que no responden a la realidad. Su empirismo tuvo consecuencias de orden político porque, si las ideas en general son simples formaciones de cada espíritu concreto y no tienen una realidad ni una validez objetivas, a nadie se le pueden imponer, ni deben erigirse, por tanto, en norma o principios de la gobernación del Estado. Función del Estado será sólo coordinar y defender las libertades de los individuos, y las orientaciones que deban guiar a los gobernados procederán de la voluntad de la mayoría, empíricamente consultada mediante el sufragio (Cfr. Rafael GAMBRA, Historia sencilla de la Filosofía, Madrid: Rialp, 2001, pág. 175).

En este contexto se acentúa la tendencia a relativizar las verdades de Fe hasta el punto de considerarlas simples sutilezas, juegos de palabras o coartada de intereses temporales cuya superación es necesaria para edificar un mundo aparentemente en paz. Con frecuencia se invita a prestar atención a “lo que nos une” y no a “lo que nos separa”, sin hacer constar el alto precio de tal opción, pues “lo que nos separa” no son opiniones o malentendidos sino el contenido objetivo de la Revelación sobrenatural.

De esta manera, los conflictos de antaño darían paso al solapamiento de grupos humanos indiferenciados en lo religioso y, como consecuencia, en lo cultural. Bajo diversas formas religiosas los hombres vendrían a convivir conservando formas rituales exteriores pero compartiendo un discurso antropocéntrico al que habrían quedado reducidas lo que antes parecían divergencias dogmáticas. En este escenario únicamente habría que neutralizar a los “integristas”, recalcitrantes apegados a las peculiaridades dogmáticas de sus respectivos credos.

Por otra parte, como las sociedades modernas han renunciado a cualquier fundamentación del orden social sobre las verdades reveladas, la supervivencia de hombres anclados en las formas religiosas históricas (cristianismo, islamismo, judaísmo…) no debería plantear mayores problemas de convivencia con aquellos otros que ya han renunciado a cualquier referencia religiosa, referencias cuyo ámbito todos estarían de acuerdo en relegar a un terreno puramente individual. De ahí afirmaciones de este género: “yo no soy partidario del aborto pero no puedo imponer mis ideas a los demás”; conceptos, por cierto, que resultan frecuentes entre sedicentes católicos. De ahí también la reivindicación del laicismo como alternativa a las formas de presencia social de las referencias confesionales.

Este escenario que parece imponerse de manera irremediable, cuenta con respaldos poderosos y se ve promovido por el discurso de determinados líderes religiosos, especialmente los procedentes del catolicismo que promueven, incluso, iniciativas concretas de contenido sincrético que preludian los perfiles definitivos de la religión humanista, ahora incoada, en la que resultan irrelevantes los contenidos dogmáticos.

Ante iniciativas de este género, además de reparar y pedir perdón a Dios, debemos hacer dos importantes precisiones: 

1. Las creencias religiosas no son homologables ni asimilables entre sí. De la propia existencia de una diversidad de religiones con contenidos incompatibles se deduce que no todas pueden ser verdaderas. Sostener que ninguna de las religiones puede responder a una revelación cognoscible resulta menos ilógico que postular que todas ellas lo hacen aunque sea en grados diferentes.

De ahí que deba evitarse el error que supone la pretensión de ensanchar los límites de la Iglesia haciendo que los que están fuera se encuentren dentro por una progresiva expansión de sus fronteras. Recordemos al respecto los numerosos pronunciamientos que, al hilo de las afirmaciones contenidas en Gadium et Spes, Lumen Gentium y Unitatis Redintegratio, suponen una identidad sustancial entre la humanidad y el Pueblo de Dios, entre la naturaleza y la gracia sobrenatural y cuya idea fundamental es abrazar a todo el género humano.

2. Por su propia naturaleza, no puede haber comunidad humana sin fundamento religioso. Una agrupación de hombres sin tal fundamento nunca sería una comunidad en el sentido en que la define el sociólogo Ferdinand Tönnies, es decir, como voluntad orgánica cimentada en un sobre-ti comunitario (una fe, un imperativo raíz), en la que el todo es antes que las partes y el pensamiento se halla envuelto por una voluntad y dotado de un sentido axiológico. Como recordaba el conde de Maistre, toda sociedad histórica es ante todo comunión de valores, convicciones y sentimientos.

Y la naturaleza de esa comunidad y de esa fe vinculadora es, siempre y universalmente religiosa.

Durante siglos, la cultura misma fue una manifestación de la Iglesia, en modo alguno un factor independiente, y la apologética subraya los beneficios que la Iglesia ha alcanzado al mundo, tanto en el orden natural como en el sobrenatural. La historia de la Iglesia es la historia del progreso material, intelectual y moral de la humanidad. La superioridad de la comunidad histórica fundamentada en la revelación católica contrasta con la soberbia que el mundo actual (incluido el enquistado en la propia institución eclesiástica) emplea para juzgar y condenar el pasado de la Cristiandad que es presentado como paradigma del despotismo, el fanatismo y la intolerancia. Para lograrlo, la modernidad pone sordina a su propia tragedia que cabalga sobre millones de cadáveres: desde la guillotina al Gulag hasta desembocar en el suicidio vital de Occidente.

«En la relación que debería establecerse entre teología y cultura del siglo, es la teología la que debería condicionar, corregir y “valorar” el mundo y la cultura del siglo. Pero al contrario, es la cultura del siglo la que juzga el pensamiento divino y la historia de la Iglesia; y con tal juicio, esa cultura independiente no realiza un juicio histórico correcto, sino un juicio histórico erróneo, privado de la ciencia y del consejo que provendrían de los principios de los que sin embargo se ha liberado. Un juicio formado sobre una axiología invertida no es un juicio verdadero, sino un juicio “contra naturam”» (Romano AMERIO, Stat Veritas, Madrid: Editorial Criterio-Libros, 1998, pág. 87).

En conclusión, no es posible la Paz difuminando la firmeza de la adhesión a la verdad revelada. Tan absurdo es edificar un mundo sin Dios como hacerlo sobre una abstracción sincrética de religiones basada en afirmaciones del género “todos adoramos al mismo Dios”.

Y la institución fundada por el mismo Dios no puede olvidar que ha sido creada para guardar dicha verdad inalterable y para que la humanidad, previamente “discriminada” por la gracia y regenerada en su seno, edifique la ciudad terrena como lugar de tránsito hacia la definitiva Ciudad de Dios. 

Publicado en Adelante la Fe

Ángel David Martín Rubio