Decía otro poeta –este sí tal vez conocido, superficialmente, por nuestros escolares- que en la vida no hay caminos marcados, sino estelas en la mar, que, como tales, se van borrando inmediatamente y es imposible perseguirlas; dicho de otro modo, cada uno traza su propia y fugaz estela en el mar de la existencia, que no constituye ruta marcada por quienes continúan navegando.
Ya lo sabían los viejos pilotos, aquellos que desafiaban a los presuntos monstruos que habitaban los finis terrae, y, por ello, ponían su mirada, no en imposibles surcos de los otros, sino más arriba, en el cielo, y se guiaban por las estrellas. Y, así, es la vida del hombre, verdaderamente: cualquier intento de mirar hacia abajo, aunque sea en aguas plácidas, o pisando, en tierra, sobre las huellas de los demás, termina por hacerle perder la dirección.
Solo cabe fijarse en lo alto, en nuestro caso, como creyentes, en ese gran Patrón de Estrellas que es Dios, y seguro que Él orientará en el camino; dejando, eso sí, al libre albedrío la senda o el rumbo que cada cual desea seguir; incluso en los casos de error o desvío, la luz de su estrella te seguirá llamando, insistente, casi suplicante, para que busques el Norte perdido.
Se me ocurre que, al igual que en los individuos, sucede con los pueblos. Es imposible fiar enteramente en el pasado los caminos que deben recorrerse en el presente; ningún momento es igual a otro; si existen semejanzas, es debido a que los grandes problemas de una colectividad han quedado sin resolver, enquistados, y vuelven a surgir bajo la forma amenazadora –que no determinante- de constantes históricas. Pero, ¿existe una Estrella que pueda guiar a los pueblos? Creo y confío en que sí.
Tampoco en este caso hay determinismos ni predestinaciones, sino un amplísimo margen de libertad; no obstante, la mirada hacia arriba puede orientar el camino. En el caso de las colectividades, esa estrella tiene un nombre, que se corresponde con el de la misión histórica que actuó de hito fundacional. Porque –no importa repetirlo- las colectividades históricas, en nuestro caso España, no han nacido de pactos ni de contratos, rescindibles a voluntad de las partes firmantes, sino de actas de fundación, que se transmiten de generación en generación y no es lícito traicionarlas.
La estela de un pueblo es imposible de seguir, pues se ha difuminado entre las circunstancias, tan líquidas como el mar, pero sigue brillando una estrella, la de la tarea común iniciada, de la que no debe estar permitido apartar la mirada, en clara conjugación de tradición y actualidad. Cada timonel sabrá esquivar los escollos o los pecios en su navegación, pero la orientación debe estar clara en su mente, a riesgo de zozobrar y ser maldecido por las sucesivas generaciones de navegantes.
Posiblemente existan estrellas engañosas en el horizonte, que intentan, con brillo de oropel, invitar al naufragio. En mi Cataluña mediterránea, española y europea ahora parece despuntar una de estas; si nos fijamos bien, sus puntas son cinco –y dicen que se corresponden con los cinco atributos de los Grandes Maestres de la Secta- y han conseguido seducir con sus destellos a una parte de un pueblo que, precisamente, se caracterizaba por su cordura en las navegaciones, por su seny, si me lo permiten.
¿Podrán los timoneles del presente reorientar el rumbo y llevar a la tripulación al seguimiento de la verdadera estrella, la de la empresa española?
Que estas Navidades nos guíe, como seres humanos, solo la Estrella de Belén y, como españoles, la estrella de la España una y varia.
Manuel Parra Celaya |