«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

domingo, 21 de diciembre de 2014

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: En la espera de Cristo con Santa María y San José


«¡Oh Llave de David, y cetro de la casa de Israel, que abres, sin que nadie pueda cerrar, y cierras, sin que nadie pueda abrir! ¡Ven, y saca de su prisión a los cautivos sentados en tinieblas y en las sombras de la muerte» (Antífona del Magníficat, 20-diciembre)

La primera lectura de la Misa de este cuarto Domingo de Adviento nos presenta una de las más importantes profecías que anunciaron la venida del Mesías en el Antiguo Testamento (2 Sam 7, 1-5. 8b-12. 14a. 16).


El rey David deseaba construir una “casa”, un templo para Dios; pero el Señor le hace saber, por medio del profeta Natán, que el Templo no le interesa por entonces, sino que Él tiene otros designios. «Yahvé te hace saber que Él te edificaré una casa» (v. 11), es decir, un reino duradero: de la familia y descendencia de David habría de nacer el Salvador, el Mesías.

En la historia de la Revelación se llama a esta promesa la “Alianza davídica”. La promesa de Dios a nuestros primeros padres en el amanecer de la historia, el anuncio del Redentor que se hizo en el Paraíso después del pecado original, se va concretando a través de Abraham y de la vocación del pueblo de Dios en cuyo seno y en la descendencia de David nacería el Salvador. La desobediencia de los reyes de la dinastía de David no anula el cumplimiento de la promesa, solamente causará castigos temporales como el cisma, el cautiverio y, finalmente, la dispersión (cfr. Mons. Straubinger, Santa Biblia, in 2Sam 7, 1-18ss).

La profecía de Natán se refiere a Cristo (Hch 2, 30) como lo anunció el Ángel a María: «Él será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). Y se cumple porque San José, padre legal de Jesús, era con toda certeza de la casa de David (cfr. Mt 1, 6 y 16) pero lo mismo se deduce de Santa María (Lc 1, 32; 3, 23). La diferencia entre ambos radica en que la Virgen descendía de David por Natán (línea no real) y San José por la línea real de Salomón, interpretación ésta la más plausible de las genealogías discordantes que traen los evangelistas San Mateo (1, 1-17) y San Lucas (3, 23-37). Jesús reunía la sangre del rey David, que recibió de su Madre, y el derecho a la corona, que recibió de su padre adoptivo. Así, leemos en el Evangelio que fue aclamado como “Hijo de David” (Mt 21, 9-11) sin que los judíos se atrevieran a calificarle de impostor (ibid, in Lc 1, 27 y 3, 23).

A punto de terminar el Adviento, la Liturgia nos invita a vivir estos días cerca de la Virgen María y de San José haciendo memoria del tiempo en el que ambos esperaron el nacimiento de Jesús.

1. Nuestra Señora manifestó una generosidad sin límites a lo largo de toda su existencia aquí en la tierra. De los pocos pasajes del Evangelio que se refieren a su vida, dos de ellos nos hablan directamente de su atención a los demás: fue generosa con su tiempo para atender a su prima Santa Isabel hasta que nació Juan; estuvo preocupada por el bienestar de los demás, como nos muestra su intervención en las bodas de Caná. Fueron actitudes habituales en Ella. La Virgen nos enseña a vivir según Dios y a cambiar nosotros personalmente, pasando del egoísmo al servicio caritativo.

2. Por ser esposo de María, por ser padre virginal o adoptivo del Redentor a quien hubo de alimentar, cuidar, defender… y por su voluntaria aceptación del misterio, San José se halla incorporado por Dios a nuestra salvación, junto con Jesús y María. De él aprendemos el cumplimiento exacto de nuestros deberes, especialmente los de naturaleza social, familiar y profesional y la aceptación de la cruz de cada día como camino de santificación.

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Faltan pocos días para que veamos en el Belén a Nuestro Señor en el que se cumplen las promesas de salvación de Dios que hemos evocado, «Así pues, acercándose la venida del que será enviado y alboreando el día de nuestra liberación, exultamos con piadosa alegría en la fe en tus promesas» (Misal Romano, 1962, Prefacio de Adviento ad libitum).

Nuestra vida es también un adviento un poco más largo, una espera de ese momento definitivo en el que nos encontraremos por fin con el Señor para siempre. Ahora bien, las condiciones necesarias para alcanzar la bienaventuranza son: la gracia de Dios, el ejercicio de las buenas obras y la perseverancia en el amor divino hasta la muerte.

La devoción a la María Santísima y a su virginal esposo San José es la mejor garantía para alcanzar los medios necesarios para llegar a la felicidad eterna a la que hemos sido destinados. Ambos nos alcancen que sepamos esperar, en estos días que preceden a la Navidad y siempre, llenos de fe, a su Hijo Jesucristo, el Mesías anunciado por los Profetas.

Publicado en Adelante la Fe
Ángel David Martín Rubio