Hoy celebra nuestra Madre la Iglesia la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
Por misterioso designio de la Providencia, en el siglo de la sensualidad y del positivismo, Pío IX, desde la Cátedra de San Pedro, hizo la apoteosis de la pureza, declarando solemnemente la Inmaculada Concepción de María, de la misma manera que en frente de la soberbia racionalista definió la infalibilidad pontificia.
El 8 de diciembre, fecha memorable en los anales de la cristiandad, lo será singularmente en España, que es patrimonio de María y la aclama por su celestial Patrona. Porque el culto y el amor a la Virgen María, de tal manera está encendido en los corazones españoles, que se halla enlazado con toda su historia y brilla como una honrosa distinción en el espíritu de sus hijos.
No hay acto nacional de transcendental importancia en que no aparezca la imagen de María.
Bajo su protección y fortalecidos con su auxilio pelean los primeros soldados de la Reconquista, y a medida que avanza la cruzada nacional, los reyes más ilustres le levantan templos, y bajo sus arcadas pasan las generaciones católicas y monárquicas entonando himnos y murmurando plegarias. Entre los primeros murmullos de la lengua castellana se escuchan los loores de Berceo; y el albor de la lengua gallega y portuguesa son las Cantigas de Alfonso el Sabio a la Virgen; como los más dulces murmullos del lemosín salen de los encendidos labios de Raimundo Lulio, que canta con inspiración popular las glorias de María.
Desde que Pelayo se inclina reverente ante Ella en Covadonga, hasta que Pulgar clava su nombre en la mezquita de Granada, del fondo de todos los corazones españoles sale, como una música divina, la Salve, exhalada como un lamento del alma por San Pedro de Mezonzo. Su nombre invoca, en el fragor de la lucha, el Conquistador de Córdoba y Sevilla; de Ella recibe el Rosario Santo Domingo de Guzmán, e inspiración el más grande de nuestros pintores; y sus cantos arrullan la cuna del niño, y hasta el pobre mendigo pronuncia su nombre para solicitar la caridad.
Ella es Madre de los que sufren y esperanza de los que lloran, y su manto celestial ampara a las almas cristianas en las tristezas y en los infortunios.
¡Desgraciado del que no la ofrece, cuando niño, flores en sus alturas, perfumadas con amorosas plegarias!
Él no sabrá lo que es levantar el corazón a lo alto en los momentos de angustia, y recibir la suave luz de la resignación que serena las tempestades de la vida. Condenados están a la perpetua orfandad los que no quieren postrarse ante Madre tan amorosa y excelsa.
Por eso los fieles hijos de la Iglesia, que lo son de María, entonan cantos de júbilo el día de la Inmaculada Concepción, que es la fiesta de la pureza y de la cristiana fraternidad, porque, como hermanos de Jesucristo, todos nos abrazamos bajo los pliegues de su Santísima Madre.
Juan Vázquez de Mella (1861-1928) |