Con este tercer Domingo, el tiempo litúrgico de Cuaresma entra en una
etapa centrada en la preparación para la administración de los
Sacramentos, especialmente del Bautismo y la Eucaristía en la noche de
la Vigilia Pascual.
«Danos agua para beber», decía a Moisés
el pueblo de Israel torturado por la sed en el desierto, como
escuchamos en la 1ª Lectura de la Misa (Forma Ordinaria: Ex 17, 3-7).
Siguiendo órdenes de Dios, Moisés golpeó la peña y de ella salió agua en
abundancia. Explicando el sentido más profundo de este episodio, el
Apóstol San Pablo concluye: «Y la roca era Cristo» (1Cor 10,4).
Es decir, aquella roca era un símbolo de Jesucristo, el Mesías, del cual
mana agua no material sino espiritual, agua viva ofrecida para que
todos puedan apagar su sed.
Hubo un agua que saciaba la sed en el
desierto y evitó la muerte temporal. Hay un agua que da la vida eterna.
De ella habla Jesús a la mujer samaritana en el Evangelio (Jn 4, 5-42):
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva» (Jn 4,14). Quien reciba esta agua poseerá en sí un principio permanente de vida eterna: la gracia santificante.
La gracia es
un don interno, sobrenatural, que se nos da, sin ningún merecimiento
nuestro, por los méritos de Jesucristo, en orden a la vida eterna. Dios
la distribuye en abundancia principalmente por medio de los santos
sacramentos. «El amor de Dios ha sido derramado en nosotros con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (2ª Lectura: Rom 5, 1-2. 5-8).
Todo
cristiano debe hacer el firme propósito de vivir en estado de gracia de
Dios, que quiere decir, tener la conciencia pura y limpia de todo
pecado mortal.
«Hay que tomar la resolución absoluta de conservar la gracia santificante a cualquier precio: a costa de no frecuentar más ciertos espectáculos, de evitar ciertas lecturas, de abandonar ciertas compañías, de romper ciertas amistades, de frenar con frecuencia la lengua, de soportar las burlas y las amenazas, de inmolar, si fuera necesario la misma vida» (Pío XII).
Si
alguna vez hemos tenido la desgracia de perder la vida de la gracia en
nuestra alma, el mismo Jesucristo ha establecido el remedio en el
Sacramento de la Confesión.
El Evangelio de este domingo nos
presenta a una mujer samaritana que es transformada interiormente
después de su conversación con Jesucristo:
«No debe pasarse en silencio que aquella mujer se marchó dejando su cántaro. Porque el cántaro representa el afecto de cosas mundanas, esto es, la concupiscencia, por medio de la cual los hombres sacan su voluptuosidad de la profundidad oscura, representada por el pozo. Convenía, por lo tanto, que aquella mujer, cuando creyó en Jesucristo, renunciase al mundo. Y así, abandonando el cántaro, demostró que abandonaba las pasiones de la vida» (San Agustín, Lib 83 quaest. qu. 64).
El
ejemplo de la Samaritana nos invita a poner nuestra atención hoy en el
Sacramento de la Penitencia. Más aun teniendo en cuenta que estamos en
un tiempo litúrgico en que la Iglesia nos impone los preceptos de la
confesión y comunión pascual y nos acercamos a la celebración de los
grandes misterios de nuestra fe en los días de Semana Santa.
«Imitemos a esta mujer y no nos avergoncemos ante los hombres para confesar nuestros pecados; sino temamos a Dios como es lo conveniente y justo, puesto que Él ahora ve nuestras faltas y después castigará a quienes en el tiempo presente no hagan penitencia […] Os ruego, por lo mismo, que, aun cuando nadie presencie nuestras obras, cada cual entre en su conciencia y ponga delante de sí como juez a su propia razón y traiga al medio sus pecados; y si no quiere que en aquel día tremendo sean públicamente promulgados, ponga el remedio de la penitencia y sane así sus llagas» (S.Juan Crisóstomo, Homilía XXXIV).
Después
de habernos dispuesto a la confesión con el examen de conciencia, dolor
de los pecados y propósito de la enmienda es necesario acudir al
confesor y acusarse sinceramente de los pecados personales para obtener
la absolución. Hemos de confesar por obligación todos los pecados
mortales; aunque es muy bueno confesar también los veniales.
La confesión ha de ser entera,
quiere decir que no basta con una acusación genérica o reconocer en
abstracto nuestra condición de pecadores sino que hemos de manifestar
con sus circunstancias y número todos los pecados mortales cometidos
desde la última confesión bien hecha, y de los cuales tenemos
conciencia.
Aunque el confesar a otro los propios pecados sea
gravoso, hay que hacerlo, porque es precepto divino y no se puede
alcanzar el perdón de otra manera, y, además, porque la dificultad de
confesarse se compensa con los muchos bienes y consuelos grandes que hay
en ello (Cfr, Catecismo Mayor, nº 743-770).
Examinemos
nuestra conciencia y acudamos con arrepentimiento sincero al Sacramento
de la Confesión, donde el Señor nos devuelve lo que culpablemente
perdimos por el pecado: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. ¡Qué
triste sería si pasase en vano este santo tiempo y sin dejar en nosotros
huella, sin producir en nuestras almas algún fruto de vida eterna! «Llegado es ahora el tiempo favorable, llegado es ahora el día de la salvación». (2Cor 6, 2). Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes.
A
la Virgen María, a su intercesión y a sus méritos, nos acogemos: que
preparare nuestras almas para viviendo así, recibir al Señor cuando
llegue en el encuentro definitivo, el día que cerremos nuestros ojos a
este mundo con la esperanza de contemplar a Dios por toda la eternidad.
Publicado en Tradición Digital