La aparición del Diccionario Biográfico Español editado por la
Real Academia de la Historia ha venido seguida por una furiosa campaña
de la ultraizquierda historiográfica, política y mediática. Al hacerlo,
sus representantes demuestran que son conscientes del retroceso que
supone para sus campañas de agit-prop no haber controlado,
con sus métodos habituales, la redacción de esta obra. La irritación
llevó a extremos tan pintorescos como el de adjetivar apresuradamente de
Contradiccionario a un vademécum publicado en 2012 y que
recopilaba los lugares comunes de la propaganda emanada desde este
sector en torno a la Segunda República, la Guerra Civil y la España de
Franco.
Aunque mi aportación ha sido más que modesta, poco son cinco biografías en un conjunto de más de 50 volúmenes, ya he dicho en otro lugar
que me siento orgulloso de haber colaborado en este proyecto junto a
historiadores de la categoría de Gonzalo Anes, Vicente Palacio Atard,
Carlos Seco Serrano o Luis Suárez Fernández, por citar solamente a
algunos. Y es que los dicterios contra el Diccionario Biográfico
se vuelven contra quienes los lanzan porque revelan su voluntad de
imponer una interpretación unilateral y manipuladora de la historia, sin
admitir la existencia de instituciones académicas y científicas
independientes.
Que los herederos del Frente Popular se ocupen de
apenas unas columnas en el contexto de más de 40.000 páginas es un honor
inmerecido, que hay que apreciar en lo que supone a la hora de señalar
objetivos y que solamente merece, mutatis mutandi, la respuesta
de Calvo Sotelo cuando el presidente del Gobierno pronunció su sentencia
de muerte ante las Cortes republicanas: «La vida podéis quitarme pero más no podéis…».
Nos referimos, en concreto, a una de las biografías que aparecen el citado Diccionario: la de Vicente Rojo, el militar que ocupó durante la Guerra Civil la jefatura del Estado Mayor Central del Ministerio de Defensa.
Son
numerosos los aspectos interesantes de la trayectoria del militar
valenciano y recogidos en dicha reseña biográfica, como son sus campañas
en las zonas de Ceuta y Tetuán, sus aptitudes para la formación teórica
en la Academia de Toledo, su participación en las acciones psicológicas
planeadas para desmoronar la resistencia del Alcázar, o su muerte en
Madrid, a donde volvió desde el exilio. Sin embargo, alguna reseña
periodística ha preferido centrarse en una imposible confrontación entre
las figuras de Francisco Franco y Vicente Rojo.
Imposible
confrontación, en primer lugar, porque Franco asumió durante la guerra
la doble responsabilidad de Jefe del Estado y Generalísimo de los
Ejércitos mientras que en la retaguardia roja nunca se llegó a culminar
la unificación del poder político y militar a pesar de los intentos del
Partido Comunista por imponerla a sangre y fuego. Fe de ello dan los
centenares de izquierdistas masacrados en la propia retaguardia
frentepopulista (cfr. Manuel AGUILERA POVEDANO, Compañeros y camaradas. Las luchas entre antifascistas en la Guerra Civil Española,
Madrid: Actas, 2012). En cuanto a la posición de Rojo en el organigrama
de las autoridades frentepopulistas, es cierto que favorecido por su
aproximación a los comunistas, fue nombrado jefe del Estado Mayor
Central del Ministerio de Defensa Nacional tras la caída de Largo
Caballero (Gaceta de la República, 21-mayo-1937). Pero no es
menos cierto que, desde tal posición, apenas pudo hacer más que diseñar
brillantes operaciones sobre el papel que, sistemáticamente, eran
bloqueadas por los asesores soviéticos o fracasaban al intentar ponerlas
en práctica.
Y, en segundo lugar, la confrontación es imposible
porque, a partir del verano de 1937, resulta posible escribir la
historia militar de la Guerra Civil como el relato del reiterado fracaso
de los planteamientos teóricos de Vicente Rojo siempre limitados por
las estrategias políticas de un Partido Comunista a cuyas milicias
elogió muchas veces y que, únicamente, recibió valoraciones positivas
para su capacidad militar de aquellos jefes surgidos en la órbita del
Quinto Regimiento como Líster, Modesto y Tagüeña.
Pero antes de tratar más a fondo de esta cuestión, conviene hacer dos precisiones.
Una
guarda relación con la propia actividad de Rojo al servicio del
Gobierno frentepopulista, tan incoherente con sus previas convicciones
políticas y religiosas. Es cierto que Michael Alpert (nada sospechoso de
afinidad con los sublevados) encuadra a Rojo entre los que llama leales geográficos,
es decir, aquéllos que permanecieron al servicio del Frente Popular
únicamente porque las circunstancias los situaron en zona republicana.
Pero no es menos cierto que en la última entrevista que Rojo concede en
su vida, de vuelta ya en Madrid, responde a la pregunta de George Hills
sobre el personaje que más admira de la guerra en estos términos: «Al Teniente Coronel Noreña» (ABC, Madrid,
9-enero-1973, pág. 26). Basta constatar que éste era un oficial de
Estado Mayor que había preferido ser fusilado a servir a la República en
el puesto seguro que le ofrecían a cambio de su fidelidad al régimen.
En septiembre de 1936, uno de los asediados del Alcázar toledano le
indicó a Rojo que por qué no se quedaba con ellos, contestando éste que
tenía su mujer e hijos en Madrid y que si no volvía se los matarían… Una
controversia acerca de la lealtad o deslealtad de
Vicente Rojo carece de sentido, a no ser que las adscripciones políticas
en la España de julio de 1936 se sitúen en un terreno dogmático del que
no cabe discrepar.
Otra precisión
debe hacerse acerca de las tropas que combatieron a sus órdenes. Nada
más lejos de la realidad que la imagen de un Ejército Nacional
profesionalizado y respaldado por las potencias europeas que le daban
superioridad ante sus oponentes frente a unas simpáticas bandas de
milicianos armados con más buena voluntad que medios. En realidad las
tropas a las órdenes del Gobierno frentepopulista, que no tenían de Popular más
que el apelativo, se convirtieron muy pronto en un Ejército bien
mandado y bien encuadrado en más de doscientas brigadas mixtas de las
que cinco totalmente, y dos tardía y parcialmente, fueron brigadas
internacionales.
Basta citar, por ejemplo, el caso de la defensa
de Madrid en la que Vicente Rojo interviene como jefe de Estado Mayor.
Frente a los 15.000 hombres de Varela, los frentepopulistas disponían
desde el primer momento, aunque en diferente grado de encuadramiento y
organización, de unos 40.000 hombres con armamento y cobertura artillera
aérea y blindada superior a la del enemigo. Por cierto que es en dicho
contexto cuando el corresponsal de Pravda, Koltsov, contribuye
decisivamente a difundir el nombre de Rojo en sus artículos. En
adelante, la clave de la carrera del militar no serán sus éxitos en el
campo de batalla sino el apoyo del Partido Comunista. Así será en el
verano de 1938, cuando la ayuda soviética permitía al Gobierno
republicano una cierta superioridad en un momento en que estaba en
peligro la paz de Europa, cuando Rojo plantea la ofensiva del Ebro con
la idea de agotar las últimas posibilidades para cambiar el curso de la
contienda, o por lo menos de prolongarla hasta la intervención directa
de las potencias amigas.
Es verdad que, durante mucho tiempo, Rojo
acarició la posibilidad de una ofensiva en Extremadura y Andalucía cuyo
máximo objetivo soñado era la conquista de Sevilla (el llamado Plan P)
pero, sistemáticamente, los asesores soviéticos impidieron la
materialización de una iniciativa que, contaba con argumentos favorables
sobre el papel, pero que no coincidía con los intereses políticos del
Partido Comunista. de mayor interés práctico. Quienes conceden excesiva
importancia al proyecto no explican cómo las fuerzas atacantes podrían
haber llegado a la frontera portuguesa, con la rapidez necesaria,
avanzando en territorio enemigo más de ochenta kilómetros desde el
frente inicial cuando todos los paralelismos inducen a pensar en que el
Ejército Popular habría sido incapaz de lograrlo:
«Las comparaciones no son absolutamente determinantes, pero se podría recordar cómo en la ofensiva de Brunete las fuerzas atacantes no lograron avanzar más de quince a veinte kilómetros de sus bases de partida, en la de Belchite una distancia análoga; en el Ebro su avance alcanzó una profundidad de veinticinco kilómetros antes de ser detenido ante Gandesa y, por último, cuando se llevó a cabo una importante ofensiva en Extremadura en enero de 1939, en la que el Ejército Popular logró el avance territorial más extenso de la guerra, no sobrepasaron los cuarenta kilómetros de las posiciones iniciales» (José SEMPRÚN, El genio militar de Franco (Precisiones a la obra del coronel Blanco Escolá "La incompetencia militar de Franco"), Actas Editorial, Madrid, 2000, pág. 130).
Aquí
radica el talón de Aquiles de Vicente Rojo a lo largo de toda la
contienda. Desde su puesto, plantea un procedimiento de oposición
indirecto a las maniobras ofensivas del contrario que denomina contragolpe estratégico.
Consistía en lanzar una acción ofensiva potente con un objetivo
claramente señalado sobre una zona importante del dispositivo enemigo de
defensa con la idea de obligar a éste a abandonar la acción ofensiva
emprendida en otro frente para llevar a la zona atacada las fuerzas
empeñadas en aquel avance. Rojo intentará repetir la maniobra en varias
ocasiones (Brunete y Belchite) sin conseguir, en ningún caso, que Franco
trasladase un número de fuerzas tan relevante como para impedirle sus
victorias decisivas en otros frentes (Santander y Asturias). Y cuando,
finalmente, el Generalísimo acude a la confrontación en el Ebro, el
resultado será un verdadero desastre para el Ejército Popular
(julio-noviembre de 1938).
Párrafo
aparte merece lo ocurrido con anterioridad a la Batalla del Ebro en el
escenario aragonés, lugar predilecto para las estrategias favorecidas
por el Partido Comunista. Paradójicamente, sera aquí donde Franco
obtenga la más absoluta superioridad sobre los planteamientos de Rojo,
al pasar inmediatamente a la contraofensiva. Mientras Rojo creía
definitivamente cancelada la batalla con la conquista de los reductos
turolenses en enero de 1938, Franco decidió aprovechar la superioridad
real de que gozaba para hundir las pretensiones de la propaganda enemiga
en el propio escenario de Teruel. Y el general Rojo, que había sido el
indudable artífice de la parcial victoria en la primera fase de la
batalla (con la ocupación de la capital) se convertía muy poco después
en el responsable de la estrepitosa derrota final, por mantener sus
planes al margen de la realidad de la guerra que Franco mantenía en
torno a Teruel. Al parecer, tan “agudo estratega” no había previsto que
si se empeñaba en que Franco concentrara su masa de maniobra en Aragón,
éste aprovechase para organizar una gran ofensiva en el valle del Ebro
después de la reconquista de Teruel.
El eclipse final de Rojo no
se debe únicamente a su temprano exilio en Francia. Tras la derrota del
Ebro su figura comenzó a declinar y algunos sectores pusieron en duda su
capacidad profesional y lealtad a la República.
«Cuando el 23 de diciembre de 1938 se inició la ruptura del frente de Cataluña, Franco se adelantaba a la maniobra de Vicente Rojo consistente en un desembarco en Motril y en una ofensiva del General Escobar desde Extremadura. En Cataluña se inició una rápida desbandada y cuando el Ejército Popular atacó en el Sur, el Generalísimo pudo disponer de las reservas suficientes para neutralizar el ataque. El 26 de enero de 1939, Azaña y el jefe de Gobierno, Negrín, se entrevistan con Rojo en el castillo de Perelada. El informe que da el jefe de Estado Mayor no puede ser más objetivo: la guerra se ha perdido irremediablemente. Aunque la zona Centro se conserva, no existen posibilidades de defensa al faltar industria pesada, alimentos, material bélico, hombres, ilusiones... Rojo sugiere a Negrín la rendición para ahorrar vidas. Negrín se niega. Sin embargo, cuando el General visita a Azaña en la embajada de España en París, afirma todo lo contrario: la guerra debe continuar, puesto que en el Centro existen posibilidades todavía. Azaña dimite. Rojo se indigna y parece dispuesto a incorporarse en su puesto en Madrid. Pero finalmente decide quedarse en Francia, posiblemente hasta esperar al desenlace de la sublevación anticomunista que preparaba Casado».
En
las anteriores líneas de la recensión biográfica que estamos
comentando, quedan bien reflejados los contactos entre Rojo y Negrín y
su posición ante la iniciativa de Casado. Pero no parece lícito
distorsionar la actividad de Rojo desde su exilio francés, cuando
buscaba inútilmente a Negrín esperando pedirle protección para los miles
de combatientes internados por el Gobierno galo en campos de
concentración o pretendía ponerse en contacto con Miaja y Matallana sin
que le hicieran el menor caso (Cfr. Vicente ROJO, Alerta los pueblos, Barcelona, Ariel, 1974; pág. 179).
El
hecho, irrebatible, es que Rojo no aceleró precisamente su regreso a la
zona roja desde Francia aunque, efectivamente, el golpe de Casado y el
final del conflicto, no permitan dar mayor verosimilitud a cualquier
elucubración sobre cuáles eran sus verdaderas intenciones. Lo que no es
hipótesis es la postura de Rojo ante las negociaciones con Franco para
poner fin a la guerra: en su carta a Negrín de febrero de 1939 le pide
su apoyo para las previstas negociaciones que van a emprender los
generales Miaja y Matallana y en la enviada a estos dos últimos,
aconseja que «caso de no ceder los políticos a lo que se les pedía, sin ningún escrúpulo y por el bien de España se les fusilara».
Todo un "moderado"… que, eso sí, decide quedarse en Francia consciente
como resguardo ante la inconsistente postura de Negrín (cfr. Ricardo de
la CIERVA, La victoria y el caos. Madridejos: Editorial Fénix, 1999, págs, 290-291 y 669).
En
sus posteriores reflexiones sobre el conflicto, el propio Vicente Rojo
reconoció que, en el terreno militar, Franco triunfó porque lo exigía la
ciencia militar y el arte de la guerra; y que sus enemigos se vieron
privados de los medios materiales indispensables para el sostenimiento
de la lucha no por carecer de ellos, sino debido a interferencias
políticas, incompetencia e imprevisión y porque la dirección técnica de
la guerra en el ejército republicano era defectuosa en todo el
escalonamiento del mando. En el terreno político, Franco venció porque
la República no se había fijado un fin político, propio de un pueblo
dueño de sus destinos o que aspiraba a serlo; porque el gobierno
republicano fue impotente por las influencias sobre él ejercidas para
desarrollar una acción verdaderamente rectora de las actividades del
país; porque los errores diplomáticos de la República le dieron el
triunfo al adversario mucho antes que pudiera producirse la derrota
militar. En el orden social y humano Franco habría triunfado (siempre
según el propio Rojo) porque logró la superioridad moral en el exterior y
en el interior y porque supo asegurar una cooperación internacional
permanente y pródiga (Cfr. Vicente ROJO, ob. cit., págs.185-194).
El 16 de junio de 1966, ABC,
el diario monárquico antaño incautado por el Frente Popular a cuyo
servicio puso su carrera militar Vicente Rojo publicaba una esquela
insertada por sus familiares en la que se daba cuenta de su
fallecimiento el día anterior (pág. 142). Aquella tarde, Vicente Rojo
era enterrado en Madrid: «había como doscientas o trescientas
personas esperando. Se veían algunos coches oficiales, dos de ellos del
Ejército. Había una mayoría de hombres maduros... Estábamos también...
algunos falangistas que rendían su último tributo a un hombre que se
equivocó, pero que lo hizo a la española... salió, llevado a hombros de
familiares y amigos, posiblemente también de viejos subordinados, un
ataúd. Dentro iba... el comandante Vicente Rojo, general jefe del Estado
Mayor del Ejército popular en los años de nuestra guerra» (Rafael GARCÍA SERRANO, La Nueva España, Oviedo, 17-junio-1966, pág. 28).
La prensa publicada en España en vida de Franco calificaba a Vicente Rojo como «el jefe militar más brillante del ejército republicano durante la guerra civil».
Setenta y cinco años después, hay personas y medios de comunicación
empeñados en utilizar su nombre para seguir dividiendo a los españoles.
Es lo que tiene ser un nostálgico de la ideología totalitaria que,
irrevocablemente, fue derrotada el 1 de abril de 1939. Otros preferimos
hacer nuestras las palabras de García Serrano en la ocasión antes
citada: «Descanse en paz... este general cuyo nombre está vinculado
perpetuamente a nuestra guerra. Digo nuestra guerra, la de unos y otros,
la que se hizo pensando en una España mejor para todos los hombres de
buena voluntad que en ella participaron».
Publicado en Tradición Digital