Homilía en la Misa por los Mártires de la Tradición celebrada en El Pardo (Madrid) el 8 de marzo de 2014
I.- El 5 de noviembre de 1895, en su conocidísima Carta al Marqués de Cerralbo, Carlos VII se proponía «no olvidar lo mucho que debemos al pasado» y daba forma concreta a su propósito de instituir una fiesta para honrar «a
los mártires que desde principio del siglo XIX han perecido a la sombra
de la bandera de Dios, Patria y Rey, en los campos de batalla y en el
destierro, en los calabozos y en los hospitales».
Desde
entonces, cada 10 de marzo, aniversario de la muerte de Carlos V en
1855, o en los días inmediatos, los fieles a la Tradición se reúnen ante
el Altar para asistir a la Santa Misa, a la renovación incruenta del
Sacrificio de la Cruz en la que Jesucristo «ofreció su muerte en sacrificio y satisfizo a la justicia de Dios por los pecados de los hombres» (Catecismo Mayor,
104). Pedimos así, por el eterno descanso de sus almas y, en virtud de
la Comunión de los Santos, esperamos ser enriquecidos por sus
merecimientos y el fruto de todas sus buenas obras.
Todos hemos
visto las imágenes de los Tercios de Requetés en la Cruzada avanzando o
desfilando bajo la sombra del Crucifijo que llevaban en el remate de un
asta de madera de notables dimensiones «Aunque se veía menos que la
bandera, su presencia era más importante, y son muchos los requetés que
han muerto buscando su silueta, desde el suelo, para enviarle una
despedida terrenal y un saludo de llegada a su reino celeste» (Redondo-Zavala, El Requeté, pág. 84).
Alguna
de las fotografías más emotivas y reproducidas de nuestra guerra, los
presenta así. Hermosa imagen gráfica de una realidad mucho más profunda
Tras las huellas de Cristo Crucificado han sido miles los que en
holocausto del ideal dieron su vida en las gestas heroicas de los campos
de batalla o fueron fusilados y sometidos a los más diversos martirios…
Miles, también, los que sacrificaron los intereses materiales; los que
en tiempos pasados y en los presentes ofrecieron y ofrecen su renuncia
generosa en favor de la misma causa de Dios, la Patria y el Rey
legítimo. En todos ellos se cumple lo afirmado en la Ordenanza del Requeté: «Muere por Él, que morir así, es vivir eternamente. Ante Dios, nuca serás héroe anónimo». O, como dice, el Devocionario del Requeté: «Tu heroísmo, tu aceptación del martirio, junta en uno los ideales de Dios y la Patria».
II.- En su Pasión, Jesucristo habla para proclamar que es el Hijo de Dios «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Le dice Jesús: Sí, tú lo has dicho»
(Mt. 26,63-64). Y esa respuesta supuso su condena a muerte por parte
del Sanedrín. Ésta es la confesión más solemne que se hizo jamás de su
divinidad: Jesucristo, Rey de los mártires, muere por confesar su
divinidad, y todos los mártires darán su vida por la misma causa (Dom
Columba Marmiom). Pero la confesión de la divinidad de Cristo es inseparable de la profesión de fe en su realeza: «Pilato
le preguntó: Entonces ¿tú eres rey?" Jesús contestó: "Tú lo has dicho:
Yo soy Rey. Para esto nací, para esto vine al mundo, para ser testigo de
la Verdad» (cfr. Jn 18, 36-37)».
El mismo Jesucristo, que ahora se proclama rey ante el gobernador romano había enseñado a dar «al César lo que es del César»:
es decir, lo que le corresponde pero nada más que lo que le
corresponde, porque ni el Estado ni los poderes políticos tienen una
potestad y un dominio absolutos: «dad a Dios lo que es de Dios».
Hay
que dar a Dios lo que a Él le pertenece. También las autoridades están
sometidas a graves obligaciones morales. Cuando se olvidan estas
obligaciones morales del Estado se cae en el laicismo que consiste en
hacerlo todo prescindiendo de Dios y de la religión, en ignorar las
doctrinas del santo Evangelio, en una palabra, en hacerlo todo sin
religión ni de piedad, como si el hombre no tuviese un fin superior que
cumplir más allá de esta vida.
Por el contrario, las autoridades
políticas están gravemente obligadas a servir al bien común, a legislar y
gobernar con el más pleno respeto a la ley natural, amparando la vida
desde el momento de su concepción; protegiendo a la familia, origen de
toda sociedad; velando por el derecho de los padres a la educación
religiosa de los hijos; promoviendo la justicia social ... «¡Ay de
los que dan leyes inicuas, y de los escribas que escriben prescripciones
tiránicas, para apartar del tribunal a los pobres, y conculcar el
derecho de los desvalidos de mi pueblo, para despojar a las viudas y
robar a los huérfanos» (Is 10, 1-2), clama el Señor por boca del Profeta Isaías.
Cuando
los poderes políticos abusan de su poder imponiendo cosas contrarias a
los derechos de Dios y de su Iglesia, los católicos deben responder con
valentía como los Apóstoles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»
(Hch 5, 29); y hacer todo lo que esté de su mano, poniendo para ello
todos los medios lícitos, para poner fin a esa situación llegando a
sufrir la persecución y la muerte, si fuera necesario, como nos
demuestran los mártires a lo largo de veinte siglos de historia de la
Iglesia y de manera muy especial, los Mártires de la Tradición, a los
que queremos no solamente honrar sino imitar en la medida de nuestras
escasas fuerzas, sostenidos por la gracia de Dios.
III.- Por eso, podemos terminar con una frase del extremeño Donoso Cortés,
«Sólo en la eternidad, patria de los justos, puedes encontrar descanso; porque sólo allí no hay combate: no presumas, empero, que se abran para ti las puertas de la eternidad, si no muestras entonces las cicatrices que llevas; aquellas puertas no se abren sino para los que combatieron aquí los combates del Señor gloriosamente y para los que van, como el Señor, crucificados».
Donde hay un cristiano
crucificado está junto a él nuestra Madre, la Santísima Virgen María. A
ella la necesitamos para conservarnos en la fidelidad, especialmente en
unos tiempos como los nuestros, cuando cuesta la perseverancia, cuando
encontramos la dificultad en el ambiente o en nuestras pasiones; cuando
es duro permanecer en pie junto a la Cruz de Jesús, como estaba Santa
María.
A ella acudimos para pedirle la gracia de reunirnos un día
en el Cielo con los Mártires que nos han precedido en la fidelidad a la
Cruz y al Rey que murió en ella para alcanzarnos la salvación eterna.
Que
la Inmaculada Madre de Dios, Reina de los ángeles y de los hombres, se
digne elegirnos para militar con Cristo, en esa campaña del Reino de
Dios contra las fuerzas del mal que es el eje de la historia del mundo.
Sabiendo que nuestro Rey es invencible, que su Reino no tendrá fin, y
que su recompensa supera cuanto la mente humana pudo soñar de hermoso y
de glorioso.
Publicado en Tradición Digital