El cuarto Domingo de Cuaresma, por coincidir en la mitad de este
tiempo, se propone renovar en los fieles la alegría y la esperanza que
les aliente para perseverar en el espíritu de penitencia como
preparación para celebrar el triunfo pascual. Hoy se nos invita a
apreciar los grandes dones que, con el Bautismo, hemos recibido los
cristianos y se nos estimula a vivir de acuerdo con nuestra condición de
hijos de Dios. Ese tambien es el significado de la renovación de las
solemnes promesas bautismales que haremos en la Vigilia Pascual.
A
ese fin, la Liturgia permite en el templo las flores, y ornamentos de
color rosáceo que reemplazan a la austeridad penitencial del morado, y
elige textos muy hermosos y muy adecuados para infundir alientos, como
la antífona de entrada: ¡Laetare! - «Alégrate, Jerusalén, convocad la
asamblea los que la amáis, llenaos de alegría los que estáis tristes;
para que os alimentéis de sus pechos y os saciéis de sus consuelos». La
Iglesia se alegra hoy intensamente, pero con moderación todavía, como
quien está dispuesta a reanudar enseguida el tono propio de la Cuaresma
en la que pedimos llegar por los méritos de la Pasión y muerte en cruz
de Jesucristo a la Gloria de su Resurrección.
El Evangelio de este Domingo (Forma Ordinaria: Jn 9, 1-41) pone en el centro de nuestra consideración a Jesucristo como luz del mundo y, como consecuencia, se nos recuerda que los cristianos tenemos que vivir como hijos de la luz. «Yo soy la luz del mundo quien me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). El pecado es la oscuridad y las tinieblas, la gracia de Dios -el don de Dios
del que hablaba Jesús a la samaritana en el Evangelio del pasado
Domingo- y las obras de la gracia en nuestras almas son la luz.
En el prólogo a su Evangelio, San Juan nos presenta a Jesucristo como el Verbo encarnado, la luz de los hombres. Pero "la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron" (Jn 1, 5). Los hombres con sus pecados se cierran a la luz. “Este es el juicio: que la luz ha venido al mundo y los hombres han amado más las tinieblas, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
En el Bautismo, los cristianos hemos pasado de las tinieblas a la luz, por eso tenemos que «caminar como hijos de la luz, buscando lo que agrada al Señor»
(2 Lect. Ef 5, 8-14). Nuestra conducta tiene que dar testimonio del
Bautismo recibido, de nuestra dignidad de hijos de Dios y necesitamos
una continua purificación de toda sombra de pecado a fin de abrirse cada
vez más a la luz de Cristo. Por eso, el episodio de la curación del
ciego de nacimiento no solamente nos muestra que Jesucristo pone la luz
donde antes había oscuridad, sino las disposiciones que son necesarias
por nuestra parte para acoger la luz de Cristo.
Entre esas disposiciones, podemos referirnos al examen de conciencia (cfr. Catecismo Mayor,
697-707) que nos ayuda a conocernos mejor y que debemos practicar con
frecuencia, incluso diariamente, y de manera más profunda antes de
acercarnos al Sacramento de la Penitencia.
Examen de conciencia es
una diligente averiguación de los pecados que se han cometido desde la
última confesión bien hecha. Se hace trayendo cuidadosamente a la
memoria todos los pecados cometidos y no confesados, de pensamiento,
palabra, obra y omisión, contra los mandamientos de Dios y de la Iglesia
y las obligaciones del propio estado. También hemos de examinarnos
acerca de los malos hábitos y ocasiones de pecar.
Especial atención debemos poner a la hora de reconocer los pecados mortales
Para
que un pecado sea mortal se requieren tres cosas: materia grave, plena
advertencia y perfecto consentimiento de la voluntad.
1.- Hay materia grave cuando se trata de una cosa notablemente contraria a la ley de Dios o de la Iglesia.
2.- Hay plena advertencia o conocimiento en el pecar cuando se conoce perfectamente que se hace un mal grave.
3.- Hay perfecto consentimiento de la voluntad cuando se quiere deliberadamente hacer una cosa, aunque se vea que es pecaminosa.
El
Evangelio nos presenta también a los que no cambiaron, no se
convirtieron al Salvador a pesar de tenerle tan cerca, de ser
espectadores de sus milagros… Por su falta de disposiciones, su orgullo
no les dejó ver.
Por el contrario, la Virgen María es modelo de la
actitud de disponibilidad y correspondencia que hay que tener ante la
luz de Cristo. Ella nos alcance que Dios ilumine nuestras almas con la
claridad de su gracia.
Publicado en Tradición Digital