En este segundo domingo de Cuaresma leemos en el Evangelio el misterio de la vida de Cristo que conocemos con el nombre de la Transfiguración.
Después de anunciar a sus discípulos su pasión y resurrección, «tomó
consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos
aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro
resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la
luz» (Mt 17, 1-2). Los discípulos vieron, por un breve tiempo, un
esplendor aún más intenso que la luz del sol, el de la gloria divina de
Jesús.
Junto a Jesús transfigurado, «aparecieron Moisés y Elías conversando con él»
(Mt 17, 3); Moisés y Elías representaban a la Ley y a los Profetas.
Moisés, que dio la Ley que había de educar al pueblo para Cristo, nos lo
señala: ¡Este es el legislador esperado! Elías, como representante de los Profetas que explicaron la Ley al pueblo y anunciaron al Mesías, anuncia aquí solemnemente: ¡Este es el Salvador prometido! Cristo es «la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas» (San Agustín). De hecho, el Padre mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17, 5).
«En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús "fue manifestado el misterio de la primera regeneración": nuestro bautismo; la Transfiguración "es es sacramento de la segunda regeneración": nuestra propia resurrección (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo» (CATIC, nº 556).
Como
sabemos, Jesucristo murió por todos; pero no todos se salvan, porque o
no le quieren reconocer o no guardan su ley, o no se valen de los medios
de santificación que nos dejó. Para salvarnos no basta que Jesucristo
haya muerto por nosotros, sino que es necesario aplicar a cada uno el
fruto y los méritos de su pasión y muerte, lo que se hace principalmente
por medio de los sacramentos instituidos a este fin por el mismo
Jesucristo, y como muchos no reciben los sacramentos, o no los reciben
bien, por esto hacen para sí mismos inútil la muerte de Jesucristo (Catecismo Mayor, 114-115.). Dios nos comunica la gracia principalmente por medio de los santos sacramentos.
Por Sacramento
se entiende un signo sensible y eficaz de la gracia, instituido por
Jesucristo para santificar nuestras almas. Llamamos a los sacramentos
señales sensibles y eficaces de la gracia, porque todos los sacramentos
significan, por medio de cosas sensibles, la gracia divina que producen
en nuestras almas. Los sacramentos dan siempre la gracia con tal que se
reciban con las necesarias disposiciones. (ibid., 527-539).
En este santo tiempo de Cuaresma conviene recordar que con las palabras del segundo mandamiento: Confesar los pecados mortales al menos una vez al año,
la Iglesia obliga a todos los cristianos que han llegado al uso de
razón, a acercarse por lo menos una vez al año al sacramento de la
Penitencia para confesar los pecados mortales.
El tiempo más
oportuno para satisfacer el precepto de la confesión anual es la
Cuaresma, según el uso introducido y aprobado de toda la Iglesia. La
Iglesia dice: al menos, para darnos a entender su deseo de que
nos acerquemos más a menudo a los santos sacramentos. Es utilísimo
confesarse a menudo, sobre todo porque es difícil que se confiese bien y
esté alejado del pecado mortal quien rara vez se confiesa (ibid. 485-490).
Recordemos las palabras de San Pablo: «Hermanos,
os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Pues Él mismo
dice: Al tiempo oportuno te oí, y en el día de la salvación te di
auxilio. Llegado es ahora el tiempo favorable, llegado es ahora el día
de la salvación». (II Cor 6, 2). Esta Cuaresma es un tiempo de
gracia y una oportunidad de conversión que Dios nos ofrece y que no
sabemos si volverá a repetirse. Vivamos este santo tiempo con la
preocupación seria de esforzarnos para poner el alma en camino seguro de
salvación. Y para ello, nada mejor que poner en práctica la invitación
que hemos escuchado en el Evangelio: escuchar la Palabra del Hijo de
Dios que nos llama al arrepentimiento y a la confesión de nuestros
pecados.
Publicado en Tradición Digital