Jacob Willemszoon de Wet: vocación de San Pedro y San Andrés |
En el Evangelio del pasado Domingo leíamos el encuentro entre Cristo y los discípulos del Bautista (Jn 1, 35-42). Aquel había señalado a Jesús como el “Cordero de Dios”, éstos le siguieron movidos, en primera instancia, por las indicaciones de su maestro. El episodio nos recordaba que ser discípulo de Jesús quiere decir seguirle a Él, seguir su camino y que la propia vida del cristiano es un camino de seguimiento de Jesús.
Esta semana, el evangelista San Marcos relata el llamamiento o vocación de los que luego formarían parte del grupo de los Apóstoles (III Domingo del Tiempo Ordinario, B: Mc 1, 14-20).
I. A los hermanos Simón y Andrés, que eran pescadores, les dijo: «Venid, seguidme y yo os haré pescadores de hombres». Lo mismo ocurrió con otros dos hermanos: Santiago y Juan.
Los cuatro conocían a Jesús. Ya lo habían seguido y sabían que era el Mesías, lo habían escuchado y se habían quedado con Él en su casa. Al ser llamados dejaron su oficio, su ocupación y fueron tras Él.
Como precisa Monseñor Straubinger, Pedro y sus compañeros tenían familia y hogar, Santiago y Juan pertenecían a un sector social medio como se deduce del hecho de que su padre contrataba a jornaleros que trabajaban para él. «Es, pues, un error considerar a los discípulos del Señor como gentes que nada tenían que perder y por eso seguían a Jesús. Abrazaron la pobreza espontáneamente, atraídos, en la sinceridad de sus corazones, por el irresistible sello de bondad que ofrecía el divino Maestro a todos los que no tenían doblez» (La Santa Biblia, in Mc 1, 20).
La gracia interior de Jesucristo atrae misteriosamente los corazones de los hombres y los transforma, como ocurrirá con estos pescadores, ahora rudos e ignorantes, y destinados a ser fundamento de su Iglesia que extenderían por todo el mundo entonces conocido, del Asia Menor a Hispania.
II. La vocación de aquellos primeros discípulos nos recuerda que todos los cristianos hemos recibido una vocación sobrenatural a la vida eterna.
Esa vocación depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana pero la gracia de Cristo, el don gratuito que Dios nos hace de su vida, es en nosotros la fuente de la obra de la santificación.
Consideremos nuestra vocación desde una doble perspectiva: la pertenencia a la Iglesia y el modo de vida a que nos tiene que conducir nuestra condición de cristianos, hechos hijos de Dios por el Bautismo.
II.1. La propia palabra “Iglesia” significa “convocación” o “llamamiento”, término genérico que se acabó reservando a «las congregaciones de los fieles, esto es de los que son llamados por la fe a la luz de la verdad y al conocimiento de Dios, para que disipadas las tinieblas de la ignorancia y errores, adoren piadosa y santamente al Dios vivo y verdadero, y le sirvan de todo corazón. Y para declararlo todo en una palabra con San Agustín: “La Iglesia es el pueblo fiel esparcido por todo el orbe”» (Catecismo Romano I, 10, 2).
En la vocación o llamamiento que significa la palabra Iglesia se nos muestra la benignidad y resplandor de la divina gracia, y entendemos lo mucho que se diferencia ella de las demás sociedades. Porque éstas descansan solamente en la razón y prudencia de los hombres, pero aquella está fundada y apoyada sobre la sabiduría y consejo de Dios, ya que él es quien nos llamó interiormente por inspiración del Espíritu Santo que abre y penetra los corazones humanos, y exteriormente por medio de los pastores y predicadores. Además de esto, el fin que se nos propone por esta vocación, es el conocimiento y posesión de lo eterno (ibid.).
II. 2. «Esforzaos para asegurar con vuestras buenas obras vuestra vocación, pues procediendo así, nunca pecaréis» (2Pe 1, 10).
Si no es posible agradar a Dios sin la fe, la fe estéril, destituida de buenas obras, no puede obrar la salvación. Nadie debe pensar que está exento de la observancia de los Mandamientos ni que es imposible al hombre cumplirlos
«Porque Dios no manda imposibles; sino mandando, amonesta a que hagas lo que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al mismo tiempo con sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de aquel, cuyo yugo es suave, y su carga ligera. Los que son hijos de Dios, aman a Cristo; y los que le aman, como Él mismo testifica, observan sus mandamientos. Esto por cierto, lo pueden ejecutar con la divina gracia…». (Concilio de Trento, Sesión VI, Cap. XI).
Y si alguien pone el acento en lo que tantas veces tiene de arduo el ejercitar la virtud, ha de recordar que Dios, que ordena el amor, lo infunde en nuestros corazones por su divino Espíritu, y que el Padre celestial da este su Espíritu bueno a los que se lo piden, de manera que con razón oraba así San Agustín: «Da, Señor, lo que mandas, y manda lo que quieras». Vemos así por dónde debe comenzar nuestra santificación; ante todo, sujetemos la rebeldía de nuestros apetitos, y dejemos obrar a la gracia sin los obstáculos que nosotros mismos le oponemos, y entonces podremos practicar las buenas obras, que la fe nos exige como condición indispensable para la salvación.
El Señor, como a los Apóstoles, nos ha invitado a seguirle, cada uno en unas peculiares condiciones, y hemos de examinar cómo estamos correspondiendo a esa llamada o si hay cosas en nuestra vida que nos impiden dar una respuesta rápida y generosa. También acudimos a la Virgen; le pedimos fortaleza para ser fieles a nuestra vocación y, al igual que aquellos primeros llamados, dar testimonio de nuestra fe con una vida entregada al Dios que nos amó primero.
Publicado en Adelante la Fe
Ángel David Martín Rubio |