Pila bautismal. Museo de El Bardo (Túnez) |
A lo largo de las diversas celebraciones de estos días de Navidad, la Iglesia presenta a nuestra consideración la múltiple riqueza de los misterios de la Encarnación y la infancia de nuestro Señor Jesucristo que ahora conmemoramos: su nacimiento en Belén, su circuncisión, adoración de los magos, huida a Egipto, vida de hogar en Nazaret…
Este Domingo, la Liturgia nos invita a meditar en uno de los frutos de la Navidad: nuestra elevación a la condición de hijos de Dios por la fe en Jesucristo. Como escuchamos en el Santo Evangelio: «a todos los que lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre» (Jn 1, 12).
I. «Se dice que Dios es Padre:
1º. Porque es Padre, por naturaleza, de la segunda persona de la Santísima Trinidad, que es el Hijo engendrado por El.
2º. Porque Dios es Padre de todos los hombres que él ha creado, conserva y gobierna.
3º. Porque finalmente, es Padre por gracia de todos los buenos cristianos, que por eso se llaman hijos de Dios adoptivos» (Catecismo Mayor).
La filiación divina natural se da en un grado eminente y único en Dios Hijo: «Jesucristo se llama Hijo Único de Dios Padre porque sólo Él es el Hijo suyo por naturaleza, y nosotros somos hijos por creación y adopción» (Ibid.)
Al hablar, pues, de nuestra condición de hijos de Dios no nos referimos a una filiación en el simple orden de la dependencia de una criatura en relación a su Creador, menos aún de una metáfora, o de un modo piadoso de hablar.
En el Bautismo, gracias a la Pasión y Resurrección de Cristo, tiene lugar el nacimiento a una vida nueva, que antes no existía. Surge una nueva criatura, por lo cual el recién bautizado se llama y es realmente hijo de Dios. «La gracia de Dios, haciéndonos justos e hijos suyos (Jn 1, 12), nos constituye también herederos de la bienaventuranza eterna (Rom 8, 17)» (Catecismo Romano: II, 2, 50).
II. Al principio de la oración que nos enseñó Jesucristo llamamos “Padre nuestro” a Dios para despertar nuestra confianza en su bondad infinita, siendo nosotros sus hijos.
El sentido de nuestra filiación divina define nuestra oración y nuestra manera de comportarnos en todas las circunstancias. Es un modo de ser y un modo de vivir.
- Al vivir con sentido de hijos de Dios aprendemos a tratar a nuestros hermanos los hombres. «Llamamos a Dios Padre nuestro y no Padre mío porque todos somos sus hijos, por lo cual hemos de mirarnos y amarnos todos como hermanos y rogar unos por otros» (Catecismo Mayor).
- El sabernos hijos de Dios nos enseña a comportarnos de modo sereno ante los acontecimientos, por duros que sean. La certeza de que Dios quiere lo mejor para nosotros nos lleva a un abandono sosegado y alegre aun en los momentos más difíciles de nuestra vida. «Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor» (Santo Tomás Moro, desde la cárcel).
Cuando nos encontremos con un problema o una contradicción, la actitud de un hijo de Dios es la de pedir más ayuda a su Padre del Cielo, y renovar el empeño por ser santo en todas las circunstancias, también en las que parecen menos favorables.
Que estos días de Navidad hagamos frecuentes actos de acción de gracias a Dios por haberse dignado a elevarnos a la condición de hijos suyos.
Y que la Virgen María nos alcance corresponder a la altísima dignidad de hijos de Dios que hemos recibido y, como somos hijos y coherederos con Cristo, vivir de tal manera que lleguemos un día al lugar en el Cielo que nos ha preparado nuestro Padre Dios.
Ángel David Martín Rubio |