«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

domingo, 8 de febrero de 2015

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: “Curó a muchos enfermos de diversos males” (Mc 1, 34)


«De modo que, en resumen, los milagros de Cristo son a la vez tres cosas que comienzan con L: Legación, Limosna y Lección. Son el sello de la Legación divina, las credenciales con que el Padre acreditaba a su Enviado y a todo cuanto Él dijera; son una Limosna con que la Compasión de Cristo se inclinaba sobre la miseria humana (“plata ni oro yo no tengo, pero de lo que tengo te doy”); y son al mismo tiempo Lecciones, porque el Señor se arreglaba, a la facción de gran dramaturgo, para dar a esos gestos portentosos el significado recóndito de un misterio de la fe» (Leonardo CASTELLANI, El Evangelio de Jesucristo, Domingo XI después de Pentecostés)

Son muy frecuentes las ocasiones en las que el Evangelio dominical nos presenta alguno de los milagros realizados por Jesucristo a lo largo su vida pública.

En esta ocasión, San Marcos relata la curación de la suegra de San Pedro (V Domingo del Tiempo Ordinario, B: Mc 1, 29-39). No olvidemos que este evangelista puso por escrito la predicación del Príncipe de los Apóstoles [1] y éste recordaría con precisión entrañable un episodio especialmente vinculado a su vida y a la de su familia. Por este detalle, sabemos también que San Pedro dejó la vida del hogar para obedecer a la invitación de Cristo. Por eso dirá más tarde: «nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido» y recibirá la consoladora promesa de Jesús dirigida a todos los que hagan lo mismo (Mc 10, 28-30).


Además de este episodio, San Marcos hace una referencia genérica a otros muchos milagros realizados por el Señor: «Sanó a muchos enfermos afligidos de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios… Y anduvo predicando en sus sinagogas, por toda la Galilea y expulsando a los demonios» (vv. 34 y 39).

La simple lectura de los evangelios nos hace ver en Jesús un poder extraordinario para obrar milagros. No podemos saber su número porque conocemos treinta y ocho de ellos transmitidos de forma individualizada por los evangelistas
[2] pero son frecuentes las descripciones genéricas como las que hemos leído en San Marcos. Valgan por todas ellas, las elocuentes palabras de San Pedro en casa de Cornelio: «Vosotros no ignoráis […] cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y poder a Jesús de Nazaret el cual iba de lugar en lugar, haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con Él» (Hch 10, 37-38).


Los relatos de los milagros realizados por Jesús, no solo constituyen, por su extensión, una parte considerable de los evangelios, sino que, además, están relacionados íntimamente con la estructura, el objeto y el carácter de los Evangelios. Ni siquiera los enemigos de Jesús se atrevieron a negar que Él obrara milagros, aunque intentaron desvirtuarlos diciendo que no fueron realizados por un poder divino sino por otros medios [3].

I. La filosofía define el milagro como «un hecho producido por Dios fuera del orden de toda la naturaleza».

Para entender este concepto, hay que recordar la existencia de un orden natural: cada elemento tiene sus leyes, que brotan de su mismo ser físico y conforme a esas leyes se mueve y obra con regularidad. Unos elementos influyen en otros o se sustentan de ellos formando un conjunto armónico que llamamos cosmos, universo.

Pero toda la gran máquina del cosmos no existe por sí misma. Ha sido creada por Dios que la conserva. Por encima del orden natural está Dios, autor y gobernador del mismo que puede valerse del milagro, o sea, de su intervención sensible en la naturaleza, produciendo algunos efectos que están por encima de los naturales.

A través de sus milagros, Jesús nos muestra muchas veces que su omnipotencia divina va inseparablemente unida a la misericordia, unas veces en torno a necesidades corporales; otras en las espirituales. Con frecuencia, Jesús los realiza movido por la compasión, la misericordia y la bondad. La omnipotencia produce un sentimiento de admiración hacia la grandeza del Señor y de la misericordia nace el sentimiento de la confianza.

II. El mismo Cristo cita sus obras como testimonio de su divinidad.

«Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; pero ya que las hago, ni no queréis creerme, creed al menos, a esas obras para que sepáis y conozcáis que el Padre es en Mí, y que Yo soy en el Padre» (Jn 10, 37-38).

En una ocasión, se acercaron a Jesús algunos escribas y fariseos para pedirle un nuevo milagro que definitivamente les mostrase que Él era el Mesías esperado (Mt 12, 38-42). Jesús no hará en esta ocasión más milagros y no dará más señales. No están dispuestos a creer, y no creerán por muchas señales que les muestre.

A pesar del valor que tienen los milagros para demostrar la misión divina de Jesús, si no hay buenas disposiciones, hasta los mayores prodigios pueden ser mal interpretados. San Juan nos recuerda, expresamente, la existencia de hombres que «a pesar de los milagros tan grandes que Él había hecho delante de ellos, no creían en Él» (Jn 12, 37).El milagro es sólo una ayuda a la razón humana para creer, pero si falta buena voluntad, si la mente se llena de prejuicios, sólo verá oscuridad, aunque tenga delante la luz más clara.

Todos los milagros de Jesús se ordenaban a engendrar la fe en su persona y en su misión, en su palabra. Por esto exigía la fe en quienes le solicitaban estos favores. La fe que pedía, era una actitud religiosa consistente en la apertura y la disposición necesaria para recibir el mensaje divino y aceptar sus enseñanzas.

Para entender la razón de esta exigencia de Jesús es preciso recordar que, si bien los milagros son obras materiales (en la mayoría de los casos curaciones de enfermos y endemoniados), en los planes de Dios pertenecen a un orden superior, al orden de la salvación del mundo.

Eran esas obras los testimonios que el Padre daba al mundo para que creyesen en su Hijo y, mediante esta fe, alcanzasen la vida eterna. «Otros muchos milagros obró Jesús, a la vista de sus discípulos, que no se encuentran escritos en este libro. Pero éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20, 30-31). No podemos olvidar que los milagros no imponen la fe que siempre es efecto de la gracia.

III. Jesús no agota su misión con los milagros; menos aún tuvo la pretensión de sanar a todos los enfermos, de resolver todas las situaciones de sufrimiento que encontró a su paso. 

En el Evangelio que venimos comentando, tras la multitud de curaciones realizadas en Cafarnaum, cuando a la mañana siguiente le llaman diciendo que «todo el mundo te busca», Jesús rechaza dedicarse de lleno y en exclusiva a curar enfermedades. Tiene que orar y predicar: «Vamos a otra parte, a las aldeas vecinas, para que predique allí también. Porque a eso salí» (v. 38).

Jesucristo, con su muerte, nos libró del pecado y nos reconcilió con Dios. Pero la total liquidación de las consecuencias del pecado se reservó para el fin de los tiempos, cuando «el último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Cor 15, 26). Cristo acepta la realidad humana tal como existe, y sobre ello promete la salvación, el reino de los Cielos. Los milagros son como una visión anticipada de ese Reino; pero no significan la abolición del orden natural del cosmos o la conversión del mundo vulnerado por el pecado en un Paraíso.

«Si Cristo aceptó el Destino de la Humanidad con sus males y miserias, es evidentemente porque no podía hacer otra cosa, aun siendo Dios; exactamente por ser Dios. Hay allí una realidad inquebrantable, una realidad que tiene sus propias leyes, que para los judíos y cristianos se llama el Pecado Original. […] Es una realidad divina, que tiene relación con Dios; por eso es misterio y sobrepuja la razón humana; pero la realidad está allí. Cristo acepta el Destino de la Humanidad, y acepta su propio Destino como hombre. Ahí está el hecho capital» [4].

Ante el mal que encuentra en el mundo y que tantas veces le afecta personalmente o en su entorno, el cristiano puede esperar el milagro de la omnipotencia y misericordia divinas pero, sobre todo, debe hacer suya la petición del Padrenuestro: «líbranos del mal» con la que pedimos a Dios que nos libre de los males pasados, presentes y futuros, especialmente del sumo mal, que es el pecado, y de la pena de él, que es la condenación eterna.

Y, aunque es lícito, pedir a Dios que nos libre de algún mal particular, hemos de hacerlo siempre remitiéndonos a su voluntad, ya que puede ordenar aquella misma tribulación para provecho de nuestra alma. En efecto, las penalidades y contrariedades nos ayudan a hacer penitencia de nuestras culpas, a ejercitar las virtudes y, sobre todo, a imitar a Jesucristo, nuestra cabeza, a la cual es justo nos conformemos en los padecimientos si queremos tener parte en su gloria.

*

Por su falta de buenas disposiciones, muchos contemporáneos de Jesús no cambiaron, no se creyeron que Él era el Mesías a pesar de tenerle tan cerca y de ser testigos de muchos de sus milagros.

Examinemos el estado nuestra alma para no cerrarnos a lo sobrenatural, a la intervención de Dios en nuestras vidas por soberbia, apegamiento a las cosas o sensualidad.

Pidamos al Señor una mirada limpia como la de su Madre y los Apóstoles para ser capaces de reconocerle cuando pasa a nuestro lado y nos invita a seguirle, cada día, en nuestra vida cristiana.
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FUENTES: STh. III q. 43-44; Catecismo Mayor de San Pío X; Alberto COLUNGA, “Introducción a la cuestión 43”, en Suma Teológica, XIII, Madrid: BAC, 1955, págs. 334-338; Albert LANG, Teología Fundamental, tomo II, Madrid: Rialp, 1966, págs 274-285.
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[1] «Pero la luz de la religión de Pedro resplandeció de tal modo en la mente de sus oyentes, que no se contentaban con escucharle una sola vez, ni con la enseñanza oral de la predicación divina, sino que suplicaban de todas maneras posibles a Marcos (quien se cree que escribió el Evangelio y era compañero de Pedro), e insistían para que por escrito les dejara un recuerdo de la enseñanza que habían recibido de palabra, y no le dejaron tranquilo hasta que hubo terminado; por ello vinieron a ser los responsables del texto llamado “Evangelio según Marcos”». (Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, Libro 2, XV, 1)

[2] Otros autores hablan de treinta y cinco y Grandmaison los eleva a cuarenta y uno. Estas diferencias se deben a que algunos consideran como milagros sucesos que otros no consideran propiamente como tales (por ejemplo, los hechos que siguieron a la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret o que cayeran por tierra los que iban a detenerle en Getsemaní).

[3] «Mas los fariseos, oyendo esto, dijeron: “Él no echa los demonios sino por Beelzebul, el príncipe de los demonios» (Mt 12, 24). «Lo cierto es que, en lo que sigue, ataca también al Salvador, atribuyendo "a magia el poder con que parecía hacer sus milagros. Y como previo que otros habrían de conocer sus mismos trucos y hacer lo que El hacía, y que blasonarían de obrar por poder de Dios, Jesús los expulsa de su propia república". Y ahora lo acusa por este razonamiento: "Si los expulsa con justicia, siendo El mismo reo de lo mismo, es un malvado; mas si El no es un malvado al hacer eso, tampoco lo son los que hacen lo mismo que El". Sin embargo, aun cuando pareciera imposible demostrar cómo hizo Jesús sus milagros, lo evidente es que los cristianos no se valen de fórmulas mágicas de ninguna especie, sino del nombre de Jesús y de otros relatos en que se tiene fe en conformidad con la Escritura divina» (Orígenes, Contra Celso).
[4] Leonardo CASTELLANI, El Evangelio de Jesucristo, "Resumen de todo lo dicho: I.- Los milagros".

 Publicado en Adelante la Fe
Ángel David Martín Rubio