Hay general coincidencia en calificar de histórica la renuncia de Benedicto XVI el 11 de febrero de 2013[1]. Abdicación papal que tuvo lugar en unas circunstancias que no cuentan con ningún verdadero precedente en dos mil años de cristianismo[2].
Más allá de las justificaciones alegadas por el
protagonista, dos años después seguimos sin conocer con certeza las verdaderas
razones que llevaron al Papa a tomar esa resolución y, por eso, nos abstenemos
de cualquier juicio o interpretación al respecto. Pero eso no significa permanecer
al margen de la realidad ni negar la trascendencia de la decisión.
Ya en su momento no compartimos las reacciones a medio camino entre el entusiasmo y el sentimentalismo y nos sigue causando estupor la unánime aceptación elogiosa que el hecho suscitó[3]. La renuncia de Benedicto XVI no levantó en nosotros oleadas de admiración, ni podemos calificarla de testimonio valiente. Nos produjo una inmensa tristeza y el tiempo ha confirmado que acabó dando paso a circunstancias, si cabe, todavía más duras que las que la Iglesia venía arrastrando en las últimas décadas.
I.- Otra cosa es el balance que ya podemos empezar
a hacer de un papado que se inició con prometedoras perspectivas dada la
categoría intelectual y espiritual unánimemente reconocida a Ratzinger desde su
época de profesor universitario y a su paso por la Congregación para la
Doctrina de la Fe.
A la espera de que el paso del tiempo y el acceso a
las fuentes documentales permitan una perspectiva propiamente histórica, ya
puede hablarse de un pontificado frustrado sin apenas decisiones positivas. Y
las que pudieran señalarse, no compensan ni logran disipar las dudas que
provocan la gestión de asuntos como las finanzas vaticanas, los escándalos del
fundador de los Legionarios de Cristo
y las filtraciones de documentos de la diplomacia romana. No en vano, el
sucesor de Benedicto XVI comenzó su trayectoria haciendo un alarde de
anunciadas, inconcretas (y todavía inéditas) reformas en el seno de la Curia
que dejaban en muy mal lugar las condiciones a que la habían llevado sus
inmediatos predecesores.
Ni siquiera, se le evitaron a Ratzinger
malentendidos de tan pésimo efecto como los provocados por declaraciones
especialmente desafortunadas que obligaron a rectificaciones y aclaraciones,
como su discurso en Ratisbona sobre el islam o la presentación del uso del
preservativo por un “prostituto” como «un
primer acto de moralización».
Especialmente triste para nosotros como españoles, fue
el absoluto silencio por parte de la Sede romana con ocasión de la ratificación
por parte del Jefe del Estado de la
completa despenalización del aborto. Tampoco se promovió la renovación efectiva de un
episcopado anclado en las peores prácticas posconciliares ni una
desautorización de las connivencias con el separatismo de buena parte de los obispos y
el clero en las regiones afectadas por este problema.
Alguien podría objetar a lo que venimos
diciendo determinados gestos y nombramientos, así como documentos cuya importancia no podemos negar. Por ejemplo, la Carta Apostólica en forma de Motu
Proprio Summorum Pontificum (2007), acompañada de una Carta a los
Obispos que ilustraba las razones de su
decisión de promulgar una ley universal con la intención de reglamentar el uso
de la Liturgia Romana en vigor en el año 1962[4].
Aunque, también hay que subrayar la ausencia de
cualquier medida concreta en la dirección de la pregonada reforma de la reforma. Aunque se habló de documentos en gestación y se
desataron rumores, dudas, inquietudes, comentarios… los resultados obtenidos no
pudieron ser más magros.
Además, para presentar estas iniciativas
como un cambio de rumbo hacia lo tradicional habría que ir contra la voluntad
reiteradamente manifestada por el propio Benedicto XVI de considerar
irrenunciable la aceptación del Concilio Vaticano II y del magisterio
posconciliar.
Encontramos aquí la
clave del proyecto de Ratzinger que
ha presentado en numerosas ocasiones al Vaticano II como la respuesta al
secular conflicto del Catolicismo con la Ilustración y el Liberalismo. Y esto
hasta tal punto que su pontificado se puede interpretar como la búsqueda de una
síntesis equidistante de la Tradición Católica y de los excesos revolucionarios,
reconciliando a la Iglesia con la Modernidad y cerrando en falso la ruptura
introducida por el nominalismo, la reforma protestante y sus secuelas.
Para ello, Benedicto XVI propuso
una interpretación que ya había anticipado en sus escritos anteriores[5] y que encontró una precisa formulación cuando en el
Discurso
ante la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005 habla de una «hermenéutica de la reforma, de la renovación
dentro de la continuidad» frente a una «hermenéutica
de la discontinuidad y de la ruptura»[6].
El argumento es reiterado después en los sucesivos terrenos
a que el propio Benedicto XVI lo aplica como es la reforma litúrgica o su
particular visión de la libertad religiosa propuesta a los estados como
“laicidad positiva”. Pero las soluciones aportadas en esos campos se resienten
de la debilidad del principio en que se fundamentan y que, una vez refutado en
su raíz, carece de virtualidad para dar respuesta a los problemas planteados
por todos aquellos que, a lo largo de cincuenta años han
reiterado y perfilado sus objeciones al Concilio Vaticano II y han puesto de manifiesto algunos de sus puntos débiles: colegialidad y duplicidad de la
potestad suprema, ecumenismo, libertad religiosa…[7]
Benedicto XVI reprocha a la “hermenéutica de la ruptura” haber
hecho una reforma precipitada, que no es una realidad orgánica, vital, sino una
yuxtaposición rápida, artificial. En lugar de producirse una evolución lenta y
homogénea, lo ocurrido en el posconcilio fue una violenta ruptura con el
pasado. A partir de unos presupuestos radicalmente historicistas y
evolucionistas en los que -lejos de concebir la transmisión de la Tradición como
la enseñanza fiel de una verdad inmutable- se ve un cambio, un discurrir perpetuo
en el que las instituciones, los ritos y las declaraciones del pasado
contienen, en germen y en última
instancia, el pensamiento moderno[8].
De ahí que pueda afirmarse, como lo hacía, el entonces cardenal Ratzinger que «no
hay sino una sola Iglesia, es la Iglesia del Concilio Vaticano II. El Vaticano
II representa la tradición»[9].
Este argumento tiene su
importancia porque a él se pueden reducir bajo sus diversas formas todos los
dicterios que los apologistas conservadores del Concilio lanzan contra los
católicos fieles a la Tradición. Es decir que, para ellos, basta constatar los
términos en los que se expresa el "magisterio" conciliar y
posconciliar para concluir que esa nueva enseñanza es la tradición aquí y
ahora. «La tradición soy yo» viene a
decir el neo-magisterio emulando al absolutismo del Rey Sol. Se difumina así la
convicción de que el propio Magisterio (incluso supremo) tiene barreras
infranqueables y se vacía al depósito de la Revelación de cualquier contenido
objetivo, dejándolo sometido a una continua actualización.
Pretender que a la
hora de interpretar la enseñanza de la Iglesia sobre la libertad religiosa,
sobre el ecumenismo, sobre la colegialidad episcopal o la Liturgia se recurra
al propio Concilio y al magisterio que le ha seguido, y no a un elemento
objetivo de confrontación externo al Concilio y al magisterio posconciliar pero
no ajeno a la Iglesia (es decir, la Revelación) equivale a encerrar el problema
en un círculo vicioso donde el elemento que ha de ser interpretado se
convierte, a su vez, en el criterio de interpretación. Llegamos así desde la hermenéutica
de la reforma a la hermenéutica del absurdo[10].
Por el contrario, y como es sabido, la Iglesia tiene que
confrontar continuamente su enseñanza con unos contenidos objetivos que son las
verdades que Dios ha revelado y que se contienen en la Sagrada Escritura y en
la Tradición[11].
Lo contrario equivale a sostener una concepción nominalista de la autoridad y
de la obediencia en la que la verdad sería lo propuesto por aquella en cada
momento. Relativismo historicista y falsa concepción de la obediencia que deja
al católico en manos de los grupos de presión que, a la hora de decidir,
inclinan siempre a su favor la balanza de una Jerarquía débil y complaciente.
Una autoridad que, en nombre de la obediencia, impone a los obedientes que
hagan lo que empezaron a poner en práctica los desobedientes.
II.- Si, como decíamos al principio, todavía es pronto para un balance
definitivo del pontificado de Benedicto XVI y del alcance de su renuncia, de la
trayectoria de su sucesor apenas podemos ofrecer unas pinceladas impresionistas.
De entrada, cabría anotar que la fuerte personalidad del
electo ha minimizado notablemente los efectos que podría provocar la presencia
junto a él del dimisionario. Es verdad que Ratzinger ya no tiene los poderes de
pontífice de la Iglesia universal. Pero tampoco ha querido volver a ser lo que
era antes de ser Papa y ha asumido un nuevo estado de vida que es la forma en
la que él interpreta ese compromiso «para
siempre» que asumió cuando aceptó su elección.
“Rezando” y “aconsejando”, Ratzinger establece una relación con su sucesor que,
significativamente, ha sido definida como dialéctica. Efectivamente, antes de
él, otros Papas habían renunciado (el último, por cierto, Gregorio XII ¡en
1415!). Pero Joseph Ratzinger ha sido el primero que ha deseado ser llamado
"Papa emérito" y seguir vistiendo con el hábito blanco «en el recinto de San Pedro»[12],
desconcertando a muchos y haciendo temer que se instaurase en el vértice de la
Iglesia un dualismo.
Diarquía
o no, lo cierto es que no hay argumentos para subrayar en exceso la
discontinuidad entre ambos pontificados. Es cierto que las formas, a las que
volveremos a aludir, marcan una gran distancia entre el que fuera profesor
universitario alemán y el jesuita porteño. Pero tampoco cabe olvidar las
líneas maestras de la actuación de Bergoglio al frente del episcopado de Buenos
Aires al que fue elevado por Juan Pablo II en 1992 (y al cardenalato en 2001), descritas
magistralmente en artículos y libros como los de Antonio Caponnetto[13].
Que el perfil
doctrinal, del entonces cardenal Bergoglio era, en muchos aspectos, muy
semejante al de Joseph Ratzinger lo afirmaba Giorgo Bernardelli en febrero de
2013[14], es decir antes de que Bergoglio
se convirtiera en Francisco[15]. No es necesario, pues
recurrir, a las fantasías y a las conspiranoias para detectar que, por debajo
de las enormes diferencias de origen, carácter y formación entre Ratzinger y
Bergoglio, late una profunda continuidad en la “operación sucesión” llevada a
cabo entre febrero y marzo de 2013.
Tampoco se puede decir que nada ha cambiado. Con la
proclamación de Francisco parecieron diluirse en el horizonte del mundo
católico la práctica totalidad de los argumentos de naturaleza teológica que
Benedicto XVI había afrontado. Basta comparar los temas que ocupaban las
portadas de los medios de información religiosa hace dos años con los que se
han impuesto desde marzo de 2013. La comunión de los divorciados, la
integración de los homosexuales, la invocación a las periferias y la
proliferación de imágenes como el olor a oveja de los pastores han ocupado el
lugar de las preocupaciones litúrgicas, cristológicas, o vinculadas con las
relaciones fe-razón, tan frecuentes en las intervenciones de Benedicto XVI[16].
Y la razón, probablemente, radica en lo que está
constituyendo el “plato fuerte” del nuevo pontificado: las declaraciones
papales. En el transcurso de estos meses, el pontífice argentino ha
multiplicado los cauces de expresión (misas “en Santa Marta”, entrevistas,
ruedas de prensas… que se solapan con los cauces oficiales y obligan a toda una exégesis para fijar el contenido de sus
enseñanzas) y, sobre todo, han proliferado los juegos de palabras, las sugerencias seguidas de escandalosos
comentarios mediáticos, las filípicas acerbas … especialmente cuando habla de manera improvisada, es
decir, cuando dice lo que realmente piensa
en lugar de leer textos preparados[17].
Ahora bien, a dos años vista, ¿qué va a quedar de
todo esto? Es aquí donde las opiniones se dividen ante la realidad de una
reforma anunciada cuyos perfiles no se acaban de concretar y que se puede reducir a la fusión y creación de nuevos dicasterios. La renovación de personal
en Roma y en las diócesis, tampoco
parece ir más allá de un ajuste de cuentas entre sectores
enfrentados. Tal vez sea en el terreno doctrinal donde más incertidumbre
e incomodidad ha creado la puesta en marcha de una enorme maquinaria
sinodal que no ha hecho sino aumentar la indefinición en este terreno.
El tiempo corre en su contra y mientras los apologistas de
Francisco siguen esperando, los sectores más radicales le reclaman que dé pasos
concretos en la dirección que ellos esperan y otros, no tan complacientes, ya empiezan a considerarle un “Papa de transición”[18]
que está causado una gran conmoción, pero más de estilo que de
fondo.
Probablemente haya un poco de todo y lo que realmente
pretende Francisco sea consolidar las modificaciones doctrinales introducidas
en el Concilio Vaticano II a partir de cambios disciplinares más audaces que
los promovidos por sus predecesores. Tal y como el cardenal Madariaga declaró
recientemente: «El Concilio propulsó
renovaciones institucionales, siguiendo la lógica del Espíritu. Estas reformas
engloban todos los niveles de la organización eclesial [...] Pero los cambios funcionales e
institucionales en sí mismas resultaron ser insuficientes, superficiales... El
Papa quiere llevar esta renovación hasta el punto en que será irreversible»[19].
Es común la opinión según la cual la crisis de la Iglesia es
una crisis de inadaptación a los avances de la civilización moderna, siendo
necesaria para su superación una apertura (un aggiornamento) para converger con el espíritu del mundo
secularizado y autónomo. En este terreno, Francisco comparte con sus
predecesores el proyecto de reconciliar a la Iglesia con el mundo moderno a
partir de las “renovaciones” (mejor dicho, innovaciones) introducidas en el
Concilio Vaticano II. Pero, a diferencia de Benedicto XVI, no pretende lograrlo
mediante una síntesis dialéctica en la que también se depuren determinados
valores del relativismo de raíz liberal dominante[20]
sino mediante la introducción de una serie de prácticas que, acompañadas de las
sugerencias lanzadas aquí y allá en un discurso sorprendentemente coherente,
consoliden las transformaciones[21]
previamente aceptadas[22].
En
ese sentido, estimamos que el cardenal Kasper (cuya sintonía con las
expectativas papales no es necesario subrayar aquí) es sincero cuando afirma
que no está proponiendo un cambio doctrinal sino meramente disciplinar, aunque
sería más explicito si subrayara que de lo que se trata es de sacar las
consecuencias disciplinares de las variaciones a que venimos aludiendo[23].
Hasta ahora están predominando las escenificaciones puramente
mediáticas y de imagen. ¿Servirán, como todo parece apuntar, para abrir paso a nuevas
desviaciones doctrinales?
Al igual que ocurrió en el Concilio y el posconcilio,
hasta dónde se llegue por este camino en la disolución de la especificidad del
cristianismo como religión revelada y en la liquidación de los restos
conservados en medio del naufragio general, dependerá en buena medida de la
capacidad de resistencia que encuentre el proyecto auspiciado desde la colina vaticana.
Cuestión ésta que merecería un artículo monográfico que valorase el impacto de
las estrategias benedictinas sobre las filas de los potenciales resistentes así
como los que se podrían incorporar a ellas ahora que el “efecto Francisco”
impide a muchos seguir mirando a otro lado ante la crisis de la Iglesia.
*
Por último, más que las
vicisitudes que todavía nos han de deparar las iniciativas de Bergoglio, a los
católicos nos debería inquietar la persona del que sea llamado a sucederle. No
es que descartemos el
milagro de un Papa católico y valiente que al proponerse restaurar todas las
cosas en Cristo, apresure el retorno glorioso del Señor al precio del martirio
de los suyos. Pero lo más previsible es alguien que corone la obra incoada por
sus predecesores consolidando una nueva etapa en la transformación de
la
Iglesia.
Por eso, el estado de alma de un católico que quiera permanecer
fiel a su fe en las circunstancias en las que nos encontramos tendrá que ubicarse,
de una manera o de otra, en el ámbito de lo que podemos denominar de modo
genérico “la gran obra de la Tradición” y ésta en su conjunto
debe afrontar un serio debate y una reflexión teológicamente fundada que le lleve
a superar por absolutamente irreal el discurso de la esperanza restauracionista
poniendo el afán en la batalla de resistencia y el propio testimonio personal e
institucional.
Publicado en Adelante la Fe.
Publicado en Adelante la Fe.
Ángel David Martín Rubio |
[2] Nos hemos ocupado a fondo de la cuestión de
los precedentes históricos de las renuncias papales en: Ángel David MARTÍN
RUBIO, “La renonciation de Benoît XVI (Examen historique et canonique d’una
situation inédite)”, Catholica
(París) 124 (2014) 97-106.
[3] Un ejemplo de la diferente vara de medir
que se aplicó a la hipotética renuncia de su predecesor la encontramos en este
testimonio. «En cuanto al supuesto de
renunciar por condiciones de salud [Juan Pablo II], escribí esta nota y me parece ahora oportuno darla a conocer, como
ejemplo de la obediencia y prudencia heroicas de Juan Pablo II: “se ha limitado
a comentar (don Stanislao) que el Papa –que personalmente está muy desprendido
del cargo– vive abandonado en la Voluntad de Dios. Se confía a la divina
Providencia. Por lo demás, teme crear un precedente peligroso para sus
sucesores, porque alguno podría quedar expuesto a maniobras y presiones sutiles
por parte de quien desease deponerlo», Julián HERRANZ, En las
afueras de Jericó (Recuerdos de los años con san Josemaría y Juan Pablo II,
Madrid: Rialp, 2007, págs. 432-433. El propio Herranz formaría para de la
comisión encargada de gestionar la situación abierta por la renuncia de
Benedicto XVI.
[4] El 13 de mayo de 2011, la Pontificia
Comisión Ecclesia Dei hizo público el
contenido de la Instrucción Universæ
Ecclesiæ , fechada el 30 de abril y relativa a la aplicación del Motu Proprio Summorum Pontificum.
[5] Citamos, a modo de ejemplo el libro en que
se recoge la larga entrevista concedida en 1984 por el entonces cardenal
Ratzinger a Vittorio Messori, periodista de la Revista 30 Giorni: Informe sobre la
Fe, Madrid: B.A.C., 1985; capítulo II: “Descubrir de nuevo el Concilio”. «Si por “restauración” se entiende un volver
atrás, entonces no es posible restauración alguna. La Iglesia avanza hacia el
cumplimiento de la historia, con la mirada fija en el Señor que viene. No: no
se vuelve ni puede volverse atrás. No hay, pues, “restauración” en este
sentido. Pero si por “restauración” entendemos la búsqueda de un nuevo equilibrio
después de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, después
de las interpretaciones demasiado positivas de un mundo agnóstico y ateo, pues
bien, entonces una “restauración” entendida en este sentido (es decir, un
equilibrio renovado de las orientaciones y de los valores en el interior de la
totalidad católica) sería del todo deseable, y por lo demás, se encuentra ya en
marcha en la Iglesia. En este sentido puede decirse que se ha cerrado la
primera fase del posconcilio». Ratzinger también ha subrayado el aspecto
rupturista del Vaticano II: «Si se desea
presentar un diagnóstico del texto [“Gaudium et Spes”] en su totalidad, podríamos decir que (en unión con los textos sobre la
libertad religiosa y las religiones del mundo) se trata de una revisión del
Syllabus de Pío IX, una especie de Anti-Syllabus [...] Limitémonos a decir aquí
que el texto se presenta como Anti-Syllabus y, como tal, representa una
tentativa de reconciliación oficial con la nueva era inaugurada en 1789» (Joseph
RATZINGER, Les Principes de la théologie
catholique, París: Téqui, 1985, págs. 426-427).
[6] En ese sentido, Ratzinger –primero como
teólogo y después como Papa- se revela mucho más agudo analista que los
rupturistas o los conservadores que suelen obviar el problema. Los primeros
ponen el acento precisamente en lo que el Concilio tuvo de ruptura y lo valoran
positivamente. Los conservadores afirman la continuidad pero no logran
demostrarla ni resultan convincentes a la hora de deslindar las causas de la
crisis de la Iglesia de los propios textos conciliares y de las directrices
pontificias y episcopales. Aunque insuficiente por esto último, resulta imprescindible y abre
caminos para la superación del problema, la lectura propuesta por monseñor Guerra
Campos, excepcional en el plúmbeo horizonte intelectual más reciente.
[7] Cfr. Álvaro CALDERÓN, Prometeo, La religión del hombre. (Ensayo de una hermenéutica del
Concilio Vaticano II), Madrid: Hermandad Sacerdotal San Pío X, 2011; Roberto
de MATTEI, Il Concilio Vaticano II, Una
storia mai scritta, Turín: Edizioni Lindau, 2010; Brunero GHERARDINI, Vaticano
II: una explicación pendiente, Navarra: Editorial Gaudete, 2011. Una
síntesis divulgativa en: Ángel David MARTÍN RUBIO, “50
aniversario del Concilio Vaticano II: nada que celebrar”.
[8] Una formulación expresa del historicismo
subyacente al pensamiento de Ratzinger lo encontramos con frecuencia en sus textos.
«Hay decisiones del Magisterio que
[...] son sobre todo una expresión de
prudencia pastoral y una especie de disposición provisional [...].
Se puede pensar al respecto en las declaraciones de los Papas del siglo pasado
sobre libertad religiosa, así como en las decisiones antimodernistas de
comienzos de este siglo [...]. En los aspectos de sus contenidos, [estas
declaraciones y decisiones] fueron superadas, después de haber cumplido su
deber pastoral en un determinado momento histórico» (en L’Osservatore Romano, 27-junio-1990). « El deber, entonces, no es la supresión del
Concilio, sino el descubrimiento del Concilio real y la profundización de su
verdadera voluntad. Esto implica que no puede haber retorno al Syllabus, el
cual bien pudo ser un primer jalón en la confrontación con el liberalismo y el
marxismo naciente, pero no puede ser la última palabra» (Les Principes de la Théologie Catholique, Paris:
Téqui, 1985, páginas 426-437).
[9] Palabras de Ratzinger, citadas por monseñor
Lefebvre en la conferencia de prensa del 15 de junio de 1988.
[10]
La reducción al absurdo no es una simple pirueta para desacreditar el argumento
sino la lógica consecuencia de una metodología que prescinde de la lectura de
los textos para fijar su verdadero sentido. No se pierda de vista que el
subjetivismo moderno habla de “hermenéutica” poniendo el acento no en alguna
dificultad particular sino en la dificultad general que el hombre tendría para
transmitir su pensamiento. Nadie ha hablado, por ejemplo, de una hermenéutica
del Concilio de Trento o del Vaticano I. No cabe duda de que una de las causas de la actual crisis ha sido el abandono del del realismo moderado de Santo Tomás de Aquino consumado desde antes del Concilio.
[11] «Pues
no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por
revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su
asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación
trasmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la fe» (Pastor aeternus; Dz 1836).
[12] Cfr. Discurso
de Benedicto en la Audiencia general, Roma, 27-febrero-2013.
[13] Especialmente, La Iglesia traicionada, Buenos Aires: Editorial Santiago Apóstol,
2010. Hay una reedición en 2015. Cfr. “Un
retrato sin concesiones”. Está por hacer un estudio de la trayectoria
biográfica de Bergoglio en relación con la historia contemporánea de la Iglesia
en Argentina que, sin duda, ofrecería perspectivas muy sabrosas para
interpretar al personaje. Brindamos el proyecto a nuestros amigos de más allá
del Océano.
[14]
Giorgio BERNARDELLI, “Hacia
el Cónclave; ¿cuál será el papel de Kasper y Bergoglio?”.
[15] Perspectiva que habría que confrontar con
la del padre Juan Carlos Scannone, un jesuita discípulo de Karl Rahner, que lo
tuvo como alumno, y que adscribe al arzobispo de Buenos Aires a la “escuela
argentina” de la teología de la liberación (La
Croix, 18 de marzo de 2013).
[16] Cfr. Andrés TORRES QUEIRUGA “El
papa pastor frente al restauracionismo preconciliar”; en polémica con
Olegario González de Cardedal, subraya «la
profundidad teológica del papa pastor Francisco». Evidentemente se trata de
un puro voluntarismo que, para salvar su tesis, necesita identificar las
posiciones de Ratzinger y sus apologistas con el “restauracionismo
preconciliar”. Risum teneatis
amici?
[17] Una antología en: “Nouvelles de Rome
occupée : la papauté discréditée”, Le
Sel de la Terre 91 (2014-1015).
[18] Father
Pio Pace, “«The Successor» - Rome in Pre-Conclave
mood: What will come after the Bergoglio Papacy?”.
[19] “Cardinal
Rodriguez Maradiaga: Pope wants to take «Church renovation» to «irreversible»
point: Previous reforms were «insufficient, superficial», Church reform to be «deep
and total»”.
[20] Así ocurre, por ejemplo, en el caso de la
llamada “laicidad positiva”. La Iglesia renunciaría definitivamente a que la
Revelación sirva de fundamento para la organización política al tiempo que se
espera por parte de los Estados modernos una adecuada valoración del hecho religioso,
de todo hecho religioso, en plano de igualdad y con espacios previamente
delimitados de presencia en la vida pública. Cfr. Ángel David MARTÍN RUBIO, “Moral
y leyes: Un “sambenito” al que la Iglesia no puede renunciar”. Una
formulación explícita de la incorporación de los valores del liberalismo la
encontramos reiteradamente en los escritos de Ratzinger: «El problema en los años 60 era el de asumir los mejores valores
expresados en dos siglos de cultura "liberal". Hay valores, en
efecto, que, si bien nacidos fuera de la Iglesia, pueden encontrar su lugar
-una vez deparados y corregidos- en su visión del mundo. Esto ha sido hecho ya
Pero ahora el clima es diverso: ha empeorado mucho por referencia a lo que
justificaba un optimismo, acaso ingenuo. Es necesario, pues, buscar un nuevo
equilibrio» (Joseph RATZINGER, entrevista en la revista Gesú, noviembre-1984, cit.por José Mª
ROVIRA BELLOSO, “Significación histórica del Vaticano II” en Casiano FLORISTÁN
- Juan José TAMAYO, El Vaticano II,
veinte años después, Madrid: Ediciones Cristiandad, pág. 36). Muy
significativo al respecto: «Por tanto,
pienso que precisamente el cometido y la misión de Europa en esta situación es
encontrar este diálogo, integrar la fe y la racionalidad moderna en una única
visión antropológica, que completa el ser humano y que hace así también
comunicables las culturas humanas. Por eso, diría que la presencia del
secularismo es algo normal, pero la separación, la contraposición entre
secularismo y cultura de la fe es anómala y debe ser superada. El gran reto de
este momento es que ambos se encuentren y, de este modo, encuentren su propia
identidad»; Palabras
de Benedicto XVI a los periodistas durante el vuelo hacia Portugal, 11-mayo-2010.
[21] Empleamos este concepto siguiendo la
caracterización que del mismo hizo Romano Amerio. Cfr. Iota Unum, Salamanca: 1994, passim y, especialmente, capítulo 1 y epílogo.
[22] Una explicación similar, con particular
incidencia en la concepción dialéctica que venimos aplicando y que resulta
imprescindible para una comprensión de estos procesos en: Mauro TRANQUILLO, “Papa
Francisco, un intento de lectura del nuevo pontificado” «El papa Bergoglio presenta una imagen de la
Iglesia que entra en una fase completamente nueva, nueva, incluso a la
“ortodoxia posconciliar” encarnada en la hermenéutica de la reforma de
Ratzinger. Benedicto XVI sería así, tal vez deliberadamente, una síntesis (en
el sentido modernista) de la doctrina católica pre-conciliar con el
post-concilio, una especie de punto de llegada del sujeto-Iglesia, que ya está
lista para embarcarse en una nueva antítesis, en una nueva ruptura en el ritmo
vital del cual habla Pascendi. De hecho, a sabiendas de lo que la encíclica del
Papa San Pío X dijo del papel de la autoridad en la Iglesia, según los
modernistas [Pascendi, nº 2], parece que todo se ha hecho con arte: romper con la ortodoxia
católica en el Concilio (revolución), síntesis de todo esto con Ratzinger
(síntesis vital hecha visible en la equiparación de los dos ritos), y ahora
contraposición de esta síntesis. En la práctica, a partir de ahora la ruptura
será presentada entre el “pre y post- Bergoglio”, en lugar de entre el “pre y
post-Concilio”».