«Alegraos en cualquier ocasión en el Señor; os lo repito: alegraos. Que vuestra bondad se manifieste a todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp, 4, 4). Estas palabras forman parte de una carta dirigida por San Pablo a los cristianos de Filipos, comunidad fundada por el Apóstol en esta ciudad de la provincia romana de Macedonia, al norte de la actual Grecia. Fue, por consiguiente, el lugar por donde se introdujo el cristianismo en Europa. Si como parece más probable, dicha carta fue escrita durante la primera cautividad romana de San Pablo, cuando humanamente hablando no parecían evidentes los motivos de su alegría, fácilmente podemos adivinar que su consejo nace de la esperanza de su alma. Puede decir en la prisión lo que antes escribió a los Gálatas (2,20): «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí». Por eso, lleno de Cristo, rebosa de alegría. No es la de los cristianos una alegría cualquiera.
A primera vista parece difícil mantener la alegría en todas las incidencias de la vida pero en Cristo, recordando y agradeciendo los beneficios recibidos por su medio o sabiendo que estamos unidos a Él, es posible no ahogarse en los dolores y dificultades. No contemplarlas, sobre todo, de un modo aislado sino dentro de su verdadero fondo, dentro del marco general en que están encajadas. A la luz de la vida sobrenatural que poseemos, a la luz de nuestro vivir que es Cristo. Un gozo espiritual inseparable de la Cruz mientras vivimos en este mundo.
Se nos manda vivir alegres aun en medio de las necesidades y angustias, en medio de las inquietudes y sobresaltos, en medio de las dificultades y desalientos de la vida. Aun en medio de las tentaciones, de las luchas y dolores de nuestro tiempo. San Pablo habla de una actitud perseverante, que es cualidad permanente porque se funda en las virtudes de la fe, esperanza y caridad. No es simplemente estar alegre, se trata del gaudium, gozo espiritual, uno de los frutos del Espíritu Santo.
En su Exhortación apostólica sobre la alegría cristiana (Gaudete in Domino), promulgada el 9 de mayo de 1975, Pablo VI ponía en relación directa la expresión de la alegría con el martirio (el testimonio de fidelidad a Jesucristo en el momento crucial de la prueba), la celebración del misterio eucarístico y el afán por el Reino de Dios. Especialmente me llama la atención cómo, en palabras del Papa, la alegría preserva a quienes la adoptan de «la tentación de abandonar su puesto de combate por el advenimiento del Reino».
En este Año Paulino, las palabras del Apóstol parecen dirigidas más que nunca a los cristianos europeos, de quienes fueron primicia los filipenses, y ¿por qué no? a los españoles, destinatarios de los desvelos misioneros de San Pablo. «Alegraos en cualquier ocasión en el Señor; os lo repito: alegraos». El cristianismo de nuestro tiempo ha discurrido por opciones contradictorias con las que Pablo VI señalaba como fundamento de la verdadera alegría: ha renunciado al testimonio de los mártires, ha desdibujado el sentido sacrificial y de adoración de la Santa Misa y ha renunciado a la necesidad de que Cristo reine en las almas y en las sociedades, en las familias y en las naciones. Esta es la triple raíz de una honda frustración.
Desandar este camino será el único remedio para que los pueblos encuentren la paz e incluso la prosperidad material necesaria para vivir en armonía. Será la única oportunidad de recuperar la verdadera alegría en la que el Apóstol nos invita a vivir.