«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

jueves, 11 de diciembre de 2008

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: La España del siglo XX: ¿investigar el pasado o judicializarlo?



Texto íntegro de la conferencia más sintética pronunciada en el II Encuentro "España Falsificada en su Historia"

Facultad de Derecho-Universidad Complutense (Madrid): 11-diciembre-2008

A finales de 2007 las Cortes españolas aprobaron una Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes "padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura" [1]. Es la más conocida como Ley de la memoria histórica por la ideología que la inspira.

Dicha medida asume la voluntad de dar refrendo jurídico a una interpretación del pasado y sienta las bases para que en su día se apliquen medidas punitivas contra los disidentes si continúa el proceso en la misma dirección. Ya del mismo texto se desprende que no estamos ante una disposición aislada porque según los legisladores se tiene en cuenta lo manifestado por la Proposición no de Ley aprobada por unanimidad en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados el 20 de noviembre de 2002 «así como la condena del franquismo contenida en el Informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa firmado en París el 17 de marzo de 2006 en el que se denunciaron las graves violaciones de Derechos Humanos cometidas en España entre los años 1939 y 1975».

La Ley 52/2007 aparece sancionada por el Jefe del Estado Don Juan Carlos I. El mismo que el 23 de julio de 1969, al jurar como sucesor a título de Rey, había afirmado: «Quiero expresar en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra patria encauzase de nuevo su destino»[2]. Y el 22 de noviembre de 1975, en su primer discurso como Rey ante las Cortes Españolas decía:

«Una figura excepcional entra en la historia. El nombre de Francisco Franco será
ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de
referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea. Con
respeto y gratitud quiero recordar la figura de quien durante tantos años asumió
la pesada responsabilidad de conducir la gobernación del Estado. Su recuerdo
constituirá para, mí una exigencia de comportamiento y de lealtad para con las
funciones que asumo al servicio de la patria. Es de pueblos grandes y nobles el
saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca
podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda la existencia
a su servicio»[3].
A diferencia de lo que ha promovido el Gobierno socialista más de treinta años después, aquellas palabras no se concretaron en ninguna medida práctica y menos aún jurídica. El paso del Estado de las Leyes Fundamentales al de la Constitución de 1978 se hizo mediante el pacto y la negociación entre los elementos procedentes del Régimen saliente y la oposición rupturista, pero —a pesar de la absoluta incapacidad de estos últimos para imponer sus planteamientos— dicho acuerdo consistió en una cesión práctica por parte de los primeros en todos aquellos terrenos que habían sido materia de conflicto en los años anteriores a cambio de la conservación de algún residuo institucional. Buena prueba de ello fue la renuncia a la confesionalidad católica, a la estructura unitaria del Estado y a las formas alternativas de representación política y sindical que se habían ensayado con anterioridad. Dicho de otra manera, el llamado consenso constitucional consistió en ceder a las pretensiones de la izquierda y del regionalismo político gravando a la naciente situación con una hipoteca cuyas últimas consecuencias estamos pagando hoy a un precio muy elevado.

Negar la legitimidad de origen y de ejercicio del anterior Régimen político condujo a darle una salida constitucional que negaba sus más que evidentes raíces en él (mientras interesaba solamente se habló de “reforma”) y abría paso a dos posiciones:

― El inestable salto en el vacío que pretenden los representantes del actual centro-derecha renunciando a cualquier vinculación con el pasado.
― El saqueo sistemático de la historia que hacen socialistas, comunistas y regionalistas reconociendo la lógica continuidad entre los postulados que sostienen en la actualidad y los que defendieron sus ya lejanos antepasados.

Las carencias intelectuales y la frivolidad de la primera posición han favorecido la absoluta hegemonía de esta última y las víctimas de la guerra han vuelto a ser agitadas unilateralmente por la izquierda al tiempo que se reivindica la necesaria revisión de lo ocurrido en la Segunda República, la Guerra Civil y la España de Franco bajo el señuelo de la llamada recuperación de la memoria histórica, un amplio proyecto de carácter cultural que tiene necesidad de un holocausto, de un genocidio para la descalificación sin paliativos de los vencedores en la Guerra Civil, primer paso para la reivindicación de la Segunda República con cuya presunta legitimidad pretenden conectar a la España actual la extrema izquierda y los regionalismos separatistas. Cuantos más anatemas recaen sobre las consideradas fuerzas oscuras del pasado (el Ejército, la Iglesia, la Falange, la derecha…), más se esforzarán nuestros contemporáneos en romper cualquier solidaridad con ellas.

La Ley citada, cae en el absurdo jurídico de elevar a doctrina valoraciones propias del terreno historiográfico y, además, vulnera gravemente la verdad cuando se cita entre los que lucharon por la defensa de los valores democráticos a los brigadistas internacionales y a los combatientes guerrilleros; a no ser que se entiendan dichos valores democráticos como los concebía Stalin, principal inspirador de ambas iniciativas.

Late en todas las medidas inspiradas por el espíritu que recoge esta ley un cuestionamiento de la existencia de una legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936 (en expresión del actual Jefe del Estado). Considerar la realidad histórica de España entre 1936 y 1978 como si hubiera sido la mera continuidad de una situación de fuerza sostenida por el poder de las armas es una falsedad que, en una sociedad democrática, no corresponde a los legisladores establecer, sino a los historiadores investigar para llegar a comprender. Y ni a unos ni a otros les debería estar permitido un fantasmal juicio a los protagonistas del pasado, un juicio sin defensores ni atenuantes, un juicio en el que solo haría acusadores movidos por sus propios rencores e ideología. Conocer para explicar y explicar para comprender es la única actitud legítima frente a los hechos históricos en una sociedad madura.
Frente a los planteamientos simplistas en que se ampara la memoria histórica, son los más destacados historiadores de la España contemporánea quienes coinciden en señalar que con la Segunda República y la Guerra Civil española, culmina un proceso revolucionario secular cuyo origen puede ponerse en 1808 cuando ―con ocasión de la invasión francesa― se inicia en España la larga serie de guerras civiles, revoluciones y golpes de Estado que llena el siglo XIX y crea la situación convulsa que caracteriza a los preludios del XX. De tal manera que el Estado nacido de la Victoria, la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, no es sino la culminación y la respuesta a un largo proceso histórico que queremos sintetizar a continuación.

I. Caída de la Monarquía y advenimiento de la República


Dicho proceso tiene como precedente la actuación subversiva y terrorista de las fuerzas anti-sistema (republicanos, socialistas y anarquistas), especialmente activas desde finales del siglo XIX y durante el reinado de Alfonso XIII. Recordemos episodios como la Semana Trágica de Barcelona (1909), la Huelga General revolucionaria de 1917, el fracasado golpe de estado de Jaca-Cuatro Vientos (1930) o los asesinatos de los presidentes del Gobierno Cánovas del Castillo, Canalejas y Dato.

Aunque con frecuencia se oye decir que la República se implantó de manera pacífica, en realidad no representó más que la victoria impuesta por una minoría audaz que se adueñó del Estado con el pretexto de unas elecciones municipales que no ganó y que, por sí mismas, no permitían ese fin.

Pese a unos resultados inequívocamente contrarios a su triunfo, la conjunción republicano-socialista obró rápidamente y, alegando que el triunfo de los concejales republicanos se había obtenido, sal­vo algunas excepciones, en grandes poblaciones y capitales de provincia, y el de los monárquicos en los ayuntamientos rurales, atribuyó a lo ocurrido la significación de un plebisci­to y reclamó la entrega inmediata del Poder.
«Numérica­mente, el triunfo era monárquico. Suponer que sólo habían de
contarse, para apreciar la significación del resultado, los votos de los grandes
centros, era desnaturalizar maliciosamen­te el mecanismo electoral, pues los
Diputados de los distri­tos no tenían en las Cortes distinta representación
que los de las ciudades y lo mismo podía decirse de los conceja­les»[4]
Decisiva resultó la presión del Comité revolucionario que venía actuando desde meses atrás y que el 13 de abril dirigía un manifiesto al país acompañado de manifestaciones y alborotos en la calle. En la entrevista del Conde de Romanones con el presidente de dicho Comité, Alcalá Zamora, éste se negó a aceptar ningún acuerdo y solo se avino a conceder un plazo para que el rey saliera de Madrid, transcurrido el cual no respondía de lo que ocurriera. Alfonso XIII se dio por enterado de la amenaza, renunció a defender el Estado de que era cabeza y abandonó España. La monarquía liberal implantada en España por la fuerzas de las armas un siglo atrás caía ahora víctima de sus propias contradicciones.

La parte mayoritaria y más sana del pueblo español se alejó paulatinamente del nuevo Régimen al comprobar cómo la Constitución y la práctica política de los años siguientes daban paso a una política sectaria, arbitraria y ajena a sus más profundas convicciones.

El 11 de mayo de 1931, antes de que la República cumpliera su primer mes de existencia, fueron incendiadas, sin que la fuerza pública hiciera nada por impedirlo numerosos centros religiosos de Ma­drid: iglesias, conventos, bibliotecas, centros de enseñanza… En días sucesivos se reproducían los incendios en diversos lugares del sur y Levante. El 14 de junio fue detenido por orden gubernativa el Cardenal Primado de España, doctor Segura, permaneciendo durante toda la jornada en la Comisaría de Vigilancia insta­lada en el mismo edificio del Gobierno civil. A sus quejas, por la detención absolutamente arbitraria que había sufrido solo se contestó con una comunicación oficial firmada por el gobernador civil y en la que éste le señalaba: «De orden del Gobierno provisional de la República española, sírvase po­nerse inmediatamente en marcha hacia la frontera de Irún».

II. La Constitución de 1931


Convocadas Cortes Constituyentes en aquellos días, el período electoral estuvo dominado por todas las violentas manifestaciones revolucionarias que impidieron prácticamente la propaganda de las opiniones contrarias al nuevo Régimen a las que apenas quedó espacio en un escenario parlamentario dominado por republicanos y socialistas. De este modo, la Constitución de 1931 no pudo ser nunca la expresión del asentimiento de la mayoría de los españoles. Prueba este aserto el testimonio de excep­ción del propio Presidente del Gobierno provisional que con­vocó y presidió las elecciones de 1931, D. Niceto Alcalá Za­mora, quien ha dicho de aquellas Cortes Constituyentes que «adolecían de un grave defecto, el mayor sin duda para una Asamblea representativa: que no lo eran, como cabal ni aproximada coincidencia, de la estable, verdadera y permanente opinión española»[5]. (pág. 14). Y agrega más adelante:

«La Constitución se dictó, efectivamente, o se planeó, sin mirar a esa realidad
nacional, que era la que imponía y logra que prevalezca siempre la norma reflejo
de su honda, esen­cial e íntima estructura. Se procuró legislar obedeciendo
a teorías, sentimientos e intereses de partido, sin pensar en esa realidad de
convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España...»[6]
Y con toda la gra­vedad que da a sus palabras su condición de haber sido Presidente del Gobierno Provisional, formula esta acusación sobre el nuevo estatuto jurídico: «se hizo una Constitución que invitaba a la guerra civil»[7].
No hay que olvidar que esta Constitución, promulgada el 9 de diciembre de 1931, quedó desvirtuada desde su mismo nacimiento porque su vigencia fue acompañada por la llamada Ley de Defensa de la República del 27 de oc­tubre anterior, por la cual se ponían en manos del Gobierno resortes tales que hacían ilusorios los derechos individuales que reconocía el texto de la Constitución. Dicha Ley autorizaba al Gobierno, entre otras cosas, a la detención sin mandamiento judicial durante tiempo ilimitado, a la de­portación, de la que se produjeron varios casos, lo mismo en gentes de ideología derechista (a Villa Cisneros, con motivo de los sucesos del 10 de agosto de 1932) que de ideología izquierdista (las deportaciones a Bata), a la confiscación de bienes, a las suspensiones de las libertades de reunión y aso­ciación, a las de periódicos por tiempo indefinido, etc.

El balance del primer bienio, llamado republicano-socialista por el color político del Gobierno presidido por Azaña no puede ser más deplorable: numerosos incendios de iglesias además de los ya citados; la permanente situación de anormalidad constitucional por el mantenimiento en vigor de leyes como la citada o la llamada de Vagos y Maleantes que preveía la creación de campos de trabajo; eliminación de la educación de iniciativa religiosa con grave perjuicio directo para cientos de miles de estudiantes; concesión del derecho de autonomía a Cataluña que empezó a ser utilizado inmediatamente para socavar la legalidad y, más tarde, sublevarse contra ella; frustración de las expectativas de una reforma agraria, deterioro de las condiciones de vida reflejada en el aumento de las muertes por hambre, que volvieron a cifras de principios de siglo; brutalidad policial de la que los sucesos de Casas Viejas son únicamente un ejemplo; aumento espectacular de la delincuencia y deterioro del orden público con huelgas, incendios, saqueos, atentados, explosiones, intentonas revolucionarias… en dos años la República provocó un número mucho mayor de muertes de obreros que las que habían tenido lugar durante todo el período histórico anterior.

III. La sublevación de 1934


La reacción del país determinó el acceso al Par­lamento, en noviembre de 1933, de una mayoría de derechas y centro. Pero la respuesta a esta decisión democrática la dio el Partido Socialista, de defi­nido carácter marxista y subversivo, preparando y llevando a cabo una sublevación armada.

El 31 de enero de 1934 Francisco Largo Caballero, ex ministro socialista, pos­tulaba ante la Agrupación Socialista de Madrid el levanta­miento en armas del proletariado. Comentando estos prepara­tivos de rebelión, ha escrito Rodolfo Llopis, también socialista:

«El empleo de la violencia colectiva no constituyó, pues, novedad alguna. No
hubo por ese lado desviación. No la hubo ideológicamente, como tampoco la hubo
desde el punto de vista de la táctica. Nuestro Partido ha tenido la virtud, la
sigue teniendo, la seguirá teniendo si no quiere sui­cidarse—y no es ese su
caso, naturalmente—de no renunciar previamente a ninguna táctica. A ninguna».[8]
Se nombró una Comisión pre revolucionaria dirigida por Largo Caballero, en la que fi­guraban representantes del Partido Socialista y de las Juventudes, y se elaboró un programa revolucionario que empezaría a realizarse en el momento en que, derribado por la fuerza el Gobierno de la República y disueltas violentamente las Cortes elegidas en 1933, pudiera instaurarse un nuevo Gobierno. La consecuencia de tales preparativos no se haría esperar.

La revolución se desencadena en octubre del mismo año 1934 con el pretexto de que un partido político la CEDA, triunfante en las recientes elecciones, obtuviera en el Gobierno una parti­cipación no desproporcionada ni abusiva, sino modesta e inclu­so inferior a su importancia numérica en el Parlamento. La llamada Revolución de Octubre fue, en realidad, un fracasado golpe de estado protagonizado por una amplia coalición de izquierdas y separatistas. Sólo en Asturias, las bajas causadas por la revolución fueron 4.336, de las cuales 1.375 muertos y 2.945 heridos; fueron incendia­dos o deteriorados 63 edificios particulares, 58 Iglesias, 26 fá­bricas, 58 puentes y 730 edificios públicos.

Salvador de Mada­riaga ha reconocido que «con la revolución de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936».[9] Y es que estos sucesos son la prueba de que, para Azaña y los socialistas, no se admitía que la República fuese una forma de Estado en la que cupiesen tendencias políticas diferentes sino que en la práctica se la consideraba un régimen que negaba el derecho a la existencia a quienes no comulgasen con sus postulados.

Sofocada la revuelta con las armas quedó de manifiesto la incapacidad de los más altos poderes para responder al atentado sufrido y, mientras la propaganda izquierdista convertía a los delincuentes en mártires y al Gobierno en verdugo, los mismos organizadores de la Revolución se preparaban para un segundo y definitivo asalto al poder que tendría lugar después de las elecciones del 16 de febrero de 1936.

IV. Las elecciones de febrero de 1936


Al convocarse las elecciones de 1936 se constituyó el Frente Popular. La mayoría de los partidos políticos que lo integraron preconizaban la acción directa y enarbolaban la misma bandera de la revolución de Asturias; por ello, nada tiene de extraño el hecho de que, con ocasión de la convocatoria, se concertaran para utilizar los cauces democrá­ticos del sufragio universal y al propio tiempo actuar con métodos radicales que habían de provocar un ambiente de violencia que retrajera de las urnas a numerosas personas. En definitiva, lo que se trataba era de asaltar el Poder utilizando todos los medios para lograr con el fraude, la violencia y el amaño, la mayoría que, como era previsible, el cuerpo electoral había de negarles.
Parecía lógico que el Gobierno que convocó y presidió las elecciones continuase en el Poder durante la celebración del escrutinio e incluso la segunda vuelta, para una vez compro­bado el triunfo entregar el Poder al grupo vencedor en las elecciones. Pero no fue así; tan pronto como el mismo día 16 se empezaron a conocer los datos de la votación en diversas capitales, precisamente en aquéllas en que por el indicado ambiente terrorista había triunfado el Frente Popular y a pesar de que, simultáneamen­te, el Gobierno comunicaba en nota oficiosa el victorioso re­sultado de las candidaturas derechistas y de centro en nume­rosas provincias, lo cierto es que, sin pérdida de tiempo, comenzaron a realizarse toda clase de coacciones y amenazas, tanto sobre el Jefe del Estado como sobre el Presidente y miembros del Gobierno, que dieron como resultado el que tres días después de las elecciones y antes de llevarse a cabo el escrutinio general, el día 19 de febrero, se adueñase del Poder un Gobierno de Frente Popular, presidido por el señor Azaña.

Consecuencia inmediata de ello fue que los dirigentes revolucionarios en todas las provincias se apoderasen de los edificios públicos y se hicieran con la documentación electoral. En la misma madrugada del 19 al 20, se abrieron los sobres que contenían las actas de votación y se sustituyeron por otras falsificadas, en número suficiente para trasladar a la candida­tura del Frente Popular el triunfo que habían logrado las derechas. Esta falsedad está plenamente demostrada documentalmente[10] y sólo en las provincias de Cáceres, Coruña, Málaga, Pontevedra, Lugo, Granada, Cuenca, Orense, Vigo, Salamanca, Soria, Guipúzcoa y Valencia, supuso cincuenta actas de Diputados.

De las listas oficiales de Diputados, resultaron inscritos en los Partidos del Frente Popular 279 diputados; sólo con restar a esta otra las 50 actas antes referidas, sus Diputados hubieran sido 229, cifra que no alcanzaba la mitad más uno de la Cámara, que era de 237 Diputados. Si se examinan la serie de votaciones, trascendentales gran número de ellas, como fue la que llevó aneja la destitución del Presidente de la República, se verá que en ningún caso la coalición del Frente Popular hubiera logrado, por votación, el cumplimiento de sus designios.

El proceso que llevó al Frente Popular desde un ajustado resultado electoral a redondear una mayoría en las Cámaras tuvo su culminación con la ilegal destitución del Presidente de la República y su sustitución por Manuel Azaña. Durante los meses que transcurren entre febrero y julio de 1936 se asiste al desmantelamiento del Estado de Derecho con manifestaciones como la amnistía otorgada por decreto-ley, la obligación de readmitir a los despedidos por su participación en actos de violencia político-social, el restablecimiento al frente de la Generalidad de Cataluña de los que habían protagonizado el golpe de 1934, las expropiaciones anticonstitucionales, el retorno a las arbitrariedades de los jurados mixtos, las coacciones al poder judicial... Al tiempo, actuaban con toda impunidad los activistas del Frente Popular protagonizando hechos que, una y otra vez, fueron denunciados en el Parlamento sin recibir otra respuesta que amenazas como las proferidas contra Calvo Sotelo, sacado de su domicilio asesinado poco después por un piquete compuesto por miembros de las fuerzas de orden público y elementos civiles vinculados al Partido Socialista.
El 19 de junio de 1936, Ángel Ossorio y Gallardo, un colaborador ilustre del Frente Popular definía en La Vanguardia el estado de cosas vigente en los siguientes términos:

«A estas horas ―hablemos claro, aunque nos duela―, ni el Gobierno, ni el
Parlamento, ni el Frente Popular significan en España nada. No mandan ellos.
Mandan los inspiradores de las huelgas inconcebibles; los asesinos a sueldo y
los que pagan el sueldo a los asesinos; los mozallones que saquean los
automóviles en las carreteras; los que tienen la pistola como razonamiento… ¿hay
alguien contento, o siquiera conforme, con tal estado de cosas? Nadie. Ninguno
sabe lo que va a pasar aquí, ni presume quién sacará el fruto de la anárquica
siembra».

V. El gran engaño: la intervención comunista en la guerra de España


Es dudoso que se pueda hablar de República a partir del 18 de julio, una vez comenzada la Guerra Civil, pero, de hacerlo así, estaríamos ante un régimen de naturaleza completamente diferente al que se delimitaba en la Constitución de 1931 pues en las zonas que permanecieron bajo el control del Gobierno, se produjo una revolución protagonizada de forma relativamente autónoma por socialistas, anarquistas y comunistas, grupos que en los meses siguientes iban a protagonizar una pugna interna por la hegemonía que desembocó en el predominio del comunismo de obediencia soviética. El presidente del Gobierno, Largo Caballero, precisaba en una carta nada menos que a Stalin que «cualquiera que sea la suerte que el porvenir reserva a la institución parlamentaria, ésta no goza entre nosotros, ni aun entre los republicanos, de defensores entusiastas» (6-enero-1937). Aquella situación dio paso a una República convertida en satélite de la Unión Soviética cuya preponderancia se manifiesta en todos los aspectos de la vida pública.

Dándose cuenta de las dificultades para hacerse con el poder de manera inmediata, los comu­nistas se dedicaron a dos tareas básicas:

― Ir atrayendo a su campo al mayor número posible de hombres y de grupos sociales
― Ir ocupando los puestos clave del control de la sociedad y del Estado.

Pero el esfuerzo militar fue el más importante. Los comunistas españoles se lanzaron a la conquista y control de las fuerzas armadas republicanas. El llamado Quinto Regimiento se convirtió en la célula de formación de múlti­ples unidades. Los Comisarios políticos vigilaron de cerca a todos los mandos, y se hizo un gran esfuerzo por ordenar y controlar a las Milicias Populares.
La URSS intervino directamente en la operación. Ya en septiembre-octubre de 1936 llegaron numerosos “expertos” y “ase­sores” soviéticos, que muy pronto dominaron los Departamentos clave. En particular, los comunistas controlaron las fuerzas aéreas, los carros de combate, la artillería y la defensa antiaérea, así como, a través del General Miaja, la defensa de Madrid

El ser la fuente más importante de armamentos, y la insensata operación de exportación de las reservas de oro del Banco de España a Moscú les dieron los suficientes medios de presión y, en el momento oportuno, los comunistas jugaron la baza decisiva. En vista de la resistencia creciente del socialista Largo Caballero, sobre todo a la fusión del partido comunista con el socialista y al pleno control por aquél del ejército y de la política agraria, provocaron su caída, forzando así la entrada del doctor Negrín al frente del nuevo Gobierno.

Al año de la revolución los comunistas habían lo­grado infiltrarse en toda la maquinaria del Estado, y tenían al frente de ella a un hombre de toda su confianza. Ello fue posible porque el Partido Comunista era duro y consciente, y las otras organizacio­nes de izquierda, siendo más débiles, le abrieron inevitablemente el camino.

Párrafo aparte merece la persecución religiosa y la violencia desencadenada por los frentepopulistas. La represión fue de manera predominante el resultado del «procedimiento jurídicamente inconstitucional y moralmente incalificable, del armamento del pueblo, creación de Tribunales Populares y proclamación de la anarquía revolucionaria, hechos equivalentes a “patente de corso” otorgada por la convalidación de los [...] miles de asesinatos cometidos, cuya responsabilidad recae plenamente sobre los que los instigaron, consintieron y dejaron sin castigo» (Dictamen de la comisión sobre ilegitimidad de Poderes actuantes en 18 de julio de 1936). Esta violencia costó la vida a decenas de miles de personas.

VI. El Nuevo Estado Español


En cuanto respuesta a esta situación, el Movimiento Nacional a que dio origen el Alzamiento del 18 de julio de 1936 tuvo la finalidad de poner término al estado de anarquía que ponía en peligro la propia supervivencia del orden jurídico pero enseguida se fue configurando con un contenido positivo que buscaba una total transformación de la vida española. En el fondo, la República no había sido sino la frustración más radical de este anhelo: ni se hicieron las transformaciones que España necesitaba ni se logró siquiera una mínima base de convivencia; por eso la respuesta al desafío revolucionario no podía ser la reacción pura y simple entendida como una vuelta al pasado y la defensa de privilegios e intereses. El Alzamiento de 1936 y la Guerra Civil no fueron una simple conmoción, una sacudida superficial para devolver después las cosas al estado en que se encontraban sino que destruyeron unas ideas y sus consecuencias pero alumbraron otras y se abrieron nuevos cauces que inspiraron y condicionaron la vida española durante muchos años con consignas que eran el polo opuesto a las que se habían querido implantar hasta entonces.
No podemos extendernos más y asumimos la conclusión de la Profesora Dª Consuelo Martínez-Sicluna:

«Parece importante destacar cómo, desde el primer momento, se siente la
necesidad en las filas nacionales de legitimar su actuación, lo que se hace a
través del Dictamen de la Comisión sobre ilegitimidad de poderes actuantes en 18
de julio de 1936. Es decir, frente a quienes tratan de presentarnos el régimen
de Franco como una mera situación fáctica, resultado de un acto de fuerza por
parte del bando que resulta vencedor en la contienda, es lo contrario lo que
parece ponerse de manifiesto a través de esta primera actuación. El Dictamen
muestra dos cosas: por un lado, la preocupación por otorgar una fundamentación
jurídica para el Alzamiento y, por otro, la necesidad de consolidar el régimen
desde el primer momento, consolidarlo en el camino de la subordinación al
Derecho. Es decir, si bien el camino de la fuerza, medio para «restablecer la
moral y el Derecho» ha sido el único que cabía emprender ante la ilegitimidad de
la II República, que deviene en una necesaria defensa, hay que establecer un
marco jurídico para cuando termina la Guerra. Se fijan, pues, cuáles serán en el
futuro las condiciones sobre las que se asiente el nuevo sistema, aquellas de
las que había carecido la República: el principio de legalidad que se plasma en
la racionalidad institucional, como un cauce natural por el que fluyen las
relaciones sociales, y la necesidad de afrontar la creación de un Estado, de una
organización política y administrativa que venga a consolidar la situación de
estabilidad social. Indudablemente se trata de las condiciones presentes en la
denominación del Estado de Derecho.
El régimen que ahora se nos presenta como régimen «franquista» queriendo vincularlo a un hombre y a un tiempo, de tal forma que la desaparición de ambos conllevaría la disolución de su obra, es, por el contrario, la encarnación de un Derecho en el marco de un Estado»[11].

VII. Conclusión

Como han puesto de relieve otros historiadores europeos, la elaboración de discursos que eluden análisis complejos como el que aquí hemos realizado, tiende a imponer una visión de la historia sustentada en los valores que se pretenden imponer desde el presente.

Silenciar elementos como los señalados hasta aquí significa prescindir de la complejidad de los procesos históricos, del papel real que desempeñaron los protagonistas, de las luchas por la hegemonía en un determinado momento. En suma, se priva a los ciudadanos que se preguntan sobre problemas que a veces les afectaron directamente, a ellos o a su familia, de las posibilidades que la historia y el método de investigación histórica aportan como única herramienta para un conocimiento racional del pasado.

Se cuenta del emperador Carlos V que cuando era azuzado ante la tumba de Lutero a buscar los restos del heresiarca para entregarlos a la hoguera, respondió: “Ha encontrado a su juez. Yo hago la guerra contra los vivos, no contra los muertos”. Sea o no cierta la leyenda, hoy hay gente que prefiere hacer su particular guerra contra los muertos. Ahora bien, no olvidemos que el Cid, también ganaba las batallas después de muerto.

La Historia puede servir como fundamento de una convivencia equilibrada cuando se establece en los términos que ya señalaron los clásicos, es decir, procediendo con buena fe, sin encono sectario y tras someter a crítica la información aportada por las más diversas fuentes. Habría que felicitar a los organizadores de este acto y a los estudiantes que sigan el ejemplo de lo que aquí se ha llevado a cabo hoy, porque gracias iniciativas como ésta se dispone de una magnífica herramienta para situar el conocimiento del pasado más inmediato en el necesario terreno de una historiografía entendida como ciencia al servicio de la paz, la concordia y el diálogo.

NOTAS
[1] LEY 52/2007, BOE, 27-diciembre-2007.
[2] Texto completo en: http://www.generalisimofranco.com/historia/juramento_rey.htm
[3] Cit.por FERNÁNDEZ GARCÍA, Antonio (et all.), Documentos de Historia Contemporánea de España, Madrid, Actas, 1996, p.640.
[4] CIERVA PEÑAFIEL, Juan, Notas de mi vida, Instituto Editorial Reus, Madrid, 1955, p.379.
[5] ALCALÁ ZAMORA, Niceto, Los defectos de la Constitución de 1931, Madrid, 1936, p.14.
[6] Ibid. p.46.
[7] Ibid. p.50.
[8] LLOPIS, Rodolfo, Etapas del Socialismo Español (1879-1936), Valencia, 1938.
[9] MADARIAGA, Salvador de, España, Buenos Aires, 1955, p.527.
[10] Cfr. Dictamen de la Comisión sobre ilegitimidad de poderes actuantes en 18 de julio de 1936, Madrid, 1939. En apéndice publica los documentos de la Junta Central del Censo.
[11] MARTÍNEZ-SICLUNA Y SEPÚLVEDA, Consuelo, «Estado de derecho en la época de Franco», Razón Española 105, consultado en C:\Users\Angel David\Documents\Articulos-Libros-Documentos\Franco\Estado de Derecho en la era de Franco.mht