Hace ya algún tiempo que el Gobierno decidió que se podía hablar de crisis económica y las terminales mediáticas se han puesto a funcionar. Todos parecen ahora estar de acuerdo en el mensaje que hay que transmitir y, sobre todo, se han olvidado de que hace apenas unos meses era más importante ganar las elecciones y se nos hizo llegar un mensaje contradictorio. Podía parecer más razonable que, instalados en el poder por otros cuatro años, se mantuviera el discurso triunfalista pero el nuevo estilo es más coherente con el perfil que el socialismo busca establecer en España. Casi me atrevería a decir que el Gobierno es consciente de que superar la crisis equivale a superar el proyecto de la izquierda.
Pronto se van a cumplir los treinta años de la Constitución española, lo que algunos llaman treinta años de democracia. La mayor parte de ese tiempo ha transcurrido bajo el signo de gobiernos socialistas y buena parte de ellos han significado graves retrocesos económicos como los que se produjeron durante la década de los ochenta y los noventa con cortos paréntesis. Recordemos la situación a la que nos llevó Felipe González en 1995; para entonces se había documentado una larga lista de escándalos y corrupciones. La trama de las escuchas telefónicas ilegales no era un caso aislado y recordaba la existencia de una banda criminal organizada por cuya actuación cumplieron condena miembros del Gobierno sin que nunca se llegara a establecer la última responsabilidad. Un caso más de corrupción como la financiación ilegal del PSOE, o los que llevaron a prisión al director de la Guardia Civil, al Gobernador del Banco de España y a la directora del Boletín del Estado, y provocaron el cese del Gobierno a dos vicepresidentes y cinco ministros. Las fosas del GAL sí que deberían reclamar la atención del Juez Baltasar Garzón porque (junto con el 23F y el 11M) son uno de los episodios más oscuros de la España democrática, aunque en el episodio de 1981 no hubiera muertos a diferencia de los que ocurrió en los provocados por socialistas e islamistas.
En este contexto se situaba la cifra récord del paro que alcanzó España, la progresiva desaparición de la industria, los daños sufridos por la pesca y la agricultura… ya para entonces habíamos quedado reducidos al escape turístico y de servicios de la Unión Europea. Todavía no se podía pensar en la ampliación a los países del Este y nos llegaban algunas migajas que luego irían a otros destinatarios. Al mismo tiempo, las formas de dependencia generadas en España a través, sobre todo, de las Autonomías y Ayuntamientos llevan a un reparto indiscriminado de fondos públicos a quien nadie ha puesto coto. El socialismo crea y reparte pobreza. Y nada sustancia cambió en este panorama en los años de bonanza económica que siguieron a 1996; con una administración incomparablemente más honrada y brillante, el Gobierno del PP se reveló incapaz de asumir los importantes cambios estructurales que reclama una economía sólida en el siglo XXI.
No, la crisis económica no es un accidente que ha llegado a la España socialista sin saber cómo; ni es responsabilidad exclusiva del marco internacional. Probablemente el caso español, junto con el argentino, sea uno de los que permiten comprobar con más claridad que la crisis que atravesamos es fundamentalmente moral, referida a la ética y a las conductas, a los valores y a los principios que el país ha ido perdiendo durante años de ejercicio político al servicio de intereses personales, partidistas y económico.
Por eso, no creo en la esperanza que radica en una segunda edición del liberalismo aznarista. Y dudo mucho de que sea viable una reconstrucción que no pase por una revisión a fondo del modelo partitocrático impuesto por la Constitución del 78 y del modelo económico capitalista adoptado acríticamente desde mucho antes.
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