¡Cuántos recuerdos y alegrías encierra para el cristiano aquella noche memorable, que fué día espléndido para la humanidad, porque sobre las pajas de un pesebre brilló el astro de la verdad y los divinos heraldos anunciaron la paz a los hombres de buena voluntad!
El Libertador del mundo levanta su trono en un pesebre para darnos ejemplo de humildad, y nace pobre, y sin abrigo, como si quisiese demostrar a los hombres y a las sociedades redimidas y regeneradas por Él, que la civilización que brota de su doctrina como magnífico raudal ha de tener, como caracteres indelebles, no la independencia racionalista, sino la sumisión y obediencia, y ha de colocar la virtud sobre la riqueza, y los progresos morales sobre los materiales, uniendo con el brazo de la caridad a los débiles con los poderosos.
Los Reyes Magos, guiados por celeste luz, van a postrarse ante la cuna del Dios Hombre como ejemplo del deber que tienen todas las potestades de rendirse ante la suya, y como muestra de la obligación que pesa sobre los reyes de hincar la rodilla y ofrecer la corona al que da y quita los reinos, y juzga las justicias de los hombres.
En el portal de Belén comienza aquella frontera que termina en el Calvario y que separa perpetuamente dos mundos.
El que se engrandece y prospera a la sombra protectora de la Cruz, porque es libre al amparo de su Ley; y el que esclaviza al hombre con la cadena del naturalismo y ahoga la sublime tendencia de la naturaleza a la posesión del bien infinito, encerrándola en el estrecho círculo de la vida presente y mostrándole como único porvenir este valle de lágrimas, convertido en tenebrosa mazmorra, cuando no le iluminan los eternos resplandores.
Sobre Belén y el Calvario se levanta el arco triunfal de la civilización cristiana rematada por la Cruz.
El apetito rebelde, que no sufre la ley del deber, y las debilidades y errores de la razón que trata de cohonestar sus desórdenes, han hecho que muchos hombres, repitiendo el perpetuo non serviam, de Luzbel, hayan dicho, como la muchedumbre deicida: «No queremos que Cristo reine sobre nosotros».
Y creen progresar cuando, vueltas las espaldas a la Cruz, retroceden hacia el paganismo que ella derribó.
Este retroceso, disfrazado con el nombre de progreso, es la mayor aberración que se ha visto en el mundo.
La Nochebuena, para las víctimas del error moderno, es un recuerdo ridículo, o, a lo más, la conmemoración del nacimiento del Sócrates judío.
Para el católico es el más grande y sublime de los recuerdos, porque señala la fecha en que, cumpliéndose las profecías, apareció el Hijo de Dios en la tierra para rescatar al humano linaje de la servidumbre del pecado y otorgarle la inmortal libertad del deber, que es la cifra y compendio de todas las justas libertades.
Y por eso, en la familia cristiana es la Nochebuena la fiesta de religiosa intimidad, en que se avivan los afectos con la cordial y amorosa alegría, pero también con solemne tristeza, porque en esa noche memorable evoca la memoria el recuerdo de las personas queridas y siente el corazón mortal angustia al ver que ya no se congregan bajo un mismo techo aquellos que formaban, en cierto modo, parte de nuestro ser y de nuestra vida.
¡Las dulces horas de la infancia, los regocijados dúos de la primera juventud cómo asaltan la memoria en esta noche, pintándonos lejanas perspectivas de ventura que ya no volverán!
Alegrías y tristezas, melancolías y placeres, forman la trama de la vida del corazón y parece que el día de Nochebuena nuestra inteligencia se esfuerza en resumir tantos recuerdos y afectos, como si antes de mirar al porvenir quisiese recorrer de nuevo la senda emprendida. Que el corazón encierra tantos misterios que se complace en renovar sus propias heridas, y recordar los días felices para atormentarse con la amargura de haberlos perdido.
Así lo comprende ese gran poeta que se llama el pueblo, y por eso ha sabido expresar las tristezas de la Nochebuena en aquel sencillo e inspirado cantar:
La Nochebuena se viene,
La Nochebuena se va,
Y nosotros nos iremos
Y no volveremos más.
Vázquez de Mella