Ya conocíamos el apoyo del Arzobispo de Barcelona o del Obispo Vives a las tesis del nacionalismo separatista catalán. Todavía recordamos con horror el homenaje promovido en 2009 por los obispos vascos a los clérigos que apoyaron la causa roja en 1936. Nos llenó en su día de indignación el aval concedido por el Obispo Iceta a la ideología nacionalista. Cuando hay bienes por medio, la cosa adquiere ribetes cómicos. Como ocurre en el caso del patrimonio artístico reclamado al Obispo de Lérida por el de Barbastro-Monzón que el primero se niega a devolver, de acuerdo con las consignas catalanistas, al tiempo que la Santa Sede mantiene a ambos prelados en sus puestos: al desobediente y al agraviado
Pero nos faltaba ver a la monja Forcades acogiendo el sábado pasado el acto central de la Marcha por la Independencia, organizada por la autodenominada Asamblea Nacional Catalana. La asilvestrada monja y reconocida teóloga es bien conocida por sus tesis a medio camino entre el delirio pintoresco y el pecado mortal que le llevan a oponerse a la vacunación contra la gripe aviar o a justificar el aborto. Es lo que algunos, con evidente escarnio del término así adjetivado, denominan Pensamiento Forcades.
No vamos dedicar una línea a explanar ante nuestros lectores el asco que nos produce esta señora. Vamos a volcar toda la indignación que el caso merece ante la cadena de mando, ante los superiores –desde el más inmediato al supremo- que le permiten pasearse con hábito religioso y abrir su boca para proferir obscenidades. Lo mismo decimos de los benedictinos de Montserrat por haber acogido en dicho lugar sagrado a la asamblea separatista. La Forcades no representa a la Iglesia pero los que le permiten adoptar su papel, apenas representan –y es mucho conceder- a las instancias oficiales de una institución compuesta por hombres.
Ya en documento suscrito por una serie de obispos con sede en diócesis ubicadas en la región catalana ((Raíces cristianas de Cataluña, de 27 de diciembre de 1985) se afirmaba el deseo de que “queden reconocidos plenamente los derechos de nuestro pueblo a su identidad nacional, manifestada en su realidad cultural e histórica”.
Cada vez que un representante de la jerarquía oficial o sus secuaces hacen suyas las tesis del separatismo, en este caso catalán, nos vemos en la gloriosa obligación de recordar que en nuestra Patria no hay otra identidad nacional que la española. Que los españoles podrán decidir acerca de las cosas secundarias; pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir porque nuestra generación no es dueña absoluta de un patrimonio que ha recibido del esfuerzo de generaciones y generaciones anteriores y ha de entregar como depósito sagrado a las que le sucedan.
Y si alguien pretende lo contrario, en el caso de que aún existiera España y el Estado de Derecho bastaría con pedir que se le aplicara la Ley. Pero mientras llega esa hora —y al tiempo que apelamos una vez más a que quién tiene autoridad para hacerlo ponga coto al desmán de los eclesiásticos y monjas separatistas— tendremos que volver a recordar que la doctrina de la Iglesia no es la de estos lobos disfrazados de pastores sino la de aquellos que, como el Cardenal Gomá (catalán y por ello español) condenan al nacionalismo afirmando “que surge contra el Estado y sacude el yugo común que aunaba en la síntesis de la Patria única a varios pueblos que la Providencia y la historia redujeron a un denominador común”. (cfr. Catolicismo y Patria, VI).
Porque la doctrina católica predica a los pueblos la justicia y la caridad, también en el orden político y es la justicia y la caridad la que, “dentro de un mismo Estado, impone el respeto a vínculos derivados de los hechos y principios legítimos que forman de varios pueblos una gran Patria” (Ibid.).
Para concluir, con esperanza, que una vez silenciados quienes odian aquello que nosotros amamos, nuestra España volverá a ser: «Una, con la unidad católica, razón de toda nuestra historia; grande, con la grandeza del pensamiento y de la virtud de Cristo, que han producido los pueblos más grandes de la historia universal; y libre “con la libertad con que nos hizo libres Cristo” porque fuera de Cristo no hay verdadera libertad» (ibid.,VII).
Denunciar esta connivencia con las tesis del nacionalismo parasitario no debería escandalizar a los fieles, todo lo contrario, el verdadero escándalo es que se permitan y alienten estos comportamientos. Conocerlos nos ayuda a consolidar nuestra fe en la divinidad de Cristo, en la Iglesia y en los que la dirigen asistidos por Dios. Para poder seguir sus enseñanzas cuando son legítimas, prescindiendo de las veces que nos hacen llegar opiniones que responden a sus defectos de hombres.
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