Al tiempo, la casta política se prepara para recoger, en una región española convocada a las urnas, el rédito de los años de terror que no han terminado y sigue alimentando el desastre.
Primero aquella UCD de nefasta memoria, y luego los Gobiernos de ese PSOE y ese PP que se necesitan y alimentan mutuamente, han ido colmando gota a gota la indignidad y apenas han dejado otro recurso que la irritación a los ciudadanos, indefensos ante el crimen. Y tan autodesarmados moralmente que prefieren llamar “víctimas del terrorismo” a los que cualquier sociedad sana llamaría CAIDOS POR ESPAÑA.
Víctimas del terrorismo son, especialmente, los escasos supervivientes y sobre todo sus familiares. Víctimas somos todos los españoles, más aún quienes sienten en sus propias carnes el desgarrón del sufrimiento y, tantas veces, la incapacidad de entender lo que está sucediendo. Ellos son las víctimas sin adjetivos… los que quedan malheridos al borde del camino de una historia que algunos se empeñan en hacer incomprensiblemente larga.
A todos ellos habría que hacer llegar, por encima de interpretaciones interesadas, de ambigüedades calculadas o de complicidades culpables lo que enseña la Iglesia con toda claridad acerca del terrorismo: “El terrorismo, que amenaza, hiere y mata sin discriminación, es gravemente contrario a la justicia y a la caridad” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2297). No caigamos en la trama de ciertos silencios selectivos y recordemos cuántas veces el Papa y la inmensa mayoría de los obispos españoles han alzado su voz para condenar las crueles actividades de los que usan el terror para imponernos sus objetivos.
Pero no puede la Iglesia limitarse a condenar los efectos. A diferencia de lo que hacen otros sectores de nuestra sociedad, por la propia naturaleza de su misión y su perspectiva sobrenatural, está obligada a señalar las causas profundas. Y así lo hace cuando nos advierte que “ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres” (ibid., 407). Resulta relativamente fácil rasgarse las vestiduras ante los atentados terroristas o salir a la calle a decir “¡Basta ya!”, pero no lo es tanto tener la coherencia de estar dispuestos a poner fin al estado de cosas que propicia esas manifestaciones de terror. Es fácil indignarse con los que matan los cuerpos y permanecer impasibles y obsequiosos con quienes matan las almas.
El terrorismo es un signo de identidad del mundo contemporáneo, mecido en la cuna del terror como instrumento político. El terrorismo nace en el seno de una sociedad que ha olvidado que existen invariantes morales propias del orden político. Mi libertad termina donde empieza la de los demás oímos decir como máximo ideal moral, como si la acción política debiera limitarse a tutelar las libertades, prescindiendo de su relación con la Verdad y el Bien Moral y cuidando únicamente de evitar las colisiones de derechos.
Cuando se actúa así, divorcio, aborto, drogas, destrucción de las familias, crisis de la juventud, violencia doméstica, terrorismo… no son simplemente titulares de los periódicos sino elementos de una secuencia lógica.
La autodemolición, el desarme moral, la cesión continuada ante el chantaje terrorista han sido la atmósfera diaria desde que España desterró el nombre de Dios de su Constitución y de sus Leyes, para acabar borrándolo de los corazones y de la vida de buena parte de sus hijos. El tiempo ha verificado el razonamiento de Menéndez Pelayo acerca de la situación al desvanecerse nuestro único vínculo de unión, el religioso (“Esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de taifas”).
A su vez, el relativismo y el permisivismo han llevado a una dejación de funciones por parte de la autoridad, con daño para todos. No es legítimo que el Estado renuncie sistemáticamente a su deber de castigar el crimen con la dureza que se merece:
Bien está, queridos hermanos, que la conciencia de las autoridades se vea ayudada y estimulada por toda clase de consideraciones sinceras, y sobre todo por la oración, para que sea lúcida y pura y desinteresada, para que sea reflejo lo más nítido posible de la voluntad de Dios, que es amor y justicia, sobre la sociedad. Pero, cuando no hay duda de que las acciones son justamente punibles, al llegar la hora de la decisión, tantas veces dolorosa, pero intransferible, se impone absolutamente el respeto, por motivos morales y religiosos (Cfr. ABC, 3-octubre-1975, p.20).Así hablaba un obispo español -nuestro recordado Monseñor Guerra Campos- ante las voces de fariseos y las campañas internacionales que reclamaban trato humanitario para los asesinos de ETA condenados en octubre de 1975. Y lo hacía recordando las palabras de la Sagrada Escritura: “¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su aprobación, porque es ministro de Dios para el bien. Pero si haces el mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra mal” (Cfr.Rom 13, 1-5; 1Pe 2, 13-16).
Quizá sea ya demasiada la pendiente recorrida y no haya marcha atrás, pero –además de la santa cólera- nos queda el recurso de pedir a Dios que volvamos a tener gobernantes dispuestos a ejercer aquel servicio de autoridad que es centro indiscutible de la paz y libertad de los pueblos.
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