Hay frases, como ésta de Eugenio D’Ors, que cada día nos sorprenden con una aplicación nueva a una circunstancia inesperada: «Todo lo que no es Tradición, es plagio». Los hechos históricos necesitan del paso del tiempo para ser objeto de una valoración acertada. Unas veces porque la falta de perspectiva y de documentación o testimonios accesibles impide conocer cuáles son las intenciones que los guían y los objetivos que se pretenden. Otras, porque la libertad humana puede torcer o enderezar las consecuencias de una determinada decisión en una dirección muy diferente a la que pretendían quienes la pusieron en marcha. Sin duda hay que calificar de histórico el decreto de la Sagrada Congregación para los Obispos fechado el pasado 21 de enero por el que se retira la excomunión de los obispos consagrados por Monseñor Marcel Lefebvre el 30 de junio de 1988 y que había sido declarada por un decreto de la misma Congregación el 1 de julio de 1988. Y como hecho histórico que es, únicamente el paso del tiempo nos permitirá conocer la deriva definitiva que seguirán los acontecimientos.
De entrada es significativo que el Superior General de la Fraternidad San Pío X haya hecho público su agradecimiento a la «Santísima Virgen, que ha inspirado al Santo Padre este acto unilateral, benevolente y valeroso». El gesto de Roma ha puesto fin a una notoria injusticia que, en la persona de los Obispos entonces ordenados por Monseñor Lefebvre, estigmatizaba y condenaba a los católicos del mundo entero fieles a la Tradición Católica pero más importante aún resulta que esta iniciativa no se deba a ningún cambio sustancial en la posición adoptada por la Fraternidad de San Pío X con posterioridad al Concilio Vaticano II pues en todo, han querido permanecer fieles a la línea de conducta trazada por su fundador, cuya pronta rehabilitación esperamos y cuyo testimonio de fidelidad a la Iglesia y combate por la fe ha sido iluminado de manera ya irreversible por esta decisión como ya lo fuera con el Motu Proprio Summorum pontificum (7-junio-2007) al reconocer que la Liturgia romana tradicional nunca estuvo abrogada y que es un derecho de los fieles y de los sacerdotes poder celebrarla y recibir bajo esa forma los Sacramentos.
Cuando ya era un anciano, después de largos años de entrega en las misiones, consumidos en el servicio a la Iglesia, Monseñor Lefebvre hizo del combate por la Misa Católica y la sana doctrina, la razón de ser de su existencia y la causa a la que inmolaría los últimos años de su vida. “Tradidi quod et accepit”, “Os transmito cuanto he recibido”, era su lema, de magnífico significado para este año paulino. No le faltaron críticas, incomprensiones, calumnias, ataques… hasta que, en un último intento por impedir que la Misa de siempre desapareciera por falta de sacerdotes que la celebraran, tomó la decisión de ordenar sin mandato de la Santa Sede a los Obispos Fellay, Tissier, Williansom y De Galarreta. Las defecciones de quienes no quisieron estar a su lado no le impidieron contar, al menos, con el apoyo valiosísimo del Obispo de Campos (Brasil), Monseñor de Castro Mayer, que ofició como co-consagrante en la ceremonia. No era un gesto de rebeldía, sino una respuesta ante la crisis sin precedentes que hoy sacude a la Iglesia: crisis en las vocaciones, en la práctica religiosa, en la doctrina, en la liturgia y los sacramentos… Pablo VI había hablado de una infiltración del «humo de Satanás» (Alocución del 29 de junio de 1972) y de la «autodemolición» de la Iglesia (Alocución del 7 de diciembre de 1968). Juan Pablo II no dudó en decir que el catolicismo en Europa se encontraba como en estado de «apostasía silenciosa» (Ecclesia in Europa). Antes de su elección, el entonces Cardenal Ratzinger invitaba a contemplar lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia: «cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la Reconciliación, en el cual él nos espera para levantarnos de nuestras caídas!» (Via Crucis del 2005, Novena Estación).
Por eso, pensamos que la verdadera historia no ha hecho más que empezar. Solamente examinando las causas profundas de la situación actual y procurando el remedio adecuado se podrá llegar a una restauración sólida de la Iglesia. ¿Un sueño? Le habíamos pedido a la Virgen la libertad de la Misa de siempre, en todas partes y para todos. Le habíamos pedido que se retirara el decreto de las excomuniones… Ahora le pedimos este esclarecimiento doctrinal que tanto se necesita… De la mano de la Virgen se puede seguir soñando.
A veces, para camuflar el fracaso de la Iglesia posconciliar se nos dice que tenemos que conformarnos con ser una minoría. La Fraternidad de San Pío X nos ha demostrado en estos años lo que significa ser una minoría inasequible al desaliento, anclada firmemente en la verdad, llamando a las cosas por su nombre, no admitiendo lo que no es lícito, juzgando las cosas por lo que son y no por lo que parecen o por lo que dicen los demás, por mucha autoridad de que parezcan revestidos. Y, probablemente por eso, está llamada a ser la minoría con más peso en el futuro de la Iglesia, si la sal no se corrompe y la luz no se apaga. No, la Iglesia oficial no es minoritaria, es irrelevante. Que son dos cosas muy distintas.
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