La "renovación posconciliar" de la vida religiosa vista desde España: Sor Citroen (1967)
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A
veces conviene al agudo observador “cruzar” los mensajes que se emiten
desde diferentes instancias radicadas en la Curia Vaticana para llegar a
conclusiones que una lectura apresurada y parcial no permite extraer si
se consideran de manera aislada.
Hace unos días, el prefecto de la Congregacion para la Doctrina de la Fe dijo a las religiosas de la Leadership Conference of Women Religious
(LCWR) que la elección de los oradores de la conferencia anual y el
material impreso que ponen a disposición de sus miembros, así como su
actitud ante errores doctrinales evidentes, le lleva a cuestionar si la
LCWR tiene “verdaderamente la capacidad de sentire cum Ecclesia”.
En
efecto, las aludidas monjas useñas no son sino un ejemplo de los
numerosos miembros de congregaciones religiosas masculinas y femeninas
que defienden el aborto, el preservativo, se sienten maltratadas
(maltratad@s escribirían ell@s) por el machismo eclesiástico, exigen la
ordenación para las mujeres o se dedican a la acción social(-ista). En
España tenemos insignes representantes de todo ello que frecuentan,
además, los medios de comunicación sin recibir, que sepamos,
desautorización eficaz.
Previniendo objeciones, nos adelantamos a
precisar que estos señores y señoras no son representativas de todo lo
que en la Iglesia supone la vida religiosa. Que hay muchos religiosos y
religiosas que viven entregados al servicio de Dios y del prójimo en
plena coherencia con los votos que hicieron en su día y que profesan en
su integridad la fe católica.
Pero para éstos también hay palo. Según José Rodríguez Carballo, secretario de la Congregación para la Vida Consagrada, "Para los consagrados el Concilio es un punto que no se puede negociar". Y explicó que en su Dicasterio están "especialmente preocupados" por este tema: "estamos viendo verdaderas desviaciones". Sobre todo porque "no
pocos institutos dan una formación no sólo pre-conciliar, sino
anti-conciliar. Esto es inadmisible, es situarse fuera de la historia.
Es algo que nos preocupa mucho en la Congregación".
A las
terminales mediáticas del pos-conciliarismo neocónico les ha faltado
tiempo para “hacerle la ola” a Fray José. Al tiempo que los
representantes del más rancio progresismo se frotan las manos soñando
con la puesta en escena del más puro francisquismo, aplicado ahora a los
escasos institutos de vida religiosa que dan signos de una resistente
vitalidad.
Desde luego que, en esta columna, no nos contamos entre
los que -como denuncia el citado Secretario- buscan en las reformas del
Vaticano II todos los males de la vida religiosa (los males venían de
atrás, y el Concilio fue a la vez causa y efecto) y menos aún entre los
que "niegan la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia"
(buena prueba de ello es la supervivencia de la vida religiosa a las
reformas posconciliares). Pero tampoco vamos a caer en la ingenuidad de
separar las desviaciones sufridas por la vida religiosa de la puesta en
práctica de las iniciativas promovidas desde que tuvo lugar la Asamblea
Conciliar clausurada en 1965. Unas desviaciones que afectan a la Iglesia
en general y lo hacen aún con mayor virulencia en aquellos de sus
miembros que, a través de la profesión de los consejos evangélicos, han
abrazado lo que antes se llamaba “estado de perfección”.
La
decadencia de la vida religiosa no radica solo en la desproporcionada
reducción del número de sus miembros como consecuencia de las
deserciones y de la falta de relevo generacional sino que consiste,
sobre todo, en la variación de los criterios que regulan la vida de los
diversos institutos cuyas constituciones y reglas fueron reformadas
siempre con más efectos destructivos que constructivos. Alguien tan poco
sospechoso de “tradicionalismo” como el Cardenal Daniélou, dio la
siguiente respuesta al preguntarle sobre la existencia de una crisis de
la vida religiosa: “Pienso que hay actualmente una crisis muy grave
de la vida religiosa y que no se puede hablar de renovación, sino más
bien de decadencia” (Maurice DE LANGE, Dans le sillage des Apótres,
París 1976, p. 223; cit. por Romano AMERIO, Iota unum, cap. XIV). Y
encuentra la causa en la desnaturalización de los consejos evangélicos
tomados como una prospectiva axiológica (relativa a los valores) y
sociológica en vez de como un estado especial de vida estructurada sobre
ellos.
Una prueba de que lo que acabamos de decir la encontramos
al comprobar cómo la reforma posterior al Vaticano Segundo desafía la
norma general que estos procesos han seguido en la historia de la
Iglesia. Todas las reformas nacen como respuesta frente a la relajación y
son expresión del deseo de una vida más espiritual, orante y austera.
Así ocurrió, por ejemplo, con los franciscanos: de los Menores salieron
los Observantes y aún después los Reformados y los Capuchinos, siempre
con un movimiento ascendente de mayor severidad y separación del mundo.
Ahora,
por el contrario y por primera vez, se ha buscado de manera consciente
una relajación de la disciplina y una confusión cada vez mayor con el
mundo. Esto se manifiesta, no solo en el abandono del hábito, sino,
sobre todo, en la adopción de formas de vida autónoma e independiente
propias de la vida secular.
“La tendencia según la cual se reforma hoy la vida religiosa es paralela a la tendencia con la que se reforma el sacerdocio. En éste es el olvido de la distancia entre sacerdocio sacramental y sacerdocio común de los fieles, en aquélla es la anulación de la distancia entre estado de perfección y estado común. Se destiñe y diluye lo específico de la vida religiosa, sea en la mentalidad o sea en la práctica” (Romano Amerio, Ibid.).
El
olvido de la referencia sobrenatural y escatológica propia de la vida
religiosa lleva a poner el horizonte de las acciones propias en lo
puramente intramundano. Lejos de representar un camino de santificación
que afecta, en primer lugar, a la persona que libremente adopta esa
forma de vida, se nos ha inculcado por activa y por pasiva que el nuevo
fin asignado a la vida religiosa es el servicio al hombre más que el
servicio a Dios (o bien el servicio al hombre identificado con el
servicio a Dios).
La vida religiosa posconciliar se ha edificado
así sobre la negación expresa de la larga tradición teológica y ascética
del desprecio del mundo ("contemptus mundi"). Ya San Agustín
describió la historia del género humano como el desarrollo de dos
ciudades que tienen por centro a Dios o al hombre: “Dos amores
fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio
de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio,
la celestial”. El “desprecio del mundo” para dar lugar al amor de
las cosas celestiales es poner cada cosa en su sitio y darles el valor
que tienen desde una perspectiva evangélica: “Si alguno de los que
me siguen no aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a
los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi
discípulo” (Lc 14, 26), términos duros que no se reducen a “amar
menos” como a veces se dice para suavizar la frase pero sin que por ello
se recomiende una actitud despiadada u ofensiva.
Y no se diga que
el servicio al hombre justifica la renuncia a este horizonte porque
resulta sintomático cómo el cristiano “desprecio del mundo” nunca fue
obstáculo para que la religión católica produjera en este mismo mundo
frutos que superan con mucho a los que se alcanzan hoy día. Manzoni
enumeraba ellos desde las costumbres civiles a la conservación de la
cultura en tiempos de la barbarie, de las inspiraciones de la belleza al
consuelo de la esperanza. Pero advirtiendo que, si bien se alaba
merecidamente al Cristianismo por todos esos efectos (ciertamente
suyos), sería un grave error identificarlo con ellos (pues son mundanos y
pueden nacer de otras causas), mientras se deja de lado lo que es más
importante: su esencia, operación, y fin sobrenaturales.
Mal
camino el que parecía apuntar Müller en sus reproches a las monjas
useñas si se interpreta a la luz de las claves aportadas por Carballo.
En el congreso de la Unión de Superiores generales, que tuvo lugar en
mayo de 1981 con la presencia del cardenal Pironio, se proclamó que la
renovación “hunde sus raíces no tanto en ciertos cambios más
superficiales que sustanciales, sino en la auténtica revolución
copernicana acaecida con el modo concreto con el que hoy los miembros de
los Institutos se interrogan a sí mismos como religiosos” (cit. por, ibid).
No
hay otra alternativa que deshacer las causas y los efectos de esta
revolución copernicana para volver a reconstruir la vida religiosa sobre
sus propios fundamentos entre los que se encuentra de manera
irrenunciable el "contemptus mundi". Lo que no pase por este
camino, llevará a la estéril disolución de la vida religiosa o a la
proliferación de instituciones, todo lo radicales que se quiera y a
veces hasta fecundas en lo que a número de seguidores se refiere, pero
alejadas de la tradición y de la fe de la Iglesia, conservadoras en
apariencia por lo que se refiere a las formas y al simple mantenimiento
de las exigencias disciplinares.
Y eso (como se ha demostrado en
algún caso reciente y especialmente doloroso), lejos de renovar la vida
religiosa, la encenaga en su propia corrupción.
Publicado en Tradición Digital