Juan de Flandes: Resurrección de Lázaro |
1. El milagro de la resurrección de Lázaro que nos
presenta el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (Forma
ordinaria: Jn 11, 1-45) completa la presentación de la vida sobrenatural
que Jesucristo ha venido a traernos y que se ha venido haciendo a lo
largo de los últimos domingos. Él nos ofrece el agua de la gracia como
veíamos en su diálogo con la samaritana, Él es la luz del mundo como le
contemplábamos el domingo pasado al leer el milagro de la curación del
ciego de nacimiento, y hoy, Cristo se nos presenta como la Resurrección y
la Vida.
La vuelta de Lázaro a la vida significa mucho más que el
recuperar unos años de existencia que definitivamente se iban a volver a
cortar porque Lázaro volvió a morir. Al devolverle la vida, Jesucristo
nos está demostrando que, como Dios que es, tiene poder sobre la muerte,
y sobre todo nos puede hacer pasar de la muerte (que es el pecado) a la
vida de la Gracia. La Gracia, que nos hace participantes de la divina
naturaleza, hijos de Dios que han de vivir como lo que son.
2. Ese paso de la muerte del pecado a la vida de la Gracia
se realiza en el Sacramento del Bautismo que nos perdona el pecado
original y nos hace hijos de Dios. Pero la Gracia se puede perder como
consecuencia del pecado mortal; todavía en ese caso la podemos recuperar
gracias al Sacramento de la Confesión.
La proximidad de la Semana
Santa nos invita a recordar la obligación de la Confesión anual, es
decir, de acercarse personalmente y de manera sincera al Sacramento de
la Penitencia, acusando los propios pecados con arrepentimiento y con
propósito de cambiar de vida. Es éste uno de los mandamientos más graves
de la Iglesia. Confesar los pecados mortales al menos una vez al año, en peligro de muerte o si se ha de comulgar obliga
a todos los cristianos que han alcanzado el uso de razón, hombres y
mujeres, de cualquier edad. No hacerlo significa permanecer aferrado a
una situación estable de pecado mortal y ponerse en peligro cierto de
eterna condenación si la muerte nos sorprendiera ese desgraciado estado.
3. Confesarse y confesarse bien.
Este Sacramento fue instituido por la suma bondad y misericordia de
Cristo Señor nuestro por causa de nuestra salvación. Al dar el Espíritu
Santo a su apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder
divino de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).
«Esto mismo parece significó el Señor al encomendar a los Apóstoles que quitaran de Lázaro, así que resucitó, las ataduras con que estaba ligado. Porque San Agustín explica así este lugar: ―Los Sacerdotes pueden ya aprovechar más y perdonar más a los que se confiesan, porque Dios perdona a, los que ellos perdonan, pues habiendo él resucitado a Lázaro del sepulcro, le encomendó a, los discípulos para que le soltasen, mostrando en eso la potestad de desatar que se comunicó a los Sacerdotes”. Lo mismo dio también a entender cuando a los que curó de la lepra en el camino, mandó se presentasen a los Sacerdotes y se sujetasen a su juicio» (Catecismo Romano)
En cada
confesión, el efecto de ese Sacramento está en proporción con las
disposiciones de quien lo recibe. Como el sol, que siendo el mismo para
todos, puede dejar de calentar si se le pone un obstáculo en medio (p.
ej. Una nube). Los obstáculos más serios para recibir la gracia de la
confesión son dos y muchas veces pueden ir unidos, siendo uno causa del
otro: la falta de sinceridad en la acusación de los pecados y la falta
de arrepentimiento.
Para tener dolor de nuestros pecados hemos de
pedirlo a Dios de corazón y excitarlo en nosotros con la consideración
del mal inmenso que hemos hecho pecando. Para moverme a detestar los
pecados consideraré:
1°, el rigor de la infinita justicia de Dios y la deformidad del pecado que ha afeado mi alma y me ha hecho merecedor de las penas eternas del infierno, 2.°, que he perdido la gracia, amistad y filiación de Dios y la herencia del paraíso; 3 °, que he ofendido a mi Redentor que murió por mí y por causa de mis pecados; 4.°, que he menospreciado a mi Creador y a mi Dios; que he vuelto las espaldas a mi sumo Bien digno de ser amado sobre todas las cosas y servido fielmente.
Cuando vamos a
confesarnos hemos de poner mucha diligencia en tener verdadero dolor de
los pecados, porque es lo que más importa, y si el dolor falta la
confesión no vale.
Es muy bueno y provechosísimo hacer a menudo el acto de contrición, mayormente antes de
acostarse y cuando uno advierte o duda haber caldo en pecado mortal, a fin de recobrar cuanto antes la gracia de Dios, lo cual ayuda sobre todo para obtener más fácilmente de Dios la gracia de hacer un acto semejante en la mayor necesidad, que es el trance de la muerte (Cfr. Catecismo romano, 725-731).
acostarse y cuando uno advierte o duda haber caldo en pecado mortal, a fin de recobrar cuanto antes la gracia de Dios, lo cual ayuda sobre todo para obtener más fácilmente de Dios la gracia de hacer un acto semejante en la mayor necesidad, que es el trance de la muerte (Cfr. Catecismo romano, 725-731).
4. Amar la confesión y
acercarse a ella con frecuencia y con las debidas disposiciones, es
síntoma claro de amor a Dios. Por el contrario, despreciarla o sentir
indiferencia hacia ella sugiere endurecimiento para las cosas de Dios,
frialdad e ingratitud de un hijo hacia su padre, afecto al pecado
incompatible con lo que Dios espera de nosotros.
Que Santa María mueva nuestras almas para recuperar la vida de la Gracia en el Sacramento de la Confesión.
Publicado en Tradición Digital