El documento, redactado por el aliento del Cardenal Gomá, aparece respaldado con la firma de 48 prelados, de los que 8 son arzobispos, 35 obispos y 5 vicarios capitulares. No firmaron el cardenal Segura que no residía en España, el Cardenal Vidal y Barraquer (que se había salvado de la persecución por intervención de Companys) y el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, forzado al exilio bajo la acusación de permisivismo con el clero separatista de su Diócesis. En ninguno de los dos casos se trataba de una discrepancia de fondo acerca del contenido de la Carta sino que pensaban que no era el momento oportuno.
En cambio, los hechos dieron la razón a Gomá, y lejos de acelerar la persecución religiosa, la Carta Colectiva señala el irreversible declive de la misma y una enorme pérdida de prestigio internacional para la causa roja. No olvidemos que, solo entre las víctimas de condición eclesiástica (obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y religiosas), cuando los obispos publicaron su Carta se había producido ya en torno al 95% de los asesinatos cometidos durante toda la persecución.
Los obispos españoles caracterizaron la revolución española por su crueldad, inhumanidad, capacidad destructora de la civilización y el derecho, antiespañolismo y, sobre todo, anticristianismo. Por eso, coinciden en que no había otra alternativa que ésta: «o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor, ya planeada y decretada, como ha ocurrido en las regiones donde no triunfó el movimiento nacional, o intentar, en esfuerzo titánico de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y de sus características nacionales». De ahí la consecuencia: «Hoy por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ella derivan, que el triunfo del movimiento nacional».
Ya el 14 de septiembre de 1936, el papa Pío XI había hablado de «verdaderos martirios en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra», poniendo de relieve poco después en su encíclica Divini Redemptoris que «El furor comunista no se ha limitado a matar a obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de un modo particular a aquellos y a aquellas que precisamente trabajan con mayor celo con los pobres y los obreros, sino que, además ha matado a un gran número de seglares de toda clase y condición, asesinados aun hoy día en masa, por el mero hecho de ser cristianos o al menos contrarios al ateísmo comunista. Y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubieran creído posibles en nuestro siglo».
Probablemente aquí radica la radical incomodidad que provoca setenta años después hablar de la persecución religiosa en España, no tanto entre quienes se proclaman continuadores de la ideología de los verdugos sino entre aquellos que deberían haber recogido la herencia de unos héroes y mártires que están inseparablemente unidos a una Guerra Civil que adquirió caracteres de Cruzada. Una simbiosis que se produce no solo por la coincidencia cronológica sino por una íntima comunión de ideales, magníficamente expresada en figuras como la del Beato Anselmo Polanco, Obispo de Teruel, firmante de la Carta Colectiva en la que el Episcopado Español daba cuenta al mundo de lo que estaba ocurriendo en España y mártir en febrero de 1939.
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