«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

jueves, 5 de julio de 2012

75 aniversario de la Carta Colectiva

El 1 de julio se cumple el 75 aniversario de la más importante declaración de la jerarquía eclesiástica española sobre la persecución religiosa y la Guerra iniciada en 1936, probablemente el documento más relevante redactado por el episcopado español del siglo XX. Se trata de la Carta colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la guerra de España, publicada el 1 de julio de 1937 como respuesta a la injusta campaña alentada contra el bando nacional por obra de algunos escritores católicos extranjeros (Mauriac, Maritain, Bernanos, Sturzo), los nacionalistas vascos y algún político republicano como Osorio y Gallardo. El texto se tradujo a 14 lenguas, con 36 ediciones

El documento, redactado por el aliento del Cardenal Gomá, aparece respaldado con la firma de 48 prelados, de los que 8 son arzobispos, 35 obispos y 5 vicarios capitulares. No firmaron el cardenal Segura que no residía en España, el Cardenal Vidal y Barraquer (que se había salvado de la persecución por intervención de Companys) y el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, forzado al exilio bajo la acusación de permisivismo con el clero separatista de su Diócesis. En ninguno de los dos casos se trataba de una discrepancia de fondo acerca del contenido de la Carta sino que pensaban que no era el momento oportuno.

En cambio, los hechos dieron la razón a Gomá, y lejos de acelerar la persecución religiosa, la Carta Colectiva señala el irreversible declive de la misma y una enorme pérdida de prestigio internacional para la causa roja. No olvidemos que, solo entre las víctimas de condición eclesiástica (obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y religiosas), cuando los obispos publicaron su Carta se había producido ya en torno al 95% de los asesinatos cometidos durante toda la persecución.
Gran Vía, Madrid: mayo de 1931
Como punto de partida se declara que no se pretende «la demostración de una tesis, sino la simple exposición, a grandes líneas, de los hechos que caracterizan nuestra guerra y le dan una fisonomía histórica». Por eso se proporciona un juicio sobre la estimación legítima de los hechos y una «afirmación “per oppositum” con que deshacemos, con toda claridad, las afirmaciones falsas o las interpretaciones torcidas con que haya podido falsearse la historia de este año de vida de España». Más adelante se destaca que el Episcopado español desde 1931 (en que se proclamó al República) se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos «ajustándose a la tradición de la Iglesia y siguiendo las normas de la Santa Sede». Y, no sin lamentar el doloroso hecho mismo de la guerra, consciente de que a veces es «el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz» se concluye que la Iglesia ni quiso la guerra ni la buscó pero las graves repercusiones de orden religioso que ha tenido al ser víctima principal de la furia de una de las partes contendientes justifican sus pronunciamientos favorables al Movimiento Nacional.

Los obispos españoles caracterizaron la revolución española por su crueldad, inhumanidad, capacidad destructora de la civilización y el derecho, antiespañolismo  y, sobre todo, anticristianismo. Por eso, coinciden en que no había otra alternativa que ésta: «o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor, ya planeada y decretada, como ha ocurrido en las regiones donde no triunfó el movimiento nacional, o intentar, en esfuerzo titánico de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y de sus características nacionales». De ahí la consecuencia: «Hoy por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ella derivan, que el triunfo del movimiento nacional».

Ya el 14 de septiembre de 1936, el papa Pío XI había hablado de «verdaderos martirios en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra», poniendo de relieve poco después en su encíclica Divini Redemptoris que «El furor comunista no se ha limitado a matar a obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de un modo particular a aquellos y a aquellas que precisamente trabajan con mayor celo con los pobres y los obreros, sino que, además ha matado a un gran número de seglares de toda clase y condición, asesinados aun hoy día en masa, por el mero hecho de ser cristianos o al menos contrarios al ateísmo comunista. Y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubieran creído posibles en nuestro siglo».
Iglesia de Las Arenas (Bilbao): profanada y destruida
Efectivamente, España sufrió entre 1931 y 1939 una persecución religiosa de tal entidad que, para encontrar un paralelismo, habría que remontarse a los primeros siglos del cristianismo. Pero hay algo más. En el mismo discurso a quinientos españoles, Pío XI mandaba su bendición «a cuantos se habían  propuesto la difícil tarea de defender y restaurar los derechos de Dios y de la religión» y, al acabar la guerra, el papa Pío XII concebía el primordial significado de la victoria nacional en los siguientes términos: «el sano pueblo español, con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó decidido en defensa de los ideales de fe y civilización cristiana, profundamente arraigados en el suelo fecundo de España; y ayudado de Dios, “que no abandona a los que esperan en Él” (Iud 13,17), supo resistir el empuje de los que, engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo».

Probablemente aquí radica la radical incomodidad que provoca setenta años después hablar de la persecución religiosa en España, no tanto entre quienes se proclaman continuadores de la ideología de los verdugos sino entre aquellos que deberían haber recogido la herencia de unos héroes y mártires que están inseparablemente unidos a una Guerra Civil que adquirió caracteres de Cruzada. Una simbiosis que se produce no solo por la coincidencia cronológica sino por una íntima comunión de ideales, magníficamente expresada en figuras como la del Beato Anselmo Polanco, Obispo de Teruel, firmante de la Carta Colectiva en la que el Episcopado Español daba cuenta al mundo de lo que estaba ocurriendo en España y mártir en febrero de 1939.

Publicado en TD