«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

martes, 19 de mayo de 2009

DIÁLOGO ENTRE RELIGIONES: ¿DIÁLOGO DE SORDOS?



Para saber de qué se está hablando cuando se fomenta el diálogo interreligioso desde personas o instituciones materialmente vinculadas a la Iglesia Católica conviene precisar que algunas instancias se plantean como objetivo la búsqueda de un terreno común que podría situarse en la aceptación de las libertades y los derechos humanos.
El liberalismo se concibe, de esta manera, como el lugar de una posible convergencia para católicos, miembros de otras religiones y no creyentes. Los primeros lo verían como una especie de cristianismo secularizado y despojado de malentendidos dogmáticos. Entre los seguidores de otros credos e incluso entre los ateos no debería provocar objeciones ya que, a fuerza de ser coherentes con la ideología liberal, se habría renunciado a cualquier fundamentación del orden temporal en la revelación instalándose en una sana laicidad. Ahora bien al confrontar las condenas del Magisterio de la Iglesia con esta concepción de una esencia del liberalismo arraigada «en la imagen cristiana de Dios» ¿cómo resulta posible hablar de continuidad en la Tradición sin que se trate de un mero juego de palabras?
Resulta curioso que mientras judíos y musulmanes siguen instalados en un terreno que se define como “fundamentalista” sean, al mismo tiempo, objeto de continuos reclamos por parte de instancias oficialmente católicas para sumarse a este proyecto de auto-demolición religiosa emprendido en Occidente. Sin embargo parece difícil que puedan asumir las formas del liberalismo pueblos sin la tradición filosófica y cultural del mundo europeo y americano; dar el salto de la Edad Media a la Contemporánea sin pasar por el Nominalismo, la Reforma, el Racionalismo y la Ilustración sería un ejercicio de importación que resulta poco previsible, al menos que los useños logren imponer su colonización cultural, política y económica al resto del mundo. Por eso, el liberalismo parece reservado para el diálogo con el mundo no creyente o para elementos islámicos que se mueven en lugares donde, todavía, son minoría.
Pero, con independencia del terreno en que se sitúe, hay una cuestión previa que permite augurar poco éxito a un diálogo así planteado. La misión de la Iglesia es predicar y convertir a los hombres a la verdadera fe para ponerlos en el camino de la salvación y todo ello siguiendo un mandato irrenunciable de su fundador: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 15-16). El concepto de religión verdadera y la propia naturaleza de la Iglesia repugnan a las ideas de libertades y derechos humanos autónomos promovidos por las ideologías modernas hasta tal punto que si la Iglesia no hace una renuncia explícita al objetivo de lograr la conversión del oponente, la iniciativa parecerá poco asumible para éste. Pero hacer tal cosa equivaldría a una apostasía de su misión que, de momento, parece situarse únicamente en el terreno de la práctica y no en el de las declaraciones teóricas. Por eso convendría que alguien desmintiese las informaciones difundidas por los medios de comunicación israelíes que citan al rabino jefe ashkenazi Yona Metzger con ocasión de su discurso de bienvenida a Benedicto XVI: «Con su histórico acuerdo y compromiso dado por el Vaticano, de que la Iglesia desistirá de aquí en adelante de todas las actividades misioneras y de conversión entre nuestro pueblo. Esto es, para nosotros, un mensaje inmensamente importante», asegura el “Jerusalem Post”.
Y no soluciona la cuestión decir que el diálogo se sitúa exclusivamente en el terreno cultural prescindiendo del núcleo dogmático. En principio porque de distintas creencias religiosas se derivan distintas formas de civilización en ninguna medida homologables y, sobre todo, porque no parece posible discutir acerca de dichas consecuencias para llegar a una “corrección mutua” sin cuestionar ni relativizar las opciones religiosas de fondo de las que proceden.

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