Con frecuencia se tiende a relativizar las verdades de Fe hasta el punto de considerarlas simples sutilezas, juegos de palabras o coartada de intereses temporales cuya superación es necesaria para edificar un mundo aparentemente en paz.
De esta manera, los conflictos de antaño darían paso al solapamiento de grupos humanos indiferenciados en lo religioso y, como consecuencia, en lo cultural. Bajo diversas formas (cristianismo, judaísmo, islamismo…) los hombres vendrían a convivir conservando formas rituales exteriores pero compartiendo un discurso antropocéntrico al que habrían quedado reducidas lo que antes parecían divergencias dogmáticas. Por otra parte, como las sociedades modernas han renunciado a cualquier fundamentación del orden social sobre las verdades reveladas, la supervivencia de hombres anclados en las formas religiosas del pasado no debería plantear mayores problemas de convivencia con aquellos otros que ya han renunciado a cualquier referencia religiosa, referencias cuyo ámbito todos estarían de acuerdo en relegar a un terreno puramente individual. De ahí afirmaciones del género “yo no soy partidario del aborto pero no puedo imponer mis ideas a los demás”.
Este escenario que parece imponerse de manera irremediable, no podrá consolidarse aunque cuente con respaldos poderosos y se vea promovido por propuestas como la “alianza de civilizaciones” o por el discurso de determinados líderes religiosos, sobre todo los procedentes del catolicismo. A diferencia de lo que ocurre con otras religiones (como la musulmana o la judía) que siguen fundamentando la ordenación sociopolítica en los países en que han sido impuestas, el cristianismo ha desaparecido como fundamento consciente de cualquiera de las naciones que formaron la Cristiandad al tiempo que desde el Vaticano se han promovido formas pseudo-litúrgicas de contenido sincrético; preludio tal vez del culto humanista del mañana. El rito aberrante de una “oración” alrededor de un árbol protagonizado por hombres y mujeres de distintas creencias se ha practicado hasta en las diócesis más apartadas del mundo y es un ejemplo práctico de esta supra-religión en la que resultan irrelevantes los contenidos dogmáticos.
El fracaso de este camino hacia ninguna parte se puede vaticinar sin temor a errar porque olvida dos cosas:
1. Que las creencias religiosas no son homologables ni asimilables entre sí. De la propia existencia de una diversidad de religiones con contenidos muchas veces incompatibles se deduce que no todas pueden ser verdaderas. Sostener que ninguna de las religiones puede responder a una revelación objetiva resulta menos ilógico que postular que todas ellas lo hacen aunque sea en grados diferentes. A mi juicio resulta más coherente, aunque no por ello acertado, negarse a dar el salto en el vacío que supone el acto de fe que, una vez, dado admitir que pueda tener por objeto afirmaciones contradictorias.
2. Por su propia naturaleza, no puede haber comunidad humana sin fundamento religioso. Una agrupación de hombres sin tal fundamento nunca sería una “comunidad” en el sentido en que la define el sociólogo Ferdinand Tönnies: como voluntad orgánica cimentada en un sobre-ti comunitario (una fe, un imperativo raíz), en la que el todo es antes que las partes y el pensamiento se halla envuelto por una voluntad y dotado de un sentido axiológico. Para el conde de Maistre, toda sociedad histórica es ante todo comunión de valores, convicciones y sentimientos. Y la naturaleza de esa comunidad y de esa fe vinculadora es, siempre y universalmente religiosa.
La superioridad de la comunidad histórica fundamentada en la revelación católica contrasta con la soberbia que el mundo moderno emplea para juzgar y condenar el pasado de la Cristiandad silenciando su propia tragedia que cabalga sobre millones de cadáveres: desde la guillotina al Gulag para desembocar en el suicidio vital de Occidente.
Tan absurdo es edificar un mundo sin Dios como hacerlo sobre una abstracción sincrética de religiones basada en afirmaciones del género “adoramos al mismo dios”. No es posible la Paz difuminando la firmeza de la adhesión a la verdad revelada. La institución fundada por el mismo Dios no puede olvidar que ha sido creada para guardar dicha verdad inalterable y para que la humanidad, regenerada en su seno, edifique la ciudad terrena como lugar de tránsito hacia la definitiva Ciudad de Dios.
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