En una entrevista reproducida bajo un llamativo y deliberadamente provocador titular (“Los niños abortados reciben el Bautismo de sangre”), un representante de Infovaticana ha planteado a D.Mario Iceta, la siguiente pregunta: “¿Dónde van los niños cuando son abortados?”. La respuesta del Obispo de Bilbao ha sido transcrita en los siguientes términos:La gran tentación de nuestra época radica en confundir los dos Universos, esperando en las obras del tiempo, el cumplimiento de las promesas de la Eternidad (Gustav Thibon)
Estos niños, injustamente sacrificados, reciben un Bautismo de sangre y, acogidos por el Señor, gozan para siempre de su visión y compañía en el cielo junto con María, los ángeles y todos los santos. Desde allí interceden por nosotros y de modo particular por sus familiares, a quienes no se les ha permitido conocer en esta tierra.Si se confrontan estas palabras con la enseñanza de la Iglesia, las afirmaciones de Mons. Iceta plantean, al menos, dos gravísimas dificultades. Una conceptualización defectuosa del Bautismo de sangre y la relativización de la necesidad del Bautismo para la salvación y, como consecuencia directa, de la absoluta gratuidad del orden sobrenatural.
Además, lejos de mantenerse en los términos prudentes en que inicia su pronunciamiento sobre la cuestión el Catecismo de la Iglesia Católica (“En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos […], nº 1261), D. Mario Iceta atribuye automáticamente la condición de salvados y de intercesores a las almas de los abortados. Osada opinión que, estimamos, olvida una gravísima responsabilidad moral que es necesario recordar a los promotores del aborto provocado. Y es, que se trata de un homicidio directo cualificado, o sea, “un verdadero asesinato con vergonzosas agravantes tanto de tipo natural (abuso de fuerza e inmensa cobardía por tratarse de un ser indefenso) como de tipo sobrenatural: el pobre niño bárbaramente descuartizado, muere sin Bautismo y se le priva de la vida eterna” (Antonio ROYO MARÍN, Teología Moral para seglares, vol. I, Madrid: BAC, 1964, p. 432). Recordemos, al respecto, las afirmaciones de Pío XII en su alocución a los miembros del Congreso Unión Católica Italiana de Obstétricas (29-octubre-1951):
Si lo que hasta ahora hemos dicho toca a la protección y al cuidado de la vida natural, con mucha mayor razón debe valer para la vida sobrenatural que el recién nacido recibe con el bautismo. En la presente economía no hay otro medio para comunicar esta vida al niño, que no tiene todavía uso de razón. Y, sin embargo, el estado de gracia en el momento de la muerte es absolutamente necesario para la salvación: sin él no es posible llegar a la felicidad sobrenatural y a la visión beatifica de Dios. Un acto de amor puede bastar al adulto para conseguir la gracia santificante y suplir el defecto del bautismo; al que todavía no ha nacido o al niño recién nacido este camino no le está abierto.Con independencia de la cuestión de la salvación de los niños muertos sin bautizar, que es un problema teológico complejo aunque no irresoluble, las palabras de Mons. Iceta simplifican con unas afirmaciones carentes de cualquier fundamento el problema de la vida sobrenatural de la que se priva a los abortados. Es decir, de la filiación divina que se alcanza por el Bautismo, de la gracia que se recibe por los Sacramentos, de los méritos sobrenaturales que ese niño podría haber ganado y de los que se le priva hasta de la capacidad de obtenerlos, de la gloria que podría haber dado a Dios... Todo esto es de una gravedad enorme porque el bien de la gracia de uno es mayor que el bien natural de todo el universo (STh I-II, 113, 9 ad 2).
El Bautismo de sangre
Como es bien sabido, el Bautismo es absolutamente necesario para salvarse, habiendo dicho expresamente el Señor: “El que no renaciere en el agua y en el Espíritu Santo no podrá entrar en el reino de los cielos” (Jn 3, 5) La falta del Bautismo puede suplirse con el martirio, que se llama Bautismo de sangre, o con un acto de perfecto amor de Dios o de contrición que vaya junto con el deseo al menos implícito del Bautismo, y éste se llama Bautismo de deseo.
El Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1258) precisa en términos estrictos que “Desde siempre, la Iglesia posee la firme convicción de que quienes padecen la muerte por razón de la fe, sin haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo y por Cristo. Este Bautismo de sangre como el deseo del Bautismo, produce los frutos del Bautismo sin ser sacramento”. Como el Catecismo no suele precisar la calificación de las doctrinas señalamos aquí que la enseñanza de que el Bautismo de agua puede suplirse con el deseo del Bautismo es una verdad próxima a las verdades de fe y que puede suplirse también con el martirio es teológicamente cierta (para todo lo dicho a partir de ahora sobre el Bautismo de deseo y la necesidad del Bautismo para la salvación, cfr. José Antonio de ALDAMA, “De Sacramentis initiationis christianae seu de sacramentis baptismi et confirmationis”, in: Sacrae Theologiae Summa, vol. IV, Madrid: BAC, 1956, pp. 147-170).
El Bautismo de sangre “es el martirio de una persona que no ha recibido el bautismo, es decir, el soportar pacientemente la muerte violenta, o los malos tratos que por su naturaleza acarrean la muerte, por haber confesado la fe cristiana o practicado la virtud cristiana” (Ludwig OTT, Manual de Teología Dogmática, Barcelona: Herder, 1997, p. 530). No es necesario insistir en que dicho Bautismo de sangre o martirio debe ser infligido en señal de odio contra la fe o para ejercitar una virtud cristiana, por ejemplo, para guardar la pureza, como Santa María Goretti, o a fin de defender los derechos de la Iglesia, el secreto de la confesión, etc. El martirio suple todos los efectos del Bautismo en cuanto a la acción de conferir la gracia y a la remisión plena de los pecados; no, en cambio, en cuanto al carácter y por lo que concierne a otros efectos, a saber, en cuanto al ingreso en la Iglesia militante y al derecho a la recepción de los demás sacramentos.
El Bautismo de agua, el de deseo y el de sangre tienen ciertamente una cosa en común: el perdón de los pecados, la acción de conferir la gracia santificante y la adopción de los hijos de Dios juntamente con el derecho a la vida eterna. Pero esto mismo no lo alcanzan del mismo modo y en el mismo grado. Por ello los Padres ensalzan la excelencia del martirio y le atribuyen un puesto relevante por encima de las otras clases de Bautismo. Así, por ejemplo, San Cipriano: “En el Bautismo de agua se recibe el perdón de los pecados; en el Bautismo de sangre, la corona de las virtudes. Debemos abrazarnos a este Bautismo de sangre y anhelarle y pedírselo al Señor en nuestras oraciones con toda clase de súplicas, a fin de que, los que hemos sido siervos de Dios, seamos también amigos” (ad Fortunatum, nº 4). Absurdo sería aplicar tales conceptos al aborto ahora identificado por el Obispo de Bilbao con el martirio y que habría que pedir como una gracia capaz de obtener la vida eterna y sobrenatural.
Aceptada la caracterización del martirio en los términos que lo hace Próspero Lambertini (futuro Benedicto XIV), en su Opus de Servorum Dei Beatificatione como “el sufrimiento o aceptación voluntaria de la muerte por causa de la fe en Cristo o de otro acto virtuoso relacionado con Dios”, resulta imposible reconocer tales elementos en el crimen del aborto y menos aún cabe pensar que en todo el que lo comete, ni siquiera en el caso de los sistemas políticos que lo estiman un derecho, exista el odium fidei, requisito necesario para todo martirio. Y es que, a diferencia de la doctrina que hemos sintetizado, para Mons.Iceta el aborto adquiriría la condición de Bautismo de sangre no por razón de la fe sino por la injusticia del acto cometido. Afirmación que, llevada a sus últimas consecuencias, solo puede encontrar justificación en la ruptura de los límites entre naturaleza y gracia, una de las tesis más queridas y de consecuencias más nefastas de la nouvelle théologie.
La gratuidad del orden sobrenatural y la necesidad del Bautismo
En su comentario de 1968 al texto de Gaudium et spes, 22 (1968) en el que se afirma que Cristo “ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado”, Joseph Ratzinger hizo una interesante precisión. Al hablar de una similitudo que solamente está deformada, se prescinde de la clásica distinción entre imagen natural y sobrenatural de Dios en el hombre o –en términos de San Ireneo– entre imago (deteriorada por el pecado original) y similitudo (perdida). Se difumina así la existencia de una unión propia de la gracia que nos hace partícipes de la naturaleza divina que no todos los hombres reciben pues no todos son incorporados de hecho al orden sobrenatural. Una vez más, al dejar de lado el lenguaje escolástico se abría paso a la inexactitud en la formulación de un dogma fundamental de la Iglesia, base de toda la doctrina católica sobre la Redención.
Al decir que “el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”, la dificultad radica en que la fórmula usada por el Concilio es tan poco explícita y se prescinde del inciso con tanta facilidad, que se acaba equiparando ambas uniones: la genérica (por el mero hecho de la Encarnación) y la real (por la gracia). Por eso, en la práctica se acaba concluyendo en la idea de una “Redención Universal” concebida en términos que extiende la relación de la gracia tal como existe entre Cristo y su Iglesia, a todo hombre y, con ello, a toda la humanidad. Por el contrario, según la doctrina católica la aplicación de los frutos de la redención a cada hombre en la obra de la justificación está ligada a la fe y al Bautismo. Estas realidades se convierten en superfluas a la luz de la nueva teología y por eso carece de sentido la necesidad de la salvación a través del Bautismo, de la fe y de la Iglesia. Y a partir de ahí todas las fantasías son posibles.
Por eso, es necesario recordar que los adultos pueden suplir el Bautismo con el acto de caridad o deseo del Bautismo, y con el martirio. En cambio, los niños que no son capaces de formular un voto o deseo, no tienen otro medio que no sea el Bautismo de agua o el martirio. Esta última afirmación se entiende no cuando hablamos de algún caso particular (Dios puede, si quiere, otorgar la salvación eterna sin los Sacramentos), sino como ley general.
Haciendo frente a teorías peregrinas y a objeciones fácilmente refutables, podemos sintetizar la cuestión -siguiendo al citado padre Aldama- en unos términos que ayudan mucho a resolver la cuestión y muestran cómo debemos pensar, si queremos tener el criterio de la Iglesia.
1. Prácticamente no es de ninguna utilidad el distinguir entre niños muertos dentro del seno materno y fuera de él, puesto que no hay en ellos ningún remedio personal para la salvación; y ya que el Magisterio de la Iglesia nunca ha usado tal distinción.
2. El pecado original es contraído por todos, incluidos los niños.
3. Con la muerte se acaba la ocasión de merecer; y no puede concebirse un momento entre la vida y la muerte en el cual se posea una iluminación especial.
4. Nadie tiene derecho a la gracia. Más aún, el don de la perseverancia es totalmente gratuito así como la predestinación misma. Este don Dios se lo concede a quienes quiere y como quiere.
En conclusión, Dios con su voluntad libérrima puede, del modo que Él quiera, subvenir a los niños para que no perezcan. Sin embargo, de estos casos no consta y las opiniones acerca de la situación eterna de los niños que mueren sin haber recibido el Bautismo, carecen en verdad de fundamento sólido. Por todo ello, debemos atenernos a las muy serias palabras de San Agustín, insigne Doctor en el tema del pecado original: