«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

domingo, 30 de junio de 2013

30 de junio: reflexión en el XXV aniversario de unas ordenaciones episcopales

Mons.Lefebvre en África, escenario de su obra misionera y apostólica
La Hermandad Sacerdotal de San Pío X ha publicado una Declaración con motivo del XXV aniversario de las ordenaciones de los obispos Fellay, de Galarreta, Tissier de Mallerais y Williamson, llevadas a cabo, sin mandato pontificio, por monseñor Marcel Lefebvre el 30 de junio de 1988. Ha bastado esta efeméride para que los medios de información religiosa vuelvan a ocuparse de un asunto que tenían un poco olvidado, probablemente solicitados por noticias de actualidad más inmediata como las que han sacudido a la Iglesia desde el pasado 11 de febrero.

No deja de ser sintomático que en medio de esta primavera posconciliar de parabienes y acogida universal, cuando todas las “sensibilidades religiosas” encuentran eco fraterno entre aquellos que se encuentran en “plena comunión” se abra la caja de los truenos y se recurra a los tópicos de la exclusión y el cisma únicamente para referirse a quienes –a medio camino entre el infantilismo y el cinismo– son calificados como lefebvristas o lefebvrianos. Es más, en alguno de estos medios se ha acuñado la categoría del filo-lefbvrista aplicable a un género mucho más peligroso incluso que los miembros de la institución fundada por el Obispo francés.

Como ya se dijo en otra ocasión desde el mismo medio que acoge estas reflexiones:

En España, probablemente sea Tradición Digital el único medio de comunicación especializado en temas religiosos que informa a sus lectores de las noticias relacionadas con la Hermandad Sacerdotal San Pío X con la naturalidad que el caso merece. […] Y todo ello sin necesidad de aspavientos, desprecios ni dramatizadas profesiones de fe en el primado pontificio y en la indefectibilidad de la Iglesia como los que prodigan otros comentaristas. Son éstas, realidades que en TD profesamos con la suficiente hondura como para no convertirlas en galladerte encubridor de posiciones, en el fondo, complacientes con la autodemolición denunciada por Pablo VI.
Queremos por lo tanto, llegados a este aniversario, pedir serenidad en los análisis y aprovechamos para recordar algunos aspectos ineludibles para el que quiera ocuparse de esta cuestión.

"Inculturación"
1988: antes y después
1.- No entramos ahora a valorar la intención o posibles deficiencias de las recientes concesiones romanas, como el motu proprio Summorum Pontificum o el levantamiento de las excomuniones declaradas a los obispos ordenados por monseñor Lefebvre. Pero a nadie se le oculta que el escenario ha cambiado radicalmente con posterioridad a lo se llamó “Operación salvamento de la Tradición”, es decir, desde las ordenaciones del 30 de junio de 1988.

En efecto, con anterioridad a esa fecha, Roma nunca otorgó reconocimiento canónico a comunidades en las que se celebrara la Liturgia Tradicional y actualmente son numerosas las aprobadas o en vías de serlo. Es más, nunca se autorizó la celebración de la Misa Tradicional desde 1969 hasta el tristemente célebre "indulto" otorgado por Juan Pablo II en 1984, y entonces en condiciones leoninas. Basta recordar que en el Decreto Quattuor abhinc annos se exigía entregar el nombre de los sacerdotes y fieles que deseaban asistir a las Misas "indultadas" y se concedía el permiso exclusivamente a ellos, medida policíaca sin precedentes en el ámbito de la Liturgia católica.
[...] Perdurando el problema (*), el Santo Padre con el deseo de salir al encuentro de estos grupos, ofrece a los Obispos diocesanos la posibilidad de conceder un indulto por el que se otorgará a los sacerdotes y los fieles -que se indicarán en la carta de solicitud que se presentará al propio obispo- poder celebrar la S. Misa usando el Misal Romano según la edición de 1962 y ateniéndose a las siguientes indicaciones [...]
(*) NOTA DEL AUTOR la terminología empleada en el documento no puede ser más significativa: "el problema" son los sacerdotes y fieles que permanecen ligados al "rito tridentino"

Como respuesta a las ordenaciones, se otorgaron tímidas concesiones apuntadas en la Carta Apostólica Ecclesia Dei (1988) que, ya en el pontificado de Benedicto XVI, dieron paso al Motu Proprio Summorum Pontificum (2007: ¡No hay versión en español en la web oficial del Vaticano!) acompañado de una significativa Carta a los obispos y complementado con una posterior Instrucción Universae Ecclesiae (2011). Actualmente la situación es de una liberalización teórica, siempre obstaculizada en la práctica por la mayor parte de los obispos y sometida a una problemática afirmación de la identidad de fondo entre la Liturgia Tradicional y la reformada.

Aunque, a grandes rasgos, los efectos de las ordenaciones de 1988 han sido positivos para la consolidación de la Liturgia Tradicional, nos adelantamos a las posibles objeciones recordando que «non sunt facienda mala, ut eveniant bona», es decir que un fruto bueno no convalida moralmente una acción mala. Ahora bien, la ordenación de obispos sin mandato pontificio, no deja de ser un acto que deviene ilícito por puro derecho positivo, algo que ni siquiera estaba previsto en el Código de Derecho Canónico de 1917 y fue penalizado en una ley posterior por lo que no cabe atribuirle una maldad objetiva e intrínseca. Menos aún cabe otorgar a dicha acción una naturaleza cismática por sí misma; de hecho se ha practicado en muy diversas circunstancias a lo largo de la historia de la Iglesia e incluso después de su prohibición no siempre se declara la pena canónica de excomunión latae sententiae que lleva aneja.

Pero no queremos hacer aquí apología de la decisión tomada en su día por monseñor Lefebvre. Se podrá discrepar de la medida pero estimamos necesario recordar dos cosas para no incurrir en una valoración apriorística de la misma.
  • Primero, que el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962 «no se ha abrogado nunca como forma extraordinaria», como ha reconocido explícitamente Benedicto XVI en Summorum Pontificum. Esta afirmación obliga a admitir que la prohibición en la práctica de la Liturgia romana tradicional se hizo a partir de 1969 contra todo derecho, por puro abuso de poder y que durante muchos años no quedaba a los sacerdotes y fieles que deseaban permanecer adheridos a ella otra alternativa que alguna forma de vinculación con la Hermandad de San Pío X. Y no olvidemos que lo que era visto como un "problema" en el "indulto" de 1984 solamente empieza a ser reconocido como un "derecho", al menos teóricamente, en 2007.
  • En segundo lugar, para quien pretenda aducir que las circunstancias han cambiado radicalmente con las medidas ahora adoptadas, conviene recordar que la resistencia promovida por la obra de la Tradición no lo fue primariamente contra los abusos litúrgicos que se prodigaron y se siguen prodigando sin encontrar respuesta eficaz. La prueba de lo que decimos es que los cardenales Ottaviani y Bacci no tuvieron que esperar a ver las arbitrariedades en la celebración del Novus Ordo Missae promulgado en 1969 para avalar su Breve examen crítico del mismo
Ratzinger y Biali escuchan a Karl Rahner, uno de los principales inspiradores del Vaticano II
Monseñor Lefebvre: "yo acuso al Concilio"
2.- En efecto, el cuestionamiento de la reforma litúrgica se hizo desde perspectivas teológicas previas a cualquier distorsión protagonizada por quienes llevaban los principios inspiradores de la misma hasta las últimas consecuencias. Es decir, que la conservación de la Liturgia Tradicional es inseparable de la custodia de la fe que aquélla expresa de acuerdo al principio Lex orandi, lex credendi (La ley de la oración es la ley de la fe) (o: legem credendi lex statuat supplicandi [La ley de la oración determine la ley de la fe], según Próspero de Aquitania, siglo V, ep. 217).

Esta última afirmación nos lleva a vincular la vida y la obra de monseñor Lefebvre con un proceso de crisis de la Iglesia difícilmente equiparable al de cualquier otro período de su historia y, especialmente, con las causas teológicas que determinaron una situación que llevó a Pablo VI a tener la sensación de que «por alguna fisura, el humo de Satanás ha entrado en el templo de Dios» (29 de junio de 1972).

Y es aquí donde nos vemos obligados a enfrentarnos con el Concilio Vaticano II. Y, al hacerlo, no ignoramos que el conflicto de fondo entre la Hermandad San Pío X y la Santa Sede ha tenido recientemente un momento de expresión privilegiada. Nos referimos a la nota manuscrita de Benedicto XVI entregada a monseñor Fellay en junio de 2012, con posterioridad a las conversaciones teológicas mantenidas por la Hermandad con representantes de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Allí se imponía la aceptación del Vaticano II y del magisterio posconciliar como única opción posible para un reconocimiento de la obra de la Tradición que se mueve en el entorno diseñado por Marcel Lefebvre.

No deja de ser paradójico que las profesiones de fe conciliar prodigadas desde instancias conservadoras al tiempo que profieren sus diatribas contra monseñor Lefebvre coincidan con el momento en que se alzan más voces discordantes del consenso impuesto hasta ahora y se hace inaplazable una revisión teológica del Vaticano II. Junto a análisis elaborados desde la propia Hermandad como los de Dominique Bourmaud (Cien años de modernismo: genealogía del Concilio Vaticano II, Buenos Aires: Fundación San Pío X, 2006) y Álvaro Calderón (Prometeo. La religión del hombre. Ensayo de una hermenéutica del Concilio Vaticano II, Buenos Aires: Río Reconquista, 2010) se puede recurrir con fruto a los estudios del fallecido Romano Amerio, que desarrolló su labor docente en la Universidad de Milán (Iota Unum. Estudio sobre las transformaciones de la Iglesia Católica en el siglo XX, Salamanca: 1994); Roberto de Mattei, profesor de la Universidad Europea de Roma (Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta, Torino: Lindau, 2010) o Brunero Gherardini, que ha sido profesor de la Pontificia Universidad Lateranense (Concilio Vaticano II: una explicación pendiente, Pamplona: Gaudete, 2011). En junio de 2009, monseñor Mario Oliveri, Obispo titular de Albenga escribió en Studi Cattolici que no se dan únicamente errores en el espíritu o la interpretación que presentan del Concilio algunos teólogos, sino que la propia letra de éste se halla objetivamente en contradicción con los concilios dogmáticos de la Iglesia.

Muchos no se dejan llevar de un optimismo voluntarista y reconocen la dramática situación de la Iglesia y del mundo apóstata expresada dramáticamente por Pablo VI: «Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Y ha venido, en cambio, un día de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre» (29-junio-1972, loc.cit.). Pero, al mismo tiempo, se acostumbra a negar que el Concilio y de los documentos de él emanados tengan cualquier responsabilidad en lo ocurrido. Bastaría con volver a la letra y al auténtico espíritu de los textos conciliares para salir de la crisis. Y se llega a interpretar los últimos pontificados desde esta línea argumentativa.

Recientemente, se ha subrayado también la existencia de una hermenéutica de la reforma con la que Benedicto XVI trató de limar alguna de las disonancias más exasperantes. Ahora bien las entrevistas de monseñor Lefebvre con el entonces cardenal Ratzinger antes de las consagraciones de 1988 prueban ampliamente cómo se entiende dicha continuidad: «No hay sino una sola Iglesia, es la Iglesia del Concilio Vaticano II. El Vaticano II representa la tradición» (Son las palabras de Ratzinger, citadas por Lefebvre en la conferencia de prensa del 15 de junio de 1988).

El argumento tiene su importancia porque a él se pueden reducir bajo sus diversas formas todos los dicterios que los apologistas conservadores del Concilio lanzan contra los católicos fieles a la Tradición. Es decir que, para ellos, basta constatar los términos en los que se expresa el "magisterio" conciliar y posconciliar para concluir que esa nueva enseñanza es la tradición aquí y ahora. "La tradición soy yo" vendría a decir el neo-magisterio emulando al absolutismo del Rey Sol. Se difumina así la convicción de que el propio Magisterio (incluso supremo) tiene barreras infranqueables y se vacía al depósito de la Revelación de cualquier contenido objetivo, dejándolo sometido a una continua actualización. Pretender que a la hora de interpretar la enseñanza de la Iglesia sobre la libertad religiosa, sobre el ecumenismo, sobre la colegialidad episcopal o la Liturgia se recurra al propio Concilio y al magisterio que le ha seguido, y no a un elemento objetivo de confrontación externo al Concilio y al magisterio posconciliar pero no ajeno a la Iglesia (es decir, la Revelación y la Tradición) equivale a encerrar el problema en un círculo vicioso donde el elemento que ha de ser interpretado se convierte, a su vez, en el criterio de interpretación. Llegamos así desde la hermenéutica de la reforma a la hermenéutica del absurdo.

«Pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación trasmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la fe» (Pastor aeternus. Dz 1836). Sí,  la Iglesia tiene que revisar su enseñanza a la luz de unos contenidos objetivos que son las verdades que Dios ha revelado y que se contienen en la Sagrada Escritura y en la Tradición, «palabra de Dios no escrita, sino comunicada de viva voz por Jesucristo y por los Apóstoles, transmitida sin alteración de siglo en siglo por medio de la Iglesia hasta nosotros» (Catecismo de San Pío X, 890). Lo contrario equivale a sostener una concepción nominalista de la autoridad y de la obediencia en la que la verdad sería lo propuesto por aquella en cada momento desembocando en un relativismo historicista. Falsa concepción de la obediencia que deja al catolicismo en manos de los grupos de presión que, a la hora de decidir, inclinan siempre a su favor la balanza de una Jerarquía débil y complaciente. Una autoridad que, en nombre de la obediencia, impone a los obedientes que hagan lo que quieren los grupos de presión. Ejemplo señero: la Comunión en la mano, aprobada por Pablo VI dando así su respaldo a una práctica que había comenzado contra la ley litúrgica y que contaba con la oposición de la mayoría del episcopado consultado expresamente sobre la cuestión.

Dicho esto, tampoco se puede olvidar la peculiaridad de un Concilio cuya enseñanza fue intencionadamente presentada de forma débil (es decir, sin definiciones ni condenas, a diferencia de los anteriores concilios), confusa (sin terminología propiamente teológica y, menos aún, escolástica) y sesgada (con la voluntad de poner sordina a las diferencias en aras de un ecumenismo indiferenciado y de una reconciliación con el mundo). Además, las ambigüedades dieron un amplio juego a la interpretación más revolucionaria en el momento en que la autoridad procedió a aplicar las reformas apenas apuntadas en los textos conciliares. Tienen razón algunos al decir que no bastaría constatar el carácter meramente pastoral del Vaticano II y la ausencia de cualquier definición dogmática en el mismo para cuestionar sus enseñanzas problemáticas. En realidad, lo que se deduce de las vicisitudes conciliares y del tenor de sus documentos no es solo que no se trató de un concilio dogmático sino que difícilmente le cuadra la nota de pastoral al faltarle, precisamente la prudencia, que debe regir la aplicación recta del principio doctrinal al caso concreto y práctico.

El propio Ratzinger ha presentado en numerosas ocasiones el Vaticano II como la síntesis (en sentido hegeliano, agregamos) del secular conflicto del Catolicismo contra la Ilustración y el Liberalismo. Y esto hasta tal punto que su pontificado se puede interpretar como el proyecto de una síntesis equidistante de la Tradición Católica y de los excesos revolucionarios, reconciliando a la Iglesia con la Modernidad y cerrando en falso la ruptura introducida por el nominalismo, la reforma protestante y sus secuelas. Bastan unas citas entre las que podrían aducirse:
Si se desea presentar un diagnóstico del texto (Gaudium et Spes) en su totalidad, podríamos decir que (en unión con los textos sobre la libertad religiosa y las religiones del mundo) se trata de una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de Anti-Syllabus [...] Limitémonos a decir aquí que el texto se presenta como Anti-Syllabus y, como tal, representa una tentativa de reconciliación oficial con la nueva era inaugurada en 1789 (Joseph RATZINGER, Les Principes de la théologie catholique, París: Téqui, 1985, pp. 426-427). 
El problema en los años 60 era el de asumir los mejores valores expresados en dos siglos de cultura "liberal". Hay valores, en efecto, que, si bien nacidos fuera de la Iglesia, pueden encontrar su lugar -una vez deparados y corregidos- en su visión del mundo. Esto ha sido hecho ya Pero ahora el clima es diverso: ha emperorado mucho por referencia a lo que justificaba un optimismo, acaso ingenuo. Es necesario, pues, buscar un nuevo equilibrio (Joseph RATZINGER, entrevista en la revista Gesú, noviembre-1984, cit.por José Mª ROVIRA BELLOSO "Significación histórica del Vaticano II" en Casiano FLORISTÁN - Juan José TAMAYO, El Vaticano II, veinte años después, Madrid: Ediciones Cristiandad, p. 36).
Las siguientes citas son igualmente elocuentes porque proceden de uno de los grandes apologistas del Concilio elevado al cardenalato por Juan Pablo II. «La Iglesia ha hecho pacíficamente su revolución de octubre»(Yves CONGAR, Le Concile au jour le jour, 2ª session, París: Cerf, 1964, p. 115). Y a propósito de la Iglesia escribía: «Lumen Gentium abandonó la tesis que la Iglesia Católica sería Iglesia de modo exclusivo» (Yves CONGAR, Essais Ecuméniques, París: Le Centurion, 1984, p. 216). En relación con el ecumenismo: «Es claro, sería vano de esconderlo, que el decreto conciliar ‘Unitatis redintegratio’ dice sobre varios puntos otra cosa que el ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’, en el sentido en que se entendió, durante siglos, este axioma» (Ibid., p. 85). Admitió también Congar que la Declaración sobre la libertad religiosa del Vaticano II es contraria al Syllabus del papa Pío IX: «Es innegable que la declaración del Vaticano II sobre la libertad religiosa expresa algo netamente distinto de aquello que afirmó el Syllabus de 1864, y logra ser justamente lo contrario de las proposiciones 16, 17 y 19 de ese documento». Más explícitamente aún, para el Cardenal Suenens, «Podríamos hacer una lista impresionante de las tesis enseñadas en Roma antes del Concilio como las únicas válidas, y que fueron eliminadas por los Padres conciliares» (I.C.I., 15 de mayo de 1969).

Los elogios se vuelven en todos estos casos contra quienes los profieren. Y es que, interpretaciones de los textos aparte, hay una serie de enseñanzas conciliares que se siguen revelando difícilmente asimilables con la enseñanza tradicional y la fe de la Iglesia. Pensemos en la libertad religiosa, el ecumenismo o la colegialidad tal y como son presentados en los documentos conciliares. Basta decir que en Lumen Gentium se habla de la colegialidad en unos términos que hizo necesaria una Nota explicativa previa de Pablo VI, que explica poco pero al menos salva la clara heterodoxia de los conceptos vertidos en el texto. Y recordemos, por poner otro ejemplo, que a la hora de buscar precedentes doctrinales a la colegialidad, unos conocidos comentarios al vigente Código de Derecho Canónico, se ven obligados a recurrir al conciliarismo, tantas veces condenado.


Los obispos Lefebvre y Castro Mayer el 30 de junio de 1988 en Econe
¿Hay una aportación de la Hermandad San Pío X al catolicismo?
Nadie piense que caemos aquí en el simplismo de idealizar a la Hermandad de San Pío X o de presentarla como la panacea universal para las lacras del catolicismo contemporáneo. Somos conscientes de que la institución fundada por Lefebvre atraviesa uno de los momentos más difíciles de su historia y apenas es necesario apuntar a las tensiones que han aflorado con motivo de las conversaciones doctrinales mantenidas en Roma durante los últimos años. El hecho de que falte la firma de monseñor Williamson entre los firmantes de la Declaración no puede ser más significativo. Además, estimamos que la gran obra de la Tradición en su conjunto debe afrontar un serio debate y una reflexión teológicamente fundada que lleve a superar por absolutamente irreal el discurso de la esperanza restauracionista poniendo el afán en la batalla de resistencia y el propio testimonio personal e institucional.

A pesar de todo, no podemos pasar por alto una referencia a todo lo que la obra alentada por monseñor Lefebvre ha aportado a la Iglesia en los años que nos separan del Concilio Vaticano II y lo haremos a partir de una comparación entre España y Francia que nos sirve para constatar las deficiencias notorias del catolicismo en aquellos lugares en que el combate por la Tradición ha encontrado un eco escaso.

En contraste con el caso francés donde estamos viendo en los últimos meses a los católicos batirse contra la legalidad revolucionaria y sufrir el acoso, al mismo tiempo, del jacobinismo estatal y de la chusma neoizquierdista, en España se ha impuesto una legislación semejante sin apenas reacción constatable de los católicos. Es más, hemos llegado a extremos tan risibles como el respaldo dado por boca del Secretario Portavoz de la Conferencia Episcopal, a la ratificación por parte del Jefe del Estado de la completa despenalización del aborto. Por no hablar de la distinción, tan extendida en medios conservadores, entre “aborto malo” (el promovido por el PSOE) y “aborto bueno” (el sostenido desde el PP). O el voto masivo otorgado por los católicos a Mariano Rajoy, después de declarar ante las cámaras de TVE que «si mi hijo fuera homosexual, asistiría a su boda, pero le aconsejaría una unión de hecho». El catolicismo francés es, ciertamente una minoría, pero no es irrelevante como el catolicismo español.

La constatación de que en España padecemos un catolicismo enfeudado en el sistema, dependiente económicamente del Estado y alegremente enfrascado en su propia autodefinición nos lleva a recordar lo que dijimos en el acto de presentación en Madrid de la biografía escrita por Tissier de Mallerais. Allí lamentábamos la ausencia del nombre de algún representante del episcopado español que pudiera parangonarse con el de monseñor Lefebvre. Ahora, añadimos, que esa falta se hace aún más notoria al comparar el catolicismo francés con el español y al comprobar la existencia en el primero de eficaces núcleos de resistencia, buena parte de ellos, organizados en el entorno de la Hermandad San Pío X. Que la oposición en Francia se ha gestado en ambientes ajenos al catolicismo oficial lo demuestra la revista del episcopado francés, La Croix —que ha tomado la habitual posición ambigua y condescendiente— alarmada por la polarización creada y explicando que para la izquierda, «retroceder es imposible, sería renegar de sí misma»; y como los católicos conforman la «mayoría hostil al proyecto», el vigor de su resistencia hace que se hable incluso de «amenaza de una “guerra civil”».

Terminamos recordando una de las afirmaciones de la Declaración publicada con motivo de este aniversario en la que se recuerda que monseñor Lefebvre, después de tantos años de servicio a la Iglesia y al Romano Pontífice, no dudó en sufrir la injusta acusación de desobediencia para salvaguardar la fe y el sacerdocio católicos.

Porque, en efecto, la verdad no se impone por sí misma como si le bastara la fuerza de la propia verdad. La que se impone de hecho es la mentira y la verdad, si llega a abrirse paso, lo es a fuerza de ríos de sangre de mártires y de incontables esfuerzos de misioneros y apóstoles. Ahí está el ejemplo de los primeros siglos cristianos: ¿Por qué triunfó la Fe? Porque antes se cansaron los verdugos de matar que los cristianos de morir. ¿Qué pasó después con el cristianismo en el norte de África? Que la verdad cristiana, establecida por el testimonio de tantísimos mártires, enseñada y defendida por figuras tan excepcionales como San Cipriano y San Agustín, fue arrasada por la mentira. Los ejemplos podrían multiplicarse.
Estudiando el tema sobre otras bases, un periodista de excepcional competencia y de pensamiento laico como es Jean François Revel, llega a esta conclusión: «La fuerza más poderosa entre las que dominan el mundo es la mentira». Y pocas mentiras tan aptas para desactivar la resistencia a la autodemolición como el slogan que acabamos de citar. Por eso es tan urgente refutarlo.

La verdad, como tantos otros bienes, necesita ser protegida... Porque la verdad no se impone por sí misma, sino que se abre paso en medio de enormes dificultades y suele dejar mártires entre los que se esfuerzan por defenderla y transmitirla, como siempre hizo monseñor Marcel Lefebvre.