«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

viernes, 21 de junio de 2013

Devoción al Sagrado Corazón y pensamiento contrarrevolucionario


Hablando de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús dijo el papa Pío XI que es «la suma de toda religión y con ella la norma de vida más perfecta, la que mejor conduce a las almas a conocer íntimamente [a Cristo] e impulsa los corazones a amarle más vehementemente y a imitarle con más exactitud» (Miserentissimus Redemptor). La razón estriba en que, cuando no se limita a actos concretos, proporciona mayor facilidad en el conocimiento total de Cristo; mayor eficacia en el amor a Él y mayor eficacia en la imitación.

Una bandera discutida

Aunque las realidades más tarde significadas en esta devoción eran reconocidas y practicadas por todos desde los primeros siglos de vida de la Iglesia, hay que esperar a un momento histórico concreto para reconocer la formulación específica de dicha norma de vida.

La aparición de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús tal y como ha llegado hasta nuestros días ocurre en el momento en que se produce el enfriamiento de la caridad cristiana con el indiferentismo religioso promovido por las filosofías ateas y el naturalismo, al tiempo que la herejía jansenista alejaba del amor a Dios y de las prácticas sacramentales a los propios católicos que eran arrojados en brazos del laxismo moral por obra de un rigorismo impracticable.

Esta devoción adquiere sus modalidades típicas de consagración y reparación a través de las revelaciones comunicadas en Paray-le-Monial (Francia) a Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), religiosa de la Visitación, que contó con el apoyo infatigable de San Claudio de La Colombière y de otros padres de la Compañía de Jesús. En España, los orígenes de la devoción están ligados a las revelaciones de que fue objeto el Beato Bernardo de Hoyos (1711- 1735) y a la actividad del grupo formado, junto a él, por los también jesuitas Loyola, Cardaveraz y Calatayud. En una carta del 28 de Octubre de 1733, el padre Hoyos decía que en la acción de gracias después de haber comulgado:
«pedí la extensión del Reino del mismo Corazón sagrado en España, y entendí que se me otorgaba. Y con el gozo dulcísimo que me causó esta noticia quedó el alma como sepultada en el Corazón divino, en aquel paso que llaman sepultura. Muchas y repetidas veces he sentido estos asaltos de amor en estos días, dilatándose tanto en deseos mi pobre corazón que piensa extender en el Nuevo Mundo el amor de su amado Corazón de Jesús, y todo el universo se le hace poco».
El 14 de mayo de 1733, fiesta de la Ascensión, escribe el padre Hoyos: «Dióseme a entender que no se me daban a gustar las riquezas de este Corazón para mí solo, sino que, por mí, las gustasen otros... Y pidiendo [yo] esta fiesta en especial para España, en que ni aun memoria hay de ella, me dijo Jesús: Reinaré en España, y con más veneración que en otras partes». Después de celebrar él mismo la primera fiesta en honor del Sagrado Corazón, comenzó a difundir la imagen, algunas preces, la comunión de los primeros viernes y, en junio de 1735, tuvo lugar la primera novena y fiesta pública en la capilla contigua al actual Santuario Nacional de la Gran Promesa (Valladolid).

Tanto en Francia y España como en los demás países, la naciente devoción encontró la acerba oposición de jansenistas, galicanos o regalistas, así como del pujante pensamiento ilustrado. Los jansenistas desnaturalizaban la idea de esta devoción, falseaban su origen y calumniaban a quienes propagan este culto, llamados con desprecio cordícolas y alacoquistas. Expresión de estos ataques era una hoja-panfleto semanal, titulada Les Nouvelles Eclésiastiques y publicada desde 1730 a 1789 que llenaba de injurias y calumnias, sobre todo, a los jesuitas. Con razón hablaba el padre Loyola de «la desecha furia de tantas y tan terribles persecuciones» (Tesoro escondido, 1 ed. Valladolid, 1734). Y refiriéndose a la época en que fue suprimida en España la Compañía la define así el padre Ugarte: «mas reinaba en un tiempo en que, disponiéndolo Dios así, iban a hacer causa común para los impíos el amor o el odio al Corazón y a la Compañía de Jesús; en un tiempo de autores tan ignorantes y trabucados, que no hacían escrúpulo de colocar y combatir en una misma línea la devoción al Corazón de Jesús, el probabilismo y el regicidio, con otras sandeces por el estilo» (Principios del Reinado del Corazón de Jesús en España, Madrid, 1880).

Con la extinción de la Compañía y los aciagos días de la Revolución Francesa, también la devoción al Sagrado Corazón tuvo su período de catacumbas hasta que en el siglo XIX cobró un impulso que no habría ya de extinguirse hasta el posconcilio.

Devoción al Sagrado Corazón y pensamiento contrarrevolucionario

La Cristiandad —desaparecida definitivamente en su calidad de orden universal a partir de la Paz de Westfalia, y eclipsada de la estructura política de las naciones desde la Revolución Francesa y las respectivas revoluciones liberales— se mantiene durante siglos con fuerza en el horizonte del pensamiento y la actividad contrarrevolucionaria. Y uno de los estandartes, signo y emblema de esa Cristiandad superviviente, empeñada en la nueva Cruzada de instaurar todas las cosas en Cristo, será el Sagrado Corazón de Jesús.

Ya el origen de la devoción en los siglos XVII y XVIII coincide con el momento previo al asalto de la ofensiva revolucionaria contra los últimos baluartes de la Cristiandad. La agresión, incoada en esta etapa por la Ilustración y la Revolución Francesa, y continuada por liberales y socialistas acabará desembocando en la ideología hoy dominante: una mezcla de relativismo moral, liberalismo económico y dirigismo estatal, llena de eficacia demoledora.

En el siglo XVIII, regalistas y jansenistas; después jacobinos, liberales, masones y socialistas; en nuestros días modernistas y liberacionistas de diverso pelaje… La devoción al Sagrado Corazón tuvo siempre grandes enemigos, sobre todo entre aquéllos que pretendían representar las más originales esencias del cristianismo e incluso ocupaban altos cargos eclesiásticos. Por el contrario, el verdadero pueblo católico la abrazó con fervoroso entusiasmo. Mártires y cruzados del Sagrado Corazón fueron, entre otros, los miles de católicos masacrados en la Vandea por los revolucionarios franceses, los carlistas españoles que combatieron en varias guerras sucesivas, el presidente de Ecuador García Moreno, los cristeros mejicanos, los mártires de nuestra última persecución religiosa y los Caídos de la Guerra española del 36.

Incluso quienes analizan el fenómeno desde una perspectiva crítica reconocen que en la devoción al Corazón de Jesús, tal y como se ha plasmado históricamente, se han unido de manera inseparable la religiosidad interior y la restauración cristiana de la sociedad (cfr. Antonio María Moral Roncal, La cuestión religiosa en la Segunda República Española. Madrid: Biblioteca Nueva, 2009, pág. 188-214). El magisterio episcopal que se ocupaba de la cuestión solía al mismo tiempo advertir a los católicos que no debían conformarse con una re-cristianización oficial, ya que resultaba necesario esforzarse para que Cristo reinara efectivamente en todos los corazones y que ese reinado se exteriorizara en los diversos ámbitos de la vida. Así, en la fiesta de Cristo Rey de 1932, se defendía en las páginas de un diario legitimista que la Gran Promesa habría de llegar por medio de la oración y de la plegaria pero también:
«con la viril decisión, con la intensidad, con la energía y los procedimientos acordes con el ataque recibido. El pueblo católico español de este primer tercio del siglo XX debe pensar que no es provocador, sino agredido, porque se busca la extinción de su fe envenenando el alma de sus hijos, pudriendo la generación venidera a favor de un laicismo sin entrañas ¿Cuándo mejor que ahora para ofrendar a Cristo-Rey nuestra adhesión y nuestro amor?» (cit.por Antonio María Moral Roncal, ob.cit., pág. 196).
Todas estas manifestaciones —diversas en el tiempo, en el espacio y en la identidad de sus protagonistas— tienen en común haber reivindicado de manera efectiva la obligación que tenemos de sustentar también el orden temporal sobre la Revelación. Todas son herencia inseparable de la devoción al Corazón que prometió al Beato Hoyos reinar en España y había pedido a Santa Margarita María de Alacoque ser enarbolado en las banderas del rey de Francia Luis XIV:
«Haz saber al hijo mayor de mi Sagrado Corazón, que así como se obtuvo su nacimiento temporal por la devoción a los méritos de mi Sagrada Infancia, así alcanzará su nacimiento a la gracia y a la gloria eterna, por la consagración que haga de su persona a mi Corazón adorable, que quiere alcanzar victoria sobre el suyo, por su medio sobre los de los grandes de la tierra. Quiere reinar en su palacio, y estar pintado en sus estandartes y grabado en sus armas para que queden triunfantes de todos sus enemigos, abatiendo a sus pies a esas cabezas orgullosas y soberbias, a fin de que quede victorioso de todos los enemigos de la Iglesia».
En una carta a la Madre Saumaise decía Santa Margarita: «El Padre eterno, queriendo reparar las amarguras y angustias que el adorable Corazón de su Divino Hijo sintió en las casas de los príncipes de la tierra, en medio de las humillaciones y ultrajes de su Pasión, quiere establecer su imperio en la corte de nuestro gran monarca, de quien desea servirse para la ejecución de este designio...». Luis XIV no hizo esta consagración, aunque años después un descendiente suyo, Luis XVI, estando ya en prisión, hizo un Voto por el que consagraba al Divino Corazón su persona, su familia y todo su pueblo.

De todo lo dicho podemos deducir que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, nació y se extendió vinculada a una corriente de pensamiento puramente católico. En dicha tendencia se descubre una continuidad que va desde su oposición al jansenismo en el siglo XVIII, al liberalismo y al socialismo-comunismo en los siglos XIX y XX, sosteniendo al mismo tiempo una doctrina social en la que es unánime la convicción de que la única alternativa posible a la revolución es la re-cristianización.

Hablamos de pensamiento contrarrevolucionario, aunque el término expresa demasiado frontalmente la dimensión de rechazo que no es exclusiva ni debería ser predominante, para referirnos a una corriente que puede definirse —como hacen Sandoval y Ayuso— a partir de un concepto análogo que se construye sobre tres nociones: reacción, catolicidad y tradición (cfr.Luis María Sandoval, “Consideraciones sobre la contrarrevolución”, Verbo, 281-282 (1990) 211-290; Miguel Ayuso, La cabeza de la gorgona. De la “hybris” del poder al totalitarismo moderno. Buenos Aires: Ediciones Nueva Hispanidad, 2001, pág. 121).

Una profunda crisis de identidad

A la luz de esta identificación se entiende que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, inseparable de formulaciones como la del Reinado Social, entrara en una profunda crisis cuando ideas inspiradas en el neo-modernismo condenado por la Humani Generis de Pío XII se hicieron predominantes en el discurso oficial sostenido a partir del Concilio Vaticano II.

Al tiempo que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús sobrevivía como elemento de identidad de quienes se resistían a aceptar el devenir posconciliar, otros trataban de renovar (aggiornare en terminología de la época) dicha teología adaptándola a un nuevo marco en el que nociones como ecumenismo y libertad religiosa han reemplazado a los viejos conceptos tan vinculados a la doctrina católica y al sentido histórico de esta devoción. Un ejemplo, por anecdótico, no escasamente significativo es la publicación que en 1918 daba sus primeros pasos con el título Revista Ilustrada del Reinado Social del Sagrado Corazón, pasaba más tarde a ser Reinado Social y, hoy, es conocida por La Revista 21. También sus contenidos sufrían una degeneración semejante.

Ya la Humani generis de Pío XII condenó anticipadamente a los representantes de la Nueva Teología del Corazón de Jesús al censurar el sentimentalismo (Dz 2324) que es una degeneración del sentimiento cuando no se lo contempla en la totalidad del hombre. En el fondo del hombre hay una relación esencial con su razón, y en el fondo de la razón hay una esencia que, aunque es creada, participa de lo absoluto. Se pone así de relieve la relación de consecuencia entre el escepticismo, existencialismo, perpetuo devenir y sentimentalismo, deriva lógica cuando se niega la dependencia de todo lo antropológico respecto a lo divino para acabar subrayando lo que, posteriormente, se llamará autonomía de las realidades temporales. El giro antropológico de la teología atribuido por los apologetas de la Nouvelle Théologie al jesuita Rahner tendrá una de sus más trágicas expresiones en el discurso de clausura del Concilio Vaticano II pronunciado por Pablo VI (7-diciembre-1965)

Si San Pío X, citando a San Pablo (II Tes. 2, 4), veía en la Supremi pontificatus, al hombre moderno hacerse dios y pretender ser adorado, Pablo VI dice expresamente que «la religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios» (n. 8). Pero acaba concluyendo que el Concilio no ha producido un choque, ni una lucha, ni un anatema, sino una simpatía inmensa: una atención nueva de la Iglesia a las necesidades del hombre. Donde el Papa Sarto había señalado claramente el antagonismo entre el principio católico que lo dirige todo de Dios hacia Dios, Montini opta por el movimiento del hombre hacia el hombre (Cfr. Romano Amerio, Iota Unum, caps. II, 28 y IV, 46)

Una pretendida devoción al Sagrado Corazón de Jesús integrada en estas perspectivas deformará necesariamente las señas de identidad con las que fue diseñada en las apariciones de los siglos XVII y XVIII que hemos reseñado y prescindirá de las connotaciones contrarrevolucionarias que se hicieron tan palpables a partir del siglo XVIII.

A los representantes de esta tendencia, no se les puede hablar de esperanza histórica ni de confesionalidad, desconocen su dimensión social y pública y, anclados en las melosas formas de expresión propias de las terapias de autoayuda, manifiestan con airado desparpajo lo perturbador que le resulta el recuerdo de añejas vinculaciones entre lo religioso y lo patriótico. Al mismo tiempo, se sienten cómodos en un mundo edificado sobre la previa demolición del orden social de inspiración cristiana y sobre la renuncia, incluso teórica, a su restauración.

En cambio el pensamiento contrarrevolucionario, al que aparece esencialmente ligada la devoción al Sagrado Corazón, sostiene la necesidad del establecimiento de una ortodoxia pública, es decir, que el régimen político reconozca «un contenido de principios, verdades o valores de carácter superior e inmutable como base de su convivencia moral y de sus leyes» (Rafael Gambra, Tradición o Mimetismo. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1976, pág. 94; cfr. Frederick D. Wilhelmsen, La Ortodoxia pública y los poderes de la irracionalidad, Madrid: Rialp, 1965). Sin olvidar otra de las tesis más caras de este pensamiento: la estrecha relación entre ortodoxia política y religiosa y la imposibilidad práctica de perseverar en la segunda cuando no se es consecuente con la primera. Conviene advertir que entendemos por heterodoxia política la de todos aquellos que de hecho han negado la dimensión teológica en el plano político, y la de aquellos que practicando políticamente un criterio puramente mecanicista se niegan a reconocer las exigencias éticas del obrar político, consideran la religión como asunto válido para los actos de significación personal e inválido para los de dimensión social.

Por el contrario, la interpretación aggiornata de la devoción al Corazón de Jesús incurre en una negación, cuanto menos implícita, de la divinidad de Cristo por negarse a aceptar sus consecuencias. Si Nuestro Señor Jesucristo es Dios, también es el dueño de todas las cosas, de los elementos, de los individuos, de las familias y de la sociedad pero si se desvanece esta convicción, entonces no hay fuerza para mantener la propia fe ante la invasión de las opiniones ajenas. De la inevitable diversidad se pasa al pluralismo como un valor en sí mismo y en virtud de una libertad religiosa mal entendida se coloca a todas las religiones en pie de igualdad y se otorgan los mismos derechos a la verdad y al error.

Se cae así en la contradicción inherente a la reivindicación del laicismo que radica en afirmar un criterio moral ante los resultados concretos (por ejemplo, determinadas leyes) mientras que ese mismo criterio se difumina a la hora de valorar los principios sobre los que descansa el sistema político democrático. Y es que la predicación de la Iglesia en relación con cualquier comunidad política debe exigir que estén eficazmente subordinados al orden moral no sólo los actos y comportamientos individuales de los ciudadanos, sino la misma estructura constitucional (Cfr. José Guerra Campos, “Las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la Iglesia”, Iglesia-Mundo 384 (1989) 51ss).

El Reinado Social, única respuesta católica al laicismo

En contraste con los desvaríos contemporáneos, las entronizaciones y consagraciones públicas han sido una de las formas privilegiadas de la devoción al Sagrado Corazón enraizada al mismo tiempo en las expresiones del pensamiento revolucionario.

En el caso español, esta modalidad aparece entre nosotros en los años difíciles de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Su apóstol, peruano de sangre española, el padre Mateo Crawley SSCC, encontró las mejores disposiciones y auxiliares para su grandioso designio. Fue ingente la tarea desarrollada y los frutos conseguidos en aquellos años hasta culminar en el acto de 1919 en el Cerro de los Ángeles.

En dicho lugar, centro geográfico de la Península Ibérica, junto a un Monasterio de Madres Carmelitas que había de ser lámpara permanente de oración por España, se elevó un monumento al Sagrado Corazón cargado de simbolismo, ante el cual el rey Alfonso XIII realizaba la consagración de nuestra Patria el 30 de mayo de 1919. Aquel acto solemne en el que participaron los reyes, el gobierno entero, las jerarquías de la Iglesia y una inmensa multitud era la culminación de un secular deseo de los católicos de que España fuese toda de Jesucristo y para siempre y, de hecho, siguieron una multitud de consagraciones de familias, pueblos y ciudades ante estatuas del Corazón de Jesús erigidas en colinas, torres y pedestales.

Sin embargo, el acto protagonizado por Alfonso XIII no pudo desprenderse del radical equívoco sobre el que se sostenía el sistema inaugurado en la restauración canovista. Aunque la consagración se hizo, no experimentó ninguna modificación el orden político en el que una nominal declaración de confesionalidad se hacía compatible con la proliferación de sectas y la libertad de propaganda para el más corrosivo laicismo. Así, el secularismo español, agresivo y triunfante desde los orígenes del liberalismo, había conseguido alcanzar un modus vivendi con la Iglesia Católica que, para los sectores revolucionarios, era visto como un compromiso que debía sucumbir entre las ruinas del Estado y la sociedad. Por eso la escena de 1919 es inseparable de aquella otra de los milicianos fusilando y dinamitando la imagen del Sagrado Corazón, trágica expresión de la persecución religiosa en España.

Las circunstancias que concurrieron en el acto celebrado el 21 de junio de 2009 en el Cerro de los Ángeles (Madrid) con motivo de la renovación de la consagración de España al Sagrado Corazón, demostraron la tensión existente entre estas dos teologías contradictorias y excluyentes por su propia naturaleza: la renovada de acuerdo con los criterios del neo-modernismo y la que se conserva fiel a su esencia varias veces secular. Al tiempo que por parte de la Organización se había dispuesto la retirada de todas las banderas de España, muchas de las cuales aparecían ornadas con el Sagrado Corazón de Jesús, el acto se convirtió en la expresión de aquellos grupos que —como dijo el cardenal Rouco Varela— tratan de «recuperar y renovar, en clave del nuevo marco teológico y espiritual abierto por el Concilio Vaticano II, la teología del Sagrado Corazón de Jesús». La frase con la que se abría la fórmula pronunciada de manera colectiva por todos los asistentes no podía ser más expresiva: «Hijo eterno de Dios y Redentor del mundo, Jesús bueno, tú que al hacerte hombre te has unido en cierto modo a todo hombre…». Expresión confusa, inspirada en Gaudium et Spes, 22, que con la vaporosa fórmula en cierto modo no logra disipar la abolición de toda distinción entre el orden natural y el sobrenatural, una de las tesis más queridas y de consecuencias más nefastas de la Nouvelle Théologie.

Por último, pocas cosas hay más extrañas a la teología tradicional del Sagrado Corazón que la reivindicación del laicismo allí pronunciada: «Lo hacemos, naturalmente, en un contexto de relaciones Iglesia-Estado distinto que en 1919. Estamos en un Estado aconfesional, en un Estado laico, en el sentido positivo de la expresión, que no es confesional, pero está abierto, por la vía del reconocimiento de la libertad religiosa, a este tipo de expresiones».

Y es que la consagración verdadera no se reduce al simple recitado de una fórmula sino que es la entera donación que demanda Jesucristo de sus más fieles amigos. Y esto no sólo tiene aplicación a los individuos sino también a las comunidades.  La consagración de las sociedades al Sagrado Corazón es un acto plenamente político cuya finalidad radica en el cumplimiento de un deber social de religión y además, su efecto secundario (el bien común temporal) es de naturaleza también netamente política. Recordemos, además, detrás de cada cuestión política hay una cuestión religiosa:
«M. Proudhon ha escrito en su Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: ‘Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología’. Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas» (Juan Donoso Cortés, comienzo del Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo).
Es por ello que terminamos evocando unas ideas expuestas por Víctor Pradera, poco antes de morir él mismo mártir de Cristo Rey, acerca del cumplimiento de la promesa del Sagrado Corazón de reinar en nuestra Patria. Reafirmamos así la íntima unión que existe entre la devoción al Corazón de Jesús y el pensamiento contrarrevolucionario en general y el tradicional hispánico en particular:
«Reinar en España es cosa nacional, no privada; reinar con más veneración que en otras partes es declarada predilecta entre todas las Naciones; tanto si se toma la frase en el sentido activo como en el pasivo, que supone en los ciudadanos españoles una gracia otorgada y correspondida. España, así, hará “suyo” a Dios.
Esto nos obliga a mucho. Las promesas del Señor no son fatalismos de tramoya que han de suceder, ocurra lo que ocurra, y procedan como procedan los favorecidos con ellas. La omnisciencia Divina es prenda de que lo prometido se convertirá en realidad; pero el hecho lleva consigo la condición cumplida de la correspondencia por el hombre. Cada español debe pensar que a él se le pide ese cumplimiento; y debe proceder como si de su actuación dependiese la salvación de su Patria mediante el reinado social de Jesucristo.
¿Obliga ello a mucho? ¿Obliga a poco? No creo que sea ésta materia que nos detenga en el camino. Al término del mismo, aparece rutilante y bella, espléndida y envuelta en un halo de felicidad, la Madre, la que nos engendró espiritual y civilmente, la que nos dio su idioma para que nos comunicásemos nuestros pensamientos, la que nos entregó los tesoros de su ciencia, alimento de nuestras inteligencias; la que nos envolvió en la gloria de su Tradición; la que por sus teólogos y filósofos nos señaló los caminos infalibles para llegar a Dios y a la Verdad; la que educó nuestra sensibilidad; la que nos dio un sentido de la vida; España, en fin, que alza los estandartes benditos en que campea el Sagrado Corazón de Jesús» (Víctor Pradera, “Término del camino”, El Siglo Futuro, Madrid, 8 de junio de 1934)