«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

jueves, 4 de julio de 2013

¿Pero hubo alguna vez lefebvrianos?



El término “lefebvriano” o “lefebvrista” carece de cualquier rigor conceptual y solamente desde una polémica de bajo nivel desencadenada por los adversarios de la Tradición puede entenderse. A pesar de que los medios de comunicación —fieles a determinados intereses— e incluso algunos eclesiásticos reiteran el epíteto, no existe ni ha existido jamás un “lefebvrista” ni un "lefebvrismo".

Más intolerable aún resulta que se utilice el epíteto con intenciones peyorativas, para descalificar unas instancias y rehabilitar a otras. Se pueden deplorar las medidas extremas tomadas por Monseñor Lefebvre pero no cabe silenciar el contexto histórico en que dichas soluciones se adoptaron: una crisis sin precedentes en las vocaciones, en la práctica religiosa, en la doctrina, en la liturgia y los sacramentos… Tampoco es legítimo olvidar que cuando ya era un anciano, después de largos años de entrega, consumidos en el servicio a la Iglesia en la vida religiosa y en las misiones, hizo del combate por la Misa Católica y la sana doctrina, la razón de ser de su existencia y la causa a la que inmolaría los últimos años de su vida.

No existe una “doctrina” de Lefebvre pues la suya no fue otra que la doctrina de la Iglesia. Y el Arzobispo Marcel Lefebvre no fundó una organización vinculada a hombre alguno sino una Hermandad destinada a promover la vida sacerdotal según las sabias normas y costumbres de la Iglesia para entonces arrinconadas desde las instancias oficiales.
Basta reproducir sus palabras:
Ante todo debo disipar un malentendido, para no tener luego que volver a él: no soy un jefe de movimiento y aún menos el jefe de una iglesia en particular. No soy, como no dejan de escribir, “el jefe de los tradicionalistas”. Hasta se ha llegado a decir que ciertas personas son “lefebvristas”, como si se tratara de un partido o de una escuela. Aquí hay un equívoco verbal.
No tengo doctrina personal en materia religiosa. Toda mi vida me atuve a lo que me enseñaron en el seminario francés de Roma, es decir, la doctrina católica según la transmisión que de ella hizo el magisterio de siglo en siglo desde la muerte del último apóstol, que marca el fin de la Revelación.
En esto no debería haber un alimento apropiado para satisfacer el apetito de lo sensacional que sienten los periodistas y a través de ellos la actual opinión pública.
Sin embargo, toda Francia se conmovió el 29 de agosto de 1976 al enterarse de que yo iba a decir misa en Lille. ¿Qué había de extraordinario en el hecho de que un obispo celebrara el Santo Sacrificio? Tuve que predicar ante una gran cantidad de micrófonos y cada una de mis palabras era saludada con estrépito. Pero, ¿decía yo algo que no hubiera podido decir cualquier otro obispo?.
¡Ah! Aquí está la clave del enigma: desde hace varios años los otros obispos ya no dicen las mismas cosas.
¿Se los ha oído hablar acaso a menudo del reino social de Nuestro Señor Jesucristo, por ejemplo?.
Mi aventura personal no cesa de asombrarme: esos obispos, en su mayor parte, fueron mis condiscípulos en Roma, se formaron de la misma manera. Y de pronto yo me encontraba completamente solo. Ellos habían cambiado, ellos renunciaban a lo que habían aprendido. Yo no había inventado nada nuevo, continuaba en la línea de siempre.
Marcel Lefebvre, Carta abierta a los católicos perplejos, cap. II.